Sonidos anuncian un rostro,
venas tan abruptas
como raíces:
el raspar de la bota,
las coqueterías del tacón;
aquel que provoca
un feligrés con una pierna
más corta que la otra,
mientras retorna
las ofrendas a la credencia.
Algunos son sinfónicos
se estructuran en compases,
otros estallan
mudan tus criterios
te hacen tomar decisiones difíciles,
acompañan tu elasticidad
en los tramos oscuros.
Un oído educado localiza
el que antecede a la angustia
también al que anuncia plenitud.
El sonido del orine
cuando se libera, cínico,
posee muchas variaciones
(sobre el agua, sobre las hojas secas,
sobre un zinc, dentro de un cubo plástico ,
dentro de una lata vieja —o nueva—);
esas sales percuten,
estampan una breve memoria
mientras secan.
El orine del potro,
eso es otra cosa,
la hierba se erotiza :
el que asiste a este show
se queda un largo rato
meditando en Xenakis .
Un verso de Murilo Mendes
me ha hecho imaginar de manera estrambótica:
el orine
de un caballo mecánico;
todo aquello cayendo
como virutas de acero,
brillantes e insumisas,
cortando a ras
el epitelio romántico.
Sincronizo así
con el sonido de los motores del Este,
con los muelles de hojas,
y parezco asegurar residencia
en el tejido peculiar
de los sonidos;
al final, ellos hacen o deshacen
las ideas,
le extraen todo el jugo
o las paran en seco.
Ricardo Alberto Pérez nació en Arroyo Naranjo en 1963. Sus libros de poemas más recientes son ¿Para qué el cine? (Unión, La Habana, 2011) y Vengan a ver las palomas de Varsovia (Letras Cubanas, La Habana, 2013). Publicó una antología personal, Los tuberculosos y otros poemas (Torre de Letras, La Habana, 2008). Ha traducido a Paulo Leminski y otros poetas brasileños. Este poema pertenece a su libro en preparación Distintas maneras de esperar la muerte.
