Un día, contra toda previsión,
comenzaron a ver lo irrazonable en que habían crecido
y se marcharon.
Abandonaron los sitios de su infancia
y de su primera juventud.
Abandonaron a sus amigos,
a sus primeros amores,
a sus padres.
Ningún sufrimiento o soledad
conseguía sacarlos de su ruta,
mientras la casa original
en su absurda concepción de las cosas y el mundo
perduraba.
Cuando volvían de visita
no había más conversación que aquella:
Desde cuándo. Hasta cuándo.
Por qué entonces. Por qué otra vez.
Por qué nunca.
Los trotamundos sabían hablar de lo complejo
y afrontar los absurdos con las razones más simples.
Se habían vuelto sabios,
aunque toda simpleza, como una florecita en los suelos de un bosque,
se rociaba enseguida de una brumosa melancolía.
Lo cierto es que en aquellas vueltas brillaban todos.
Los que no habían querido marcharse
-no los atrapados, no los recién iluminados-
ripostaban a cada sabiondo argumento de los trotamundos
y el absurdo, en sus formas más familiares y manidas,
brillaba también.
Entonces las casas, recias o frágiles,
acogían el fragor de las contiendas
y temblaban por horas.
Muchos años los pasaron así
pero el presente siempre estaba con ellos,
y cuando ciertos vestigios del mundo natural reaparecían
y dominaban la escena,
los visitantes volvían a asombrarse del asombro en que allí se vivía:
Sí, aquellos redondeles casi perfectos
eran tomates y se podían comer.
Un agua de azúcar salía de las cañas de azúcar,
y las yucas y zanahorias se habían dejado encontrar bajo la tierra.
Algunos sabían dar razones de las aves de corral y de las lechugas
y, entre las cajas, un haz púrpura anunciaba el donaire
de una berenjena rechoncha.
Sin dudas, aquello era un mercado
y los vendedores, temerosos de la brevedad del asunto,
se apresuraban a salir de sus cosas. Sabían como pocos
del viejo absurdo nacional
y de los parecidos que entonces le prestaban
sus más remotos ciudadanos:
pasaban por el mercado para comprar,
no unos pepinillos o unas cebollas,
sino la hermosa balanza de oro en que los pesaban.
Querían pagar con sus copecs de colección.
Iban solos, como recién caídos de algún sueño,
o iban de la mano y les llamaban mamá y papá a sus propios hijos.
Una cruenta vejez los acosaba, y sus muletas, los trotamundos
más perseverantes
ya no se atrevían a corregirlos.
Estaban demasiado afligidos
con aquella naturalidad y nueva cercanía de lo extraño,
o el gran absurdo de una enmienda
los dejaba titubeantes,
boquiabiertos.
Alessandra Molina nació en La Habana en 1968. Sus últimos libro de poemas publicados son Otras maneras de lo sin hueso (Leykam Verlag, Graz, 2008) y Algodón del sueño, cuchillo de los zapatos (Rialta Ediciones, Querétaro, México, 2017). Rialta Ediciones ha publicado su Poesía reunida. Este poema pertenece a un libro inédito.