Neblina púrpura en mis ojos
Jimi Hendrix
Un ave terrestre pesada de patas prehistóricas es una anomalía por sí misma, una falla en la Matrix. En los animados de Disney le embuten la cabeza dentro de agujeros en la tierra: necesitan drama y la realidad es aburrida. Así está calcado ampliamente en el imaginario colectivo: un pajarote gigantesco de alas inservibles decapitado para entretener a las masas. Distorsión genética. Distorsión mediática.
La palabra "avestruz" llega al español, según Wikipedia, por el occitano provenzal estrutz, que deriva del latín struthĭo, y esta del griego στρουθíων, abreviación de στρουθοκάμηλος, palabra compuesta por στρουθιο (struthio=gorrión) y κάμηλος (kámēlos=camello), es decir: "gorrión (grande como un) camello".
No debería sorprender que un vertebrado así habite algunos potreros en el sureste de un archipiélago caribeño de rutinas también prehistóricas y distorsionadas. El resultado es múltiple e inescrutable para la mayoría. Para Alejandro Ponce (Manzanillo, 1974) es un directo en la recámara. A tasa de 60 frames per second. Ráfaga de imágenes a la medida de un poeta de la experiencia: Avestruces con distortion.
Si es hallazgo tácito o premeditado no cala de ninguna manera en el resultado final. Lo que importa e importará siempre es trabajar en el lenguaje: faena ardua y cabezuda que se evidencia desde las primeras líneas del cuaderno. Incrustado por voluntad propia en el caparazón del escarabajo pelotero —como hiciere Carlitos en el albatros— y con un decir distinguible dentro del panorama, Alejandro Ponce atraviesa el núcleo de una tradición poética que asume el ejercicio de escribir poesía como un oficio de rigor, pero sin menospreciar ese envite recóndito e impenetrable que entraña todo Arte: alfarería celeste:
Émulo de Ra
resistente a la naturaleza y al tiempo
este escarabajo sobrevive como mis poetas preferidos:
machacando en ambientes yermos apilando en baja delicados bojotes.
El escarabajo pelotero es el poeta y el poeta es el escarabajo pelotero. Trabajo sucio en cualquier caso. La vida es sucia: el sexo, la caza, el delito, la poesía. Hay que ensuciarse las manos y la lengua. El poeta y el escarabajo pelotero habitan lo escabroso y allí trabajan su ciclo: Sísifos de arrabal.
La circunstancia de pactar con referentes de este tipo advierte que —acaso— no hay nada más contemporáneo que lo clásico y viceversa. Una proposición que gana sentido cuando avanzamos y se revela una mirada a un pasado para nada remoto, pero a ratos atemporal y —sobre todo— de tracción personal. Clásico porque está el discurso, moderno porque está el símbolo, contemporáneo porque están los dos sustratos sobre el ring, con guantes de piel de cabra y sin protección a la cabeza. Poesía con asunto, pero sin otro propósito que el de golpear limpiamente en el rostro:
Qué tanta algarabía con la gloria del héroe
si seguramente él masticaba
el último trozo de carne
como el Cid Campeador masticó
una cabuya Made in Manila sin agotarla para siempre
Deambulan por aquí fantasmas irrebatiblemente alejados de los arquetipos tradicionales occidentalistas: filósofos y peloteros, poetas y matarifes, políticos y estrellas porno, héroes de guerra y perros de pelea: a todos nos los presenta el autor como espectros de las maniguas orientales, que llegan en la madrugada a halarnos los pies y a tirar del sentido hacia una zona del límbico donde se acomodan como piezas del Tetris.
Esto hace que al avanzar en el cuaderno se haga cada vez más evidente una cata: un poema no solo discursa y simboliza sobre la realidad, también la perturba, la desbroza en un trapiche cargado de significancias, referentes y —sobre todo— experiencia humana: violencia, amor, muerte, compasión: los convierte en símbolos a la par que los modifica definitivamente.
En la ejecución no hay trance. La singladura de la metáfora es en Alejandro Ponce resultado de un proceso minucioso, que ha hecho fotosíntesis de antemano en la representación del mundo de la que hablaba Schopenhauer. Si el lector apostase el oído a milímetros de la página o la pantalla podría reconocer el sonido del grafito deslizándose por la fibra de celulosa.
Sin ser menester aquí romantizar y haciendo un bucle dentro del cuerpo de Avestruces… habría que detenerse nuevamente en el oficio del escarabajo pelotero. Su oficio es el de juntar la materia que se reconciliará nuevamente con el universo. Detenerse para rascar un sustrato donde las leyes de la realidad física se distorsionan y las señales VIT (Vertical Interval Test) se hacen medibles para los sentidos humanos. La poesía no discrimina. Sea poeta, puta o matarife, su oficio pertenece a las vibraciones de ondas distorsionadas por la curvatura del espacio-tiempo. Sonido de líneas verticales:
A un costado de las jaulas
el auxiliar de facilidades descarga golpe seco
sobre fémur de vaca que por un instante
silencia el fulgor de la hoja:
el hueso hace fractura y siento que apesta más el aire
Quien experimenta con las formas —sobre todo con formas que buscan anular la emoción obsoleta de lo evocador— la mayor parte del tiempo no sabe hacia dónde se dirige. Es tanteo. La certeza definitiva es saber hacia dónde no quiere ir. Así, resuelve una especie de poética de la performance: por decantación, por ósmosis. A la par que cala a su estalaje la estructura de la convención poema, estableciendo sedimentos donde se echa a andar un ambiente rave de acento caribeño: luces estroboscópicas y neblina púrpura.
En definitiva, lo que intenta Alejandro Ponce —acaso— es confirmar su cabeza de playa, pulsando líneas metálicas que pliegan el sonido a su manera de decir, a su tasa fraccionaria de frames per second. Y depositar su cromosoma en el inconcebible poema humano. Su método: distorsionar al pajarote para que instale en el lenguaje catervas de aneurismas a punto de estallar, generando una tensión que irrita —de cierta manera— el ojo cuadrado de quien lee esperando algo, pero zarandea el oído de quien se acomoda para escuchar solo el wah-wah de la Stratocaster incendiada de Hendrix.
Alejandro Ponce, Avestruces con distortion (Ilíada Ediciones, Miami, 2022).