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Crítica

(Dársenas)

'Las tijeras, en lugar de podar arriba en busca de una prolijidad convencional y cómoda, cortan dentro para operar directamente sobre la lengua de los versos-matojos.'

Manzanillo
Fotograma de 'Sátántangó' de Béla Tarr.
Fotograma de 'Sátántangó' de Béla Tarr. Filmin

   

                                                                                                                Un concepto es un ladrillo.
                                                                                                                                   Gilles Deleuze

Ojo con lo que la palabra Dársenas puede ofrecer al ojo y no solo al oído. De ello trata también la escritura del cuaderno homónimo de Daniel Duarte de la Vega (Bejucal, 1983). Palabra que arriba como un dhow a costas caribescas; y he aquí otro elemento identitario de su poética: fisión-fusión de significancias, conversión del plomo en oro, sustitución de materia: colocar lenguaje donde antes salitre.

Con textos a intervalos alternos entre la prosa (vegetación horizontal) y los versos fragmentados (lluvia vertical), el cuaderno parte desde una referencialidad rugosa no solo de otros autores (los) y poéticas, sino colocando sus signos en las médulas de cada poema; y desde allí hacia la arquitectura de los signos humanos: "el fiasco su preciso detalle que un exceso de pound de cummings nos delate ofrecer de repente ante la transparencia y desaparecer".

En los textos en prosa, sin excesos de signos de puntuación que limiten el flow of though (flujo de rap de un kind of ghetto-otro), Dársenas va asiendo (y haciendo) los vericuetos y giros (incluso) gramaticales; digamos, acaso, golpe de muñeca: jabs como partículas instalándose en el rostro del lector. Así que las tijeras, en lugar de podar arriba en busca de una prolijidad convencional y cómoda, cortan dentro para operar directamente sobre la lengua de los versos-matojos: ramas que murieron de antemano, raíces que nada agregan: cortes limpios, taxidermia inversa de la metáfora, del símbolo: "removerán el pasto haciendo de su imagen nacimiento solo para que bruma insinúe apetencia o de repente expire".

Y luego suele aplomarse hacia lo vertical en contraste con el oleaje nervudo de los anteriores, entrecortando el pensamiento con periodos lingüísticos fríamente calculados (of course: dársena: la fábrica, el taller: la producción sináptica como un pie peludo sobre las cenizas de las cenizas de las cenizas). A ratos aparece el cocodrilo, como una suerte de alambique desplegado por alter-ego que liquida de antemano a cualquier sujeto (lírico o no) que asomare la cresta. Es ahí donde escuece el asunto y el lagarto desata su escritura, sus añadidos: ayahuasca luminosa, las teclas de Thelonius Monk: "ardua fuera/ la liebre/ a boca/ de reptil/ y tolerancia/ bajo otra/ identidad/ (ardua y muda/ ¿recuerdas?)".

Apenas al arañar los recursos que se han empleado para pixelar su talla, uno se acostumbra a la secuencia aparentemente difuminada, extrañeza que acerca su ethos a un film silente de los Lumière o a un plano de Béla Tarr discurriendo lentamente por una pared descascarada con diálogo de fondo, apenas voces, casi silencio. El autor bosqueja las composiciones dando luz aquí, quitando allá, dejando lo irrelevante en las sombras cual cabezudo trabajo de fotografía. Así que el símbolo existe en totalidad, pero solo muestra una parte, no por timidez, sino por prudencia: las líneas que separan el humus del excremento son delgadas e irresistibles para el paladar, Duarte de la Vega lo sabe y lo maneja con destreza de alfarero o de babalawo: "piedra no necesita sino brillo de larvas síntesis de la etnia más bien ni está buscando confesiones ifá".

En Dársenas no hay mito. El mito es superado por el paisaje. Los pigmentos obran con la quilla enfilada hacia el lenguaje, sin película. De ahí que la jerarquía pertenezca a lo absurdo y no a lo voluptuoso. No hay necesidad de imaginar más de la cuenta. Luego, el goteo no viene por lira, sino por ósmosis. Habría que pensar en una calabaza con despegue vertical. Así es como pacta el poeta con su tesis. Pero ojo: el pacto no es definitivo. La condición de irrevocable es carcoma para el arte.

Olvidemos pues el concepto, los conceptos. La poesía no los necesita. Una dársena es todo. O nada. Es lo que el ojo percibe y lo que no. Un poema también es un ladrillo. Wittgenstein escribió: "El sentido del mundo tiene que residir fuera de él y, por añadidura, fuera del lenguaje significativo". Daniel Duarte coloca lo que no existe sobre lo que tampoco existe: brotes menudos en una charca tropical. No lengua: lenguaje.

Dársenas puede ser muchas cosas: un cactus, un dios antiguo, un arma de destrucción masiva, ¿un país? La metáfora dentro de la metáfora y viceversa. Hay ganancia aquí. Sobre todo por su extravagancia no aritmética, no fingida. Por lo inaudito, acaso: "tejer/ bajo la tela/ una espiral/ francesa/ darle a la tela/ tiempo/ para que/ se despliegue/  (para que/ la espiral/ engendre/ más que nada/ su música)".


Daniel Duarte de la Vega, Dársenas (Editorial Casa Vacía, Richmond, 2021).

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