Autor: Memorias de algunos meses de 1980.
Él: Dicen mi nombre por el audio, que me presente con urgencia en Recepción. Al llegar, veo a mi abuela. Algo ha ocurrido para que venga entre semana a la beca. Tu madre no sabe que vine, tenemos que hablar, me dice. Nos sentamos en el parqueo, dentro del carro alquilado que la trajo de la ciudad. Saca entonces de su cartera una carta que un pariente le ha enviado desde el pueblo a modo de explicación, de información por los actos de mi padre. ¿Mi padre? ¿Qué pasa con él? Allí relatan lo que ha pasado. Lo que está pasando. Lo que seguiría pasando. Lo que pasó. Escucho, pero no escucho, no entiendo lo que escucho hasta mucho después, semanas incluso. Mi abuela lee la carta mientras me sostiene la mano. En ella cuentan cómo había corrido la noticia de que una embajada estaba dando asilo político a los que lo quisieran, cómo, junto a otros del pueblo, mi padre, durante la noche, había viajado en un camión a la ciudad, cómo había entrado a la fuerza en esa Embajada, cómo aún estaba dentro esperando a que le dieran la salida del país, que reclamaba, que reclamaban los delincuentes, marginales, traidores refugiados allí.
¿Mi padre?
Las imágenes de lo que sucede en la Embajada están en la televisión. En la carta condenan lo que mi padre ha hecho, imperdonable, una barbaridad, escriben dándonos ánimos, en particular a mí, al hijo, que sea fuerte, que no tenga miedo, que cuente con el afecto y el apoyo de quien quiera que fuese el que escribía aquello. No fijo detalles del relato. Demasiadas palabras, demasiados afectos. ¿De quiénes son esos afectos? ¿Esos consejos? No quiero esa solidaridad. No la necesito. Al terminar de leer, mi abuela dice que nada me pasará, que por esa parte esté tranquilo. ¿Qué parte?, pienso, pero que no cuente lo sucedido a nadie. Menos en la beca. Es importante no hablar. Y lo repite otra vez: No te harán nada por eso. ¿Quién? ¿Por qué? ¿De qué habla? Se va asustada, llorosa. Vuelvo a las clases, no sé bien qué pensar, en realidad no pienso nada, por supuesto no digo a nadie qué ocurre. ¿Pero ocurre? ¿Está ocurriendo? Parecen hechos ajenos. De otro mundo.
La televisión pasa el día entero imágenes de la Embajada ocupada, repleta de gente, cuentan cómo los primeros en entrar lo hicieron matando a un custodio. No paro de mirar esas imágenes, las miro mientras las repiten y no entiendo qué tienen que ver conmigo, con él. La ira crece entre los maestros y los alumnos en la beca. En los matutinos, durante la semana, no se nos habla de otra cosa. Las condenas que coreamos formados en el patio central nos enardecen. ¿Qué pienso, qué siento? No lo recuerdo. Lo borré. Coreo con los demás cada condena, cada consigna, indignado de lo que veo, de lo que escucho que está sucediendo, algo inaudito, sin precedentes. Convencido de eso. Molesto de lo que pasa, allí, en las imágenes. Lo desagradable de aquellas secuencias, de aquellas caras. Caras tan distintas a la de mi padre. No lo relaciono. No obstante, sé que no debo hablar. Pero no lo relaciono. No entiendo.
Hacia mediados de semana informan en el matutino que antes del pase desfilaremos frente a la Embajada ocupada junto a cientos de estudiantes que protestarán al lado del pueblo por los sucesos. No me niego a ir, no invento fiebre, catarro, ningún malestar. Voy. No es conmigo.
El día del pase. Salimos en las guaguas. Al llegar al lugar de los hechos, en la ciudad, organizamos grupos. Nos dan carteles, banderas. Lentamente nos unimos en bloque a los que marchan ininterrumpidamente, desde hace días, por la Avenida frente a la Embajada.
La ira crece, se convierte en fuerza, en energía, la gente corea repitiendo consignas, por los altavoces se oyen himnos a todo volumen que acompañan como una banda sonora la marcha y los gritos de protesta de la procesión. A unas cuadras de la casa donde está la Embajada tomada, empiezo a entender la situación en que me encuentro, hasta ese momento recuerdo mi euforia por la aventura, por todo aquello, por estar allí, en el desfile. En la medida en que nos acercamos a la Embajada, veo cómo los que me rodean dejan de jugar, cambian. También yo cambio. Justo al aproximarnos a la fachada, al centro del fenómeno, comienza el malestar. Mi malestar. Entiendo lo que está pasando, lo excepcional, lo desesperado que está pasando: mi padre está allá dentro, puede asomarse a una ventana, verme pasar, o verlo yo a él. Yo estoy afuera gritando, maldiciendo, condenándolo, él sigue dentro, recibiendo aquel desprecio, yo afuera en su contra sin que él lo sepa. Empiezo a sentir qué significa la situación. Estoy con aquello en el gentío. Ahora es un gentío y yo soy yo, solo, sin ayuda. Sin lógica. Arrastrado hacia allí. Hacia adelante. Hacia él. Contra él. Sin remedio.
A unos metros de la entrada de la casa, ya pueden verse subidos en el techo a algunos de los ocupantes. La gente a mi alrededor comienza, ya no más verlos, a gritar las condenas con una furia nueva, imprevista. Al estar justo frente a la fachada de la Embajada, tantas veces vista en esos días en la televisión, una conmoción corre por entre el grupo que está a mi lado, el verla en directo, al compás de los himnos que salen de los altavoces, con mucho más volumen ahora que estamos en el sitio, producen un estremecimiento compacto, profundo, en bloque, en todos nosotros, que hace que al unísono levantemos las manos y gritemos con furia desconcertante, sorpresiva. También yo grito. De modo inesperado, automático. Grito, vuelvo a gritar lo que gritan, lo que tenemos que gritar. Lo que nos han dicho que gritemos. Lo que se grita allí. En los poquísimos segundos que transcurre la pasada por frente a la casa ocupada, busco con ansiedad la cara de mi padre entre los que se asoman a las ventanas. A la vez que grito, repitiendo los coros, lo busco, con miedo, con ansiedad, grito y lo busco, las dos cosas juntas en un mismo impulso contradictorio, imprevisto, incontrolable. De pronto, recuerdo, bajo las manos, dejo de gritar, una reacción que ninguno a mi alrededor ve ni entiende. Al momento siguiente recuerdo que lloro, por mi padre dentro y yo afuera, por aquellos gritos que doy, que dan, por el desprecio, por esa emoción que nos une y nos aleja, por no ser y ser ellos, distante y unido a eso, a eso que pasa y no debe pasar, que desprecio y apoyo, lloro y el llanto borra las últimas imágenes de la fachada de la Embajada. El río de la marcha nos empuja hacia delante, a la realidad. Volvemos a ser los que buscan la salida, el punto de las guaguas en las entrecalles, las bromas, el griterío por encontrar asiento.
Carlos Celdrán, 10 millones (La Uña Rota, Segovia, 2024). El libro incluye la obra homónima y Discurso de agradecimiento.
10 millones se presentará el próximo miércoles 20 de noviembre a las 7:00PM en la librería Rafael Alberti (Calle del Tutor, 57) en Madrid. Acompañarán al autor el reconocido director de escena catalán Xavier Albertí y Claudia Muñiz, actriz y escritora.