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Crítica

Un Jorge, un Alfredo y la hormiga invisible

'Se habla aquí de un poeta de hechos que, sin embargo, conserva un hálito ingenuo: los ojos abiertos de un niño ante el misterio, la maña del ojo sin prejuicios morales o lingüísticos.'

Manzanillo
Hormigas.
Hormigas. Getty Images

 
Con los hálitos finales —que bien pudieran ser los primeros (o viceversa)— de El libro perdido de Jorge, de Alfredo Pérez Muñoz, termina el descanso, el alivio, el retiro mental que significan sus páginas; y comienza la realidad, cargada de nuevos resuellos, de sentidos si no nuevos: renovados. Rudimentario en su planteamiento (a posta) apuesta por el verso nítido, despojado de recursos arduos y estructurado a base de lenguaje corriente. En apenas algunos minutos de lectura calamos el relato de Jorge desde Alfredo —o de Alfredo desde Jorge— en un tono que se sostiene impasible de punta a cabo; y que nos arrastra de un texto al siguiente como se desliza un cristal de azúcar hacia el hormiguero, a lomos de una hormiga invisible.

Las hormigas —como concepto— ejercen una función de pivote donde pende una balanza de precisión: de un lado el relato, entendido como realidad ficcionada (o friccionada), en la que a ratos se cuela una sordidez perteneciente en su totalidad a la especie "sapiens" (ojo en las comillas); del otro lado, el evento cósmico como acontecimiento interior, el clic en el hipotálamo, dicho en el cuasi-prólogo por su autor: "Unas cosas se ven allá afuera y otras acá dentro; escribir no es tan importante, lo importante es ver". La balanza de Alfredo no es para nada exquisita, pero tampoco está adulterada por truco alguno: Jorge no duda, no le concierne lo pulcro y tampoco lo necesita. Jorge sucede:

          Llueve como si alguien sacara
          cubos de agua de una piscina.
          Aquí estoy muy bien.
          Ya trabajé toda la mañana
          y parte de la tarde.
          He comido.
          Tengo café.
          Puedo fumar.
          Es ya de noche.
          Tengo la eternidad en un ratico.

Naif. En toda la connotación de la palabra. En todo el sentido. En todos los sentidos. Se habla aquí de un poeta de hechos que, sin embargo, conserva un hálito ingenuo: los ojos abiertos de un niño ante el misterio, la maña del ojo sin prejuicios morales o lingüísticos, sin formulismos de forma. Los puntos sobre las íes —no obstante— están plantados, claveteados a un poste de luz, un latón de basura, una señal de tránsito: no podemos menos que concebir los cables de corriente atravesando las paredes; y constatar el firmamento, la cierta extrañeza que produce siempre, a pesar de lo usual, la palabra naif; y todo lo que ella entraña en forma y contenido.

Del lado de acá el lector se inmiscuye, rápida e inevitablemente, como en un soplo, dentro del cuaderno —vale decir se jorgea—, dentro de ese ente urbanístico que envuelve al sujeto —los sujetos— bajo funcionamiento de unas leyes cuánticas simplificadas, llevadas a término casi nulo; pero maleables según la voluntad de un Alfredo, de un Jorge: nómade que viaja del punto A al punto B, donde A es B y B parece A. La construcción discursiva —pues, amén de lo que pueda suponerse, hay construcción y hay discurso— es tan coloquial que parece tutearnos de antemano, como si nos hablara un ecobio, un viejo amigo, un asere:

          Ayer recostado en la pared de una casa
          escuché un piano.
          Alguien tocaba por la tarde,
          alguien que toca para nadie.
          No me paré. No dije nada.
          Es como lo que escribo.
          Escribo para nadie.
          Escribo para que alguien se siente en mi poema
          por un rato.

El fragmento anterior remacha la sospecha: este cuaderno no canta: narra. Narra. Narra un vivir sobrio, un estar sobrio, un escribir sobrio. La austeridad con que se nos presenta Jorge traspasa el papel; y en total coherencia con ello Alfredo utiliza el lenguaje: apenas adjetivos, imágenes crudas —aderezo de limón, vuelta y vuelta sobre la plancha y listo: al paladar—, metáforas las necesarias. Lo relevante siempre es lo que no sucede ("No me paré. No dije nada"), allí coloca el foco. No hay ninguna meta en ello, ninguna consecuencia: el vacío es voluntario.

Jorge o poeta. La sinonimia bastaría, pero de qué va un hecho que apenas conocemos en todo el sentido: ¿qué es ser poeta? Ser, como información comprobable por todos los medios posibles o por uno solo: los sentidos. Propóngase mejor, en este punto, un estar poeta, como estado de agregación de la materia: pasa de líquido a sólido, de sólido a gaseoso, de gaseoso a poeta: un estado de agregación abstracto; y por ello peligroso para el canon establecido en las sociedades contemporáneas (léase como eufemismo): Jorge es un ente insólito, un socavón en el espacio-tiempo, un absceso en la encía sobre el que ejerce presión la lengua una y otra vez para intentar reconocerlo  —en vano, como es lógico—, para intentar escapar de una rutina sin dolor, sin significado:

          Ahora que estoy aquí solo
          en el borde de este campo
          todo queda detrás,
          todo ha desaparecido.
          Siento un ruido en mi cabeza,
          no es el sonido del silencio,
          es el ruido de la ciudad
          que permanece.

Alfredo comete —si no el error— la indiscreción de situar a Jorge en un contexto determinado; algo que si bien otorga información puntual sobre su proyecto (¿justifica?), quita misterio y casi lo despoja de un ethos atemporal, de un aliento distópico que sostiene por medios propios la anécdota. Aun así, la sagacidad de sus líneas, la ligereza en las imágenes y la sutilidad de sus soluciones nos llevan poco a poco, poema a poema, a un estado de ubicuidad donde Alfredo, Jorge y nosotros —sus lectores— dejamos de pertenecer al caos humano; y finalmente conseguimos, como una hormiga invisible, encontrar sitio entre la sobriedad aplastante del hormiguero: "Quizás sea el único modo de alcanzar la realidad."


Alfredo Pérez Muñoz, El libro perdido de Jorge (Editorial Dos Islas, Miami, 2022).

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