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Crítica

'Fosa común': la llaga en los dedos

'El poeta no es quien escribe. El poeta es quien ve. Pero algunos eligen escribir, poner el dedo en la llaga. Pero no cualquier dedo.'

Manzanillo
Detalle de 'Santo introduciendo un dedo en la llaga de Cristo', de Caravaggio.
Detalle de 'Santo introduciendo un dedo en la llaga de Cristo', de Caravaggio. AFP

Lo del dedo en la llaga parece lugar común. Convenimos. Ahora imaginen que el dedo es de hierro. Agreguemos calor en el dedo. Soplete de propano. Ahora digamos que la llaga es incurable. Eso no impide al dedo incandescente maniobrar sobre la carne podrida. Es más, se detiene a su gusto en el proceso. Al dedo de hierro incandescente solo le interesa el acto de chamuscar, desatar humo. En el proceso surge algo nuevo: lenguaje. Poesía. Fosa común (Ediciones Ávila, Ciego de Ávila, 2018), ópera prima de Onel Pérez (Baire, 1988), es el dedo en la llaga. Pero no es cualquier dedo. Ni cualquier llaga.

El autor enchufa su voz en el poeta, como extensión de un ethos que se hibrida en cierta realidad decadente. No poeta en singular. Pero tampoco arquetipo cualquiera: es poeta que ve y escribe; no escribe todo lo que ve, porque se sabe limitado. La palabra atrae al poeta a su trampa. La palabra es planta carnívora. El poeta es mosca. Atraído ineludiblemente muerde el cebo y cae. Después no tiene más remedio que destruir todo, destruirse a sí mismo. Otros quedan engolosinados con el cebo: peligro de la conveniencia: voluntad de paja. La mosca no, la mosca escupe: "Pero mi centro es/ la contradicción:/ allí trabajo". El poeta mira y ve. Ve y escribe. Pero antes consume proteína: lee bueno y bien. Luego, para digerir mejor, se sienta y alista su telescopio. El poeta, como todo voyeur, prefiere no delatar su posición: todo debe ir al lenguaje.

La Fosa común no canta, quema: "Crecí sin padre/ como un perro que sangra/ por la boca". Pareciere lamento, pero es gruñido; del estertor al brote, del anzuelo a la sartén. Un padre puede ser muchas cosas, incluso símbolo. Aquí es contradicción, una vez más, tanteos hacia el interior. Dios, por supuesto. La fosa bulle de simbolismos de la mística occidental cristiana, sin que llegue a estorbar en la sinapsis: el lenguaje conseguido en este cuaderno no amaña, no juzga: propone sanar con autoconocimiento: "Nadie siente ese dolor/ sino el poeta cuando preguntan/ si existe".

Más tarde puede constatarse lo prevenido en el texto inicial "Lenguaje directo": estamos en presencia de un proceder cívico, que asume un envite próximo a la cultura hip-hop y a una tradición poética ríspida, bastante frecuente y frecuentada; ojerosa, pero con el rigor de ejercer la escritura como un sacerdocio al servicio del lenguaje. Onel descarga su ráfaga en el latón de basura, sus sesos y su bilis; practica una intención casi litúrgica de la metáfora serena, una lucidez confusa reservada solo a quienes la puedan ver: quienes la quieren ver. Disiente al final, no obstante, de todo o casi todo: "Me detengo./ Embarrarse las manos/ no sirve de nada".

La advertida muerte asoma todo el tiempo. No la muerte física, sino total, muerte de la conciencia: "Soy una máquina,/ un cero en la historia". Inevitable pensar en el mito orwelliano, que no es ningún mito: nunca lo fue. No rehúye de la sinécdoque que pudiese culparle, amén de las altas concentraciones de oxígeno en la runa, de una opresión que salta hacia el hombre detrás de la voz: todo poeta es híbrido: ser y neceser: contenido y forma. De esa manera, va colgando los retratos de los muertos que quedan a sus espaldas, que van a la fosa, que permanecen inevitablemente para susurrar al tímpano; para sostener una fe: "En cuestiones de carne/ hay difuntos resistentes/ al experimentar el cambio".

Escribir poesía es una ligera forma de suicidio: acaba con el hombre ordinario, echa a rodar una promesa que el lúcido sabrá ignorar, abandonar en la fosa común donde finalmente los cuerpos se portan libres de anestesia. Cuerpos significantes, subvertidos, sintácticos: arrojados al circuito para lidiar con ellos mismos. Autodestrucción y recomposición, fusión y fisión. No hay espejo, hay cámara de vigilancia: ojo atento que a ratos devuelve la imagen del poeta hurgando en una morgue, un sótano, una cloaca, "mientras los socios del barrio/ chupan la hierba/ para no pensar". Amén de los abusos del término: habemus poesía underground, esencialmente humana. La coincidencia contextual no es más que azar, la causalidad de nacer en espacio y tiempo determinados, porque ciertamente Onel Pérez busca lo que está detrás de la densa capa de la realidad: busca esencias: lo que debe buscar todo poema.

Esa decadencia que ejerce presión durante todo el rato en Fosa común es el sustrato que se dirime, al fin y al cabo: enorme y aterrador. No detenerse en el concepto país. El asunto no es tan angosto. Somos un puñado de hidrógeno y carbono que respira. En punto tal, solo resta capturar lenguaje. He ahí un hallazgo en tentativa: permanecer inmóviles es más cómodo, pero no agrega nada al paisaje. No es delirio. La fosa es la misma para todos. Otros lo han advertido antes. Aquí se hace, pero desde un ángulo diferente, desde una voz sabedora de los límites de la palabra escrita. El poeta no es quien escribe. El poeta es quien ve. Pero algunos eligen escribir, poner el dedo en la llaga. Pero no cualquier dedo. Ni cualquier llaga.


Onel Pérez, Fosa común (Ediciones Ávila, Ciego de Ávila, 2018)

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