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Narrativa

La mujer barbuda

'Ya no había público, de manera que hubo por supuesto que recurrir a las ovaciones alevosamente grabadas en las cintas de un antiquísimo magnetófono soviético': un cuento del recién aparecido 'Cómo conocí al sembrador de árboles'.

Palma de Mallorca
Calavera barbuda.
Calavera barbuda. Retropink

Un día comprendió algo evidente: que todo llega en esta vida. Algún filósofo habrá desarrollado idea semejante con palabras profundas que significan lo mismo. A pesar de supersticiones, horóscopos, barajas, golpes de dados, pronósticos, caracoles y ofrendas, hubo un día en que la Mujer Barbuda (se comentaba que en realidad era un Hombre Barbudo) alcanzó las alturas del pensamiento y se dio cuenta de que todo llega en esta vida, y entre esas cosas más o menos definitivas, la hora de morir. Había pasado la vida de ciudad en ciudad, de feria en feria, como una rareza, como una reliquia, como un monstruo, como algo supremo, como algo irrepetible, como un milagro. Al final, sin embargo, se percató de que no era tan diferente como los demás creían: era una mujer (o un hombre) con barba, sí, ¿y qué?, también ella era mortal e intuyó que había llegado el momento de morir. En los últimos años tampoco sirvieron para mucho su gordura ni su barba contraproducente; tampoco fueron útiles los vestidos de tafetán verde olivo con cintas de terciopelo, que tan ridículas la hacían lucir (lucir ridícula era el modo que ella —o él— tenía de ser un mito). Entre acontecimientos adversos, circos virtuales y guerras reales en todo el mundo (guerras falsas o guerras que en ocasiones provocaba ella misma), ya el circo (su circo) carecía de predicamento. Poco a poco se fueron apagando los brillos ostentosos de sus apariciones entre banderas, aplausos, bufones, redobles, fanfarrias, himnos. Ya no había público, de manera que hubo por supuesto que recurrir a las ovaciones alevosamente grabadas en las cintas de un antiquísimo magnetófono soviético (¿de la era de Stalin?). La Mujer Barbuda creyó aprender algo tan simple como que la vida es un paréntesis absurdo entre la nada y la nada, que todo pasa en la vida y que es dificilísimo mantener un personaje desde el nacimiento hasta la tumba sobre el podio de un mismo éxito. Conoció algo que, de tan simple, era arduo de entender: eso que llaman los "altibajos" de la existencia. (La palabra "existencia" tenía un toque decisivo que a ella —a él— la asustaba). Incluso creyó tener la certeza de que al final no valieron la pena aquellas hormonas que la llevaron al triunfo y alejaron a los hombres (en sentido real y figurado) y atrajeron a las mujeres. Sus amores (escasos) fueron engendros, como ella o como él. ¿Quién podía sentirse atraído por una mujer con barba? O peor: ¿Quién podía sentirse atraído por un hombre que parecía una mujer con barba? Y, sobre todo, en un circo de mala muerte. ¿Quién si no un desacierto de la naturaleza podía amar a otro desacierto de la naturaleza? La Mujer Barbuda no solo supo que iba a morir, constató asimismo que lo necesitaba. Y llamó a los payasos, a los trovadores (también payasos), a los funambulistas, a los acróbatas, a las rumberas, a los magos, a las modelos desaparecidas de los magos, a los comedores de candela (ya sin candela), a los cocineros que nada cocinaban, a los domadores de leones, incluso a los pocos leones famélicos que aún sobrevivían. Y se despidió sin lágrimas, con el discurso más breve de su vida, como corresponde a una mujer (que podía ser un hombre) con el sagrado atributo de una barba. Habló de todo lo grande que habían vivido juntos —en un intento de ocultar lo pequeño. Dijo, repitió, lo de siempre: que estaba por llegar la absolución de la historia, que la historia los pondría en su lugar (nunca nadie supo qué había querido decir con eso). Se desplomó días más tarde, en una calle de La Habana. Enfermeros vietnamitas y médicos azerbaiyanos intentaron reanimarla sin éxito. Ningún periódico publicó la esquela. Una cubana que podía ser cubano, con más de noventa años, gorda y con barba, había dejado de ser noticia en un mundo que giraba con frenesí.


Abilio Estévez nació en La Habana en 1954. Sus últimos libros publicados son las novelas El año del calipso (Tusquets, Barcelona, 2012) y Archipiélagos (Tusquets, Barcelona, 2015), y los volúmenes de ensayos Testimonios de la orgía (Sloper, Palma de Mallorca, 2020) y La imagen en el espejo (Algunas confidencias) (Ediciones Furtivas, Miami, 2022). Este cuento pertenece al recién aparecido Cómo conocí al sembrador de árboles (Tusquets, Barcelona, 2022).

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