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Crítica

La azarosa juventud de Orlando González Esteva

Su poesía, al decir de Octavio Paz, hace pensar en una 'música tradicional y muy nueva en la que lo antiguo se alía a lo insólito'.

Ciudad de México
Un vitral habanero.
Un vitral habanero. Flickr

El último poemario de Orlando González Esteva (Palma Soriano, Cuba, 1952) es a todas luces una apuesta no solo convincente, sino iluminadora, brillante. Aun arriesgado en su espontaneidad y en el formalismo estructurado de una redondilla, el pensamiento fluye amparado por la poesía.

La redondilla (una estrofa de cuatro versos octosílabos) es en estas páginas una fuente de sabiduría que se renueva, y que retomando el emblemático "Yo sé" de los Versos sencillos de José Martí, es ahora replanteada con una lucidez lírica y una originalidad que, desde la primera página, nos atrapa:
   
   Yo sé del hombre que espanta
   sus demonios escribiendo
   y los atrae escribiendo,
   y escribiendo, a veces, canta.

   Yo sé del mar que golpea
   el silencio de la roca
   y del silencio que toca
   a la puerta de una idea.

En estos primeros versos se nos plantea ya una poética que revela el eje central del conjunto: cantar (en la forma del estribillo) las ideas que van surgiendo del silencio adelgazado del poeta en el momento de escribir. González Esteva lo explica mejor en la nota introductoria "Los saberes fortuitos": "Nada de lo que dice saber el autor de estas estrofas lo supo hasta que las escribió, de modo que de nada puede presumir que no sea de haber ido enterándose de lo que ellas sabían o iban averiguando al tiempo que se le facilitaban".

Bajo esta perspectiva, no es de balde haber dado título al libro como La juventud del azar, y desde esta incierta condición, el poeta entiende, asimila, que no es preciso afanarse o desvivirse por un estilo, cuando lo que importa es desvivirse desde adentro, desde las entrañas:

   Yo sé cantar entre dientes
   la juventud del azar
   y el arte de sofocar
   los deseos impacientes.

   Y sé por qué las arañas
   no desperdician el hilo
   pespuntándose un estilo:
   les sale de las entrañas.

La trayectoria de Orlando González Esteva, que desde 1965 reside en EEUU, se hace visible (al menos para mis lecturas) en publicaciones de la revista Vuelta, donde el mismo Octavio Paz lo presentaría con la precisión propia de su ojo crítico: "Su poema me devolvió algo muy raro en la poesía de nuestros contemporáneos: la música del verso. Una música tradicional y muy nueva en la que lo antiguo se alía a lo insólito".

Ha pasado el tiempo y el poeta cubano sigue y se "resigna (yo añadiría felizmente) a ser fiel a sí mismo". Regreso a unas de sus estrofas para enfatizar, con la elocuencia sencilla de sus versos, ese perseverar sin tregua, sin importar el paso y peso de los años, en llevar la tradición a nuestras vidas, iluminándolas para hacer evidencia del milagro:

   Yo sé del puente que salva
   el abismo cotidiano
   y del placer del gusano
   que redondea mi calva.

   Yo sé del árbol que sueña
   que sus ramas son raíces
   y de huesos infelices
   que arden mejor que la leña.

En estas últimas líneas el poeta (en su largo exilio) se visualiza sensiblemente como un árbol que se sueña, aireado en la musicalidad de su poesía, en la tradición poética de su amado país. En tanto, un "en tanto" que le ha llevado toda su vida, ve en su más íntima infelicidad (en sus huesos) algo que paradójicamente le mantiene caliente (vivo) aún mejor que la leña que arde para los desamparados.

En su conjunto son 70 estrofas, quizá refieren a los 70 años que su autor cumpliera poco tiempo atrás, no sé, igual quedará la duda (como lo insinúa en las palabras preliminares) de si estas estrofas pueden leerse como si constituyeran un solo poema o un racimo (o racimos) que puede ofrecerse por separado.

Supongo que ni una cosa ni otra importan, lo que nos interesa es que estas estrofas, cada una, están cargadas de una profundidad que se mezcla (intuitivamente) con una sabiduría popular brillantísima:

   Yo sé de la flor que espera
   sobre el tallo alicaído
   perfumar, si no el olvido,
   las puntas de una tijera.

   Yo sé del peñasco aquel
   que mira al mundo de lejos
   igual que miran los viejos
   los aviones de papel.

   Yo sé de un hombre que ha muerto
   y resucitado tanto
   que muda de camposanto
   como el polvo del desierto.

Dos cosas importantes para el lector, una lectura atenta le permitirá profundizar más en las ideas, las imágenes; pero al mismo tiempo el lector (que gusta de la musicalidad) podrá memorizar alguno de estos versos sencillos con una facilidad contagiosa.

Como una especie de adenda del libro, hay una sección ("Ardiente acuario"), que concentra la capacidad de Orlando González Esteva para observar las cosas, en este caso observar obsesivamente las arquitecturas con vitrales, sus formas, sus coloridos…

        Las palomas frecuentan el atrio de las iglesias, anidan en sus
        aleros y sobrevuelan sus cúpulas porque los vitrales las tornasolan.
        De alejarse de ellos, el fulgor de sus cuellos se extinguiría.

En este apartado se contienen cerca de 30 apuntes, muchos refieren a recuerdos de su natal Cuba, otros son gestos de asombro, para entrever por ejemplo en el tronar de unos fuegos de artificio, un "trizadero" de vitrales.

O como en este otro caso, donde en las tres líneas de un haiku (otra de esas afecciones formativas de González Esteva) el vitral pareciera confesarnos (milagrosamente) lo inconfesable:

                                   Ante un vitral
                                   el silencio no sabe
                                   qué más callar.

Conocí a Orlando, al amigo, en un encuentro de escritores que se celebrara hace ya muchos años, en la Ciudad de México. Me da gusto ahora reencontrarlo en este libro, donde evidentemente, su amor por las palabras vuelve a tener la sencillez de las formas tradicionales y de una brevedad que pareciera eternizarse en el día con día… con encanto.

   Yo sé por qué el estribillo
   de la canción enamora:
   insiste como la aurora,
   circula como el anillo.

No es poca cosa visualizar el oficio del poeta (del que canta) en esa insistencia salvífica de la aurora, una aurora que sin saber cómo nos ilumina, y sin saber cómo la nombramos… nos rejuvenece.


Orlando González Esteva, La juventud del azar (Pre-Textos, Valencia, 2024).

Esta reseña apareció originalmente en Milenio. Se reproduce con autorización del autor.

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