Ser madre es una segunda vida, me decía. El oficio de madre está poco valorado ahora mismo. Somos nosotras las que mantenemos esa tradición ya desconocida por muchos.
Hablábamos por teléfono dos veces al mes, yo le contaba de la prodigiosa altura de aquella ciudad y sus pasadizos por los que transitaban millones de mexicanos. Mi madre suspiraba, se remitía a sus dolores de huesos, recordándome que ella era superior a cualquier dolor. Su voz se suavizaba todavía más, alcanzaba la calidad de una música inexplicable para mí.
Al colgar me sentía como un inútil que inventa a su madre. Se superponen capas de primeros, segundos, infinitos auxilios. Si lo recuerdas todos, comprendes que has nacido para ser liberado, así que escribes sobre lo que ella mejora.
De regreso a nuestra casa de siempre, nos poníamos a hablar de su marido muerto por fusilamiento. Me decía que mi padre era un tipo elegante, le gustaba beber y jugar a los gallos. ¿Quién ahora mismo puede entender en qué consiste ese juego?
Trato de no apiadarme de ella, me manejo bien con su ausencia, en cualquier esquina de la casa aparece para sonreír, nunca me recrimina, tiene un conjunto muy amplio de sonrisas. Se sonríe al anunciar que mi padre era un gran singador.
Los domingos almorzábamos temprano, él se ponía una guayabera blanca, se iba a los gallos. Diez minutos después lo tenía nuevamente en casa, yo lo esperaba, nos íbamos a la cama.
Efraín Rodríguez Santana nació en Santiago de Cuba, en 1953. Poeta y novelista, sus dos últimas novelas publicadas son La cinta métrica (Espuela de Plata, Sevilla, 2011) y Mi último viaje en Lada (Espuela de Plata, Sevilla, 2021). Este relato pertenece a un libro en preparación.