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Narrativa

La mujer simulada

'Sobrevivo en un cubículo subterráneo. Espero por la visita. Será una delegación de matarifes.'

Madrid
Mano con arma blanca.
Mano con arma blanca. istock

 

Nada me ofende más que lo imposible. Me miro y no me reconozco. Mi muerte no se registrará. Me veo a mí misma como alguien dotada de silencio. Poco o nada me sucederá de ahora en adelante. Estoy muerta. Tengo tiempo para organizar lo que me ha pasado. Aquella mujer excesivamente hábil se puso frente a mí, utilizó la chaveta. Un manejo limpio y una rapidez asombrosa. Supe que no me quedaba tiempo. Una curva que se extiende hacia la derecha y otra que raja en sentido contrario. La cabeza pende de un hilo. Se inclina en un sentido y otro, cortado el cuello por una chaveta. Todo un símbolo. No es más que lo que nos caracteriza. A ella y a mí. Dos sombras animadas por el odio. Estoy muerta. Nada soy ya. Ella, sin embargo, retorna al esplendor de sus brazos, fuertes muñecas, manos y dedos refulgentes. Por un instante, Emilia y yo nos pusimos a calibrar el empuje de nuestros físicos. Cuando funciona todo tu cuerpo, se produce la felicidad. Es por eso que compraron la naturaleza de nuestros movimientos. Emilia y yo llegamos a intuirnos por la piel. Ella como mentora, yo como alumna pródiga. Finalmente me ha dado la última calificación. Tuvo que matarme. Me entregó todo lo que sabía. En aquel entonces y hasta hace muy poco gocé del privilegio de la cercanía de nuestro jefe común. El dueño de los cordeles con los que nos movíamos en un escenario de sueño. Sacrificaba unas horas en contemplarme. Cuando yo hablaba, me iba mirando por pedazos, estiraba las cejas cuando mencionaba alguna palabra altisonante.  Estoy en el preámbulo, aislada, repasando el testamento. Sobrevivo en un cubículo subterráneo. Espero por la visita. Será una delegación de matarifes. Emilia me visitará, no me explicaría que ella no asistiera a este último festín: mi muerte. En este cubículo nos multiplicaremos por tres. El espacio para desplazarnos es muy reducido. Me conozco todas las técnicas posibles de contraataque. Conseguirán su objetivo. Penderá mi cabeza de un hilo. Trato de poner esta cabeza, todavía viva, en orden. ¿Cómo se ubicarán, como se moverán, cómo saltarán sobre mí los técnicos? Emilia entrará la última, compartiremos este reducido espacio protagónico. Una frente a otra. Como si nos pudiéramos morder. Pero no, las cosas serán más mortíferas. Tendré que disparar con gran precisión. Ella frente a mí. Sus ojos como un epílogo. Saltará la chaveta. La chaveta dibujando sobre mi cuello el fin de una estadía secreta. La economía de mis pasos ya ha quedado registrada en las grabaciones de este cubículo de pocos sonidos. Escucho el andar familiar de las coronelas. Unas revisoras carroñeras, nada queda fuera de sus olfatos. Avanzan lentamente. Sus llaves como sonajeros. La respiración gruesa de mujeres adiestradas por la monotonía. Pasan junto a mi cuerpo. No son ajenas de que aquí estoy en espera de algo definitivo. Se alejan mientras las luces se encienden y se apagan. Ya he leído lo suficiente. Es mi pasión más oculta. Leo no para aprender, sino para irme de este mundo con una sonrisa. Llegar a él, entrar a sus estancias, con un libro en la mano es una extravagancia que descalificaría a una especialista como yo. Así que escondo esas joyas en la mochila y salgo con mi disfraz a la vida de otra mujer simulada.

 


Efraín Rodríguez Santana nació en Santiago de Cuba, en 1953. Poeta y novelista, sus dos últimas novelas publicadas son La cinta métrica (Espuela de Plata, Sevilla, 2011) y  Mi último viaje en Lada (Espuela de Plata, Sevilla, 2021). Este relato pertenece a un libro en preparación.

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