La Terminal de Ómnibus de La Habana era un corral inmundo. De los baños ubicados en el sótano se desprendía un hedor que circulaba por los espacios del piso central, congestionado de personas que no iban a ninguna parte.
Eran las diez de la mañana, en el edificio no había luz eléctrica. Barullo de bocas que se abrían y cerraban mecánicamente, repitiendo lo mismo del día anterior, de la semana, del mes, de los años pasados. El vaho de bocas sucias profiriendo su inmenso disgusto por lo que faltaba, bocas que se burlaban de sí mismas, dientes y caries expresando nada.
Mejor reírse a morir en el mar, pero el mar parecía estar limpio de pecados, aseguraban algunas bocas. En la única cafetería abierta la gente bebía una sustancia azucarada, llamada "líquido de freno", masticaba un pan mohoso con pasta podrida. Para llegar a ese preciado botín había que hacer una cola que se enroscaba en la sala principal.
Bocanera se reunía en aquel lugar para huir de los micrófonos. Le tocaba a él confiar en algo más concreto que la justicia. Encontrar la manta que se llevó Willie Quintana. Que apareciera algún familiar que diera testimonio de la terrenalidad del difunto. Recordaba que en algún momento le habían hablado de esos tipos sin vínculos familiares. Eran muy cotizados, se escogían para ser entrenados en las operaciones más sucias y riesgosas.
[…]
Con un ecobio de la policía, llamado también ambia, se fue al mismo tiro de laguer, bebieron un ron Bocoy que hinchaba las tripas. Quería anestesiarse rápidamente. Dar rienda suelta a un ingenio pactado con los contertulios del lugar, que sabían que Cabeza de Vaca y su socio eran policías. Hablarían en futuro, nunca en presente y mucho menos en pasado. Se sentaron en una mesita aparte en la estrecha y sucia sala. Cabeza de Vaca rió con todo el estruendo que le permitía su voluminoso cuerpo. El diente bailarín se movió compulsivamente de un extremo a otro de la dentadura. El socio acompañante decía lo suyo, pero en un registro más bajo. Cabeza de Vaca habló de su nuevo jefe, un tipo enclenque, pero astuto, alguien que te escucha sin reserva.
Bajaron por 54 hasta19, continuaron por la avenida, torció en 46, su socio siguió hacia 30. Cabeza de Vaca trataba de estirarse, llegar a una estabilidad que su abultada barriga impedía. Estaba borracho. Pasó por el parque japonés, atravesó 15,13, 11, hasta 9na., dobló a la derecha, serían las dos o tres de la madrugada. Unos metros más allá se encontraba su edificio, tendría que lidiar con la estrecha escalera, su panza se estrujaría al subir, sobre todo en ese último tramo de escalones empinados, pondría cuidado para no caerse y partirse un hueso.
De la oscuridad salieron dos sombras, lo golpearon por la espalda, la barriga de Cabeza de Vaca fue lo primero que chocó contra la acera, después rebotó la cabeza, rugió de dolor, levantó los brazos, nadó en el aire, trató de levantarse, saber de dónde venían los golpes. Las sombras se dividieron, le patearon el abdomen, primero uno, después el otro, por debajo de las costillas, los huevos, las nalgas, las caderas, el bajo vientre. Cabeza de Vaca enmudeció, un golpe de sangre le subió a la cabeza, sintió cómo algo oscuro le nublaba la vista, no podía escuchar bien, se arrodilló, jadeaba, lo golpearon mejor, en la frente, los ojos, el tabique se partió. Pegaba uno, después el otro, no lo pudo resistir, se volvió a desplomar boca arriba, vestía de civil, pero lo acompañaba su Makarov, trató de llegar a la pistola, los agresores le partieron los dedos de la mano derecha, no pudo más, chapoteó sobre la acera. Los vecinos del edificio se asomaron a las ventanas, vieron al gordo ensangrentado, a dos tipos que golpeaban fuerte. Cabeza de Vaca vomitó el alcohol no digerido, bilis y sangre.
—Déjalo ya, nagüe, dijo uno de los atacantes.
Desaparecieron por la esquina de 9na. y 44.
[…]
El puente de hierro es una especie de gruesa rejilla de acero que gira desde una base central para dejar entrar o salir los pocos yates y barcos de pescas que navegan por el río Almendares. Un tufo a podrido emana de sus aguas. Es una vía que comunica a miles de ciclistas entre Miramar y el Vedado. Las bicicletas chinas resbalan sobre aquel pavimento enrejado. Te aferras fuertemente al manubrio y vas controlando el paso del artefacto asiático, convertido en tu único medio de transporte. Ruedas por calles que nunca llegas a apreciar placenteramente. Por el día la luz es tan intensa que tienes que entrecerrar los ojos. Por la noche los apagones son tan absolutos que sólo sientes el temblor de unas ruedas muy finas al pedalear, abres cuanto puedes los ojos, tratas de no chocar con los ciclistas que vienen en sentido contrario, los que están a tu lado, los que van delante o detrás de ti. Pedaleas a tientas, no puedes ver las estrellas, no es noche de luna llena. Llegarás a tu casa, comerás, beberás, dormirás a ciegas.
Efraín Rodríguez Santana nació en Santiago de Cuba, en 1953. Poeta y novelista, sus dos últimas novelas publicadas son La cinta métrica (Espuela de Plata, Sevilla, 2011) y la recién aparecida Mi último viaje en Lada (Espuela de Plata, Sevilla, 2021), a la cual pertenecen estos fragmentos.