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Poesía

Uno y la ciudad

'Uno y la ciudad,/ es difícil llevar esta contienda/ cuando mueren los otros/ y resulta extraño estar vivo'

La Habana
Ruinas del Teatro Campoamor, La Habana.
Ruinas del Teatro Campoamor, La Habana. Cubacute

 

Como cerdo o res
bordeo la ciudad,
pasado un tiempo
la penetro,
hurgo en sus lunares,
calles oscuras 
de corta vocación.
Acordono  
punzadas marítimas,
siempre insaciable
redoblo sobre el pavimento,
la ira de un pájaro
sombrea el destino; 
el tiempo amputa, lacera,
es la linaza 
que purifica las ideas, 
los instintos.

Ahora hay una fuerza 
que el cuerpo parasita,
se deja llevar por ella, 
dentro de su cápsula 
encuentra los anticuerpos necesarios
para atenuar tanto derrumbe
y destrucción.

Uno y la ciudad,
es difícil llevar esta contienda
cuando mueren los otros
y resulta extraño estar vivo,
todo te viene a la memoria,
los temores se agitan
como bichos en la luz;
sales buscando 
el vertedero perfecto,
un sitio donde diste tejazo
a tus afectos
o simplemente la pared gruesa
golpeada 
una y otra vez
por el orine de los transeúntes;
te sacas  esa mugre
y haces un monumento
para ella, 
es tu aporte al perímetro urbano,
agradeces así
lo que chupaste
de esos círculos tensos
que conforman su rostro.

La lumbre anuncia e impone 
regímenes molestos,
advertencias, gradaciones;
tiene un cabo largo con espinas,
habría  que sangrar
para poner las cosas a favor nuestro.
Tras ello
la ruta dependerá de uno,
de ese deseo que brota
como un mapa, graba piedra
divide en verde y gris,
filtra voces ligeras, animadas,
también  otras más densas
que evocan un sueño
repetido tres veces:
los pájaros vuelan
con banderillas de plomo
en las patas…

En arco de procesión 
va una lengua
hacia la otra lengua,
discrimina todo, 
las carcasas de hierro oxidado
salpicadas  de cemento,
el polvo,
agua de albañales,
colinas de basuras
que me hacen pensar
en Dylan Thomas 
o en Bob Dylan;  
son manzanas,
fragmentos de lo que se desmorona,
copados por un deseo mayor,
resabios de la lumbre .

Sobrevive el paseante;
pensaba que en las ciudadelas
ya no se podía besar
como Dios manda,
es solo encontrar la boca invicta
ante tanta desidia,
derrocar la modorra 
que imponen los hongos
y las fachadas tiznadas,
instalar  el cuerpo estremecido
en la metáfora,
tener suficiente  voluntad
para modificar
la actitud del color
su látigo sobre 
lo que las calles almacenan.

Carne de aleación,
metales sucesivos me atraen,
cuerpos, no lombrices,
se hacen ver
en los parques, en las esquinas,
ecos, turbias residencias
de músculos, posturas… 
Después de cruzar los yermos
y un césped amarillento.

 


Ricardo Alberto Pérez nació en Arroyo Naranjo en 1963. Sus libros de poemas más recientes son ¿Para qué el cine? (Unión, La Habana, 2011) y Vengan a ver las palomas de Varsovia (Letras Cubanas, La Habana, 2013). Publicó una antología personal, Los tuberculosos y otros poemas (Torre de Letras, La Habana, 2008). Ha traducido a Paulo Leminski y otros poetas brasileños. Este poema pertenece a su libro en preparación Distintas maneras de esperar la muerte.

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