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Crítica

Sobre una acrisolada perfección

'Cuando él todavía andaba por la veintena, supe, como si se tratara de una revelación, que estaba en presencia de un gran poeta, pese a que entonces su obra permanecía aún inédita.'

Madrid
Raíces y árboles.
Raíces y árboles. 123RF

Desde que conocí a Manuel Santayana, hace más de 40 años, recién llegado yo a EEUU y cuando él todavía andaba por la veintena, supe, como si se tratara de una revelación, que estaba en presencia de un gran poeta, pese a que entonces su obra permanecía aún inédita. Me bastaron unos pocos poemas suyos —leídos en la intimidad de un cenáculo, como tantas veces ha ocurrido en la historia— para darme cuenta de la sensibilidad, madurez y capacidad expresiva de un escritor que ha llegado a dominar los arcanos de su lengua. Esto era un hallazgo notable, en medio de otros tantos escritores que empezaban a balbucear sus textos sin el apoyo de la inspiración, el talento y la cultura que él —con modestia, ciertamente— mostraba.

En todo este tiempo transcurrido desde entonces, y pese a que su obra como autor (la de traductor de poesía es tal vez más vasta y reconocida) ha sido breve y poco difundida, mi admiración no ha encontrado más que motivos de acrecentamiento. Haciendo bueno el dictum de Lezama que "el verso ha de caer del ojo como una gota de resina", la poesía de Santayana bien puede definirse como estricta, en la que se escribe lo indispensable, aunque a veces incurra en parcas exposiciones cercanas a la narración. Rige en toda ella un imperativo de belleza, de trabajo logrado, que conmueve y deslumbra y que ha sido constante en todos sus libros y en sus admirables traducciones. Cuantas veces le he dicho que me habría hecho muy feliz el haber sido el autor de algunos de sus poemas.

Hace aproximadamente año y medio, en el verano de 2021 y en medio de la pandemia que asoló al mundo y nos convirtió a todos en reclusos, la Universidad Autónoma de Querétaro publicaba el más reciente cuaderno de poemas de Manuel Santayana, que anuncia desde el título una labor acrisolada: Lo que ha dejado el fuego alude, desde luego, a lo que se ha salvado de una minuciosa e implacable depuración —en las antípodas de ciertos grafómanos que creen que hasta sus excrecencias corporales merecen perpetuarse como poemas—. Este libro es un dechado de hermoso bien decir y bien pensar, de una melancólica reflexión sobre la vida que inexorablemente nos abandona o nos es arrebatada por el tiempo, de la entrañable memoria de una infancia —distante y próxima a la vez— que reconstruye caracteres y ambientes, como en "Don Pedro Juárez, 1954" en que el poeta convoca a un personaje fundamental: "solo esto permanece,/ este opaco jirón de tiempo en blanco y gris,/ del solterón anciano de palabra ceñida,/ maestro de paciencia y púdica ternura,/ que te enseñó a leer".

En otro momento —otro poema— medita el autor, desde un exilio en que alguna vez cifrara su anhelo de libertad y de realización, pero con una profunda conciencia de desarraigo. En una de las estrofas del poema "Hombre-Isla" dice:

En tierra nunca firme,
en ese inquieto limbo cotidiano
que es el destierro, existo,
rodeado de fantasmas y despojos
de lo que un día fuera la esperanza.

A veces, el poema describe una experiencia singularmente emotiva, como es "La tumba de Luis Cernuda", que él visita en un viaje a México en 2002, en el centenario del poeta sevillano. Cernuda es un autor seminal en la obra de Santayana, a cuyo túmulo llega gracias a las indicaciones que le da Paloma Altolaguirre, (la hija de Manuel Altolaguirre y Concha Méndez, en cuya casa Cernuda vivió la última década de su vida y donde falleció en 1963). En el poema, el más largo del libro, narra él, morosamente, en verso libre, pero sin faltar jamás al ritmo que este exige, todos los pasos que lo llevan hasta un sepulcro más bien olvidado, al cual acude con un ramo de flores. Allí, en la silenciosa meditación que es también plegaria irrumpe el trino de un ave, como si se sumara al homenaje:

Cuando iba a comenzar, en el silencio
que ahondaba la quietud perfecta de los árboles,
rompió a cantar un pájaro escondido
entre las ramas altas, como si también él
orase con su voz tan fuerte y pura.

Pero Santayana muestra también un gran dominio de los metros clásicos, como son las estrofas sáficas de "A la memoria", bellísimo texto con que abre este libro y en el que ya se anuncia la reflexión nostálgica y, en gran medida, pesimista que ha de permearlo todo, en que la memoria se presenta como una fantasmagoría, o un miraje, que se empeña constantemente en reconstruir el pasado, el tiempo que ya no nos pertenece, que se ha fugado y resulta inapresable:

(…)
semblantes, voces que se borran, ecos,
evocaciones como vistas fijas
que iluminan el ciego laberinto
             del sueño breve

o en la vigilia brotan de un objeto;
rostros borrados, ruinas de palabras,
gestos que reconstruyes y falseas
             con sed inútil.

Estos fantasmas que a la luz convocas
fueron la vida, pulso de un instante,
sangre de preciosísimos minutos
           que ya son nada.

O el soneto "Raíz oscura", de deslumbrante perfección, que querría compartir enteramente con los lectores de esta página:               

                        Raíz oscura

                                                         …el viejo debe
                  pasar de largo junto a la tentación tardía.

                                                           Luis Cernuda

Como dedos que palpan una fruta madura
bajo un cielo de agosto de esplendores hirientes
tras el cóncavo muro de un par de gruesos lentes
unos ojos marchitos contemplan la hermosura.

Lucen su eterno encanto la faz y la figura
en otras juventudes y en rostros diferentes:
es un nuevo desfile de esculturas vivientes
que hace el mundo habitable, aunque ya no tortura.

A esa mano senecta que no se extiende al fruto
la detiene quién sabe que avidez de absoluto
que recela en la forma el accidente vano,

aunque la piel, callada como ayer, solicite
el goce, el frágil goce que nunca se repite
y es la raíz oscura del padecer humano.

Finalmente, un aporte enriquecedor de este poemario son las traducciones que Santayana glosa al final bajo el subtítulo de "Versiones". Cinco poemas de cinco grandes poetas (Joan Maragall, Charles Tomlison, Czeslaw Milosz, Alessandro Parronchi y W.H. Auden) que constituyen un magnífico epílogo para el libro.

Gracias debemos dar a Manuel Santayana por hacernos este regalo que enaltece nuestro espíritu y la dignidad de la literatura, al tiempo de desear que logre superar la crisis de salud que en este momento amenaza su vida y pueda brindarnos otros muchos poemas en un futuro laborioso y fructífero.


Manuel Santayana, Lo que ha dejado el fuego (Universidad Autónoma de Querétaro, México, 2021)

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1 comentario

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Excelente texto de Echerri que me provoca buscar ahora mismo la obra de Santayana y conocerla. Gracias por ello, y gracias por invitarme también a repasar la obra de Cernuda.
Pero eso no bastaría sin repasar también la obra de Echerri, un orgullo para su Trinidad natal.