Señor, los vimos aparecer como si fueran dioses. Irrumpieron al amanecer y descendieron por las colinas con la aureola del sol a sus espaldas. Los himnos sacudían las banderas y juraron que venían a salvarnos. "Vamos hacia un ideal", cantaban con las barbas orgullosas, las ropas sucias, maltrechas, sobre caballos blancos, sin ensillar. A la esperanza nos aferramos. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Recibimos la orden de unirnos a la tropa camino de la perfección y allá fuimos sin pensar. Se nos prometió la gloria. El reino de los cielos sería por fin el reino de este mundo y el principio del otro. Creímos que, después de tantos fracasos, "la tierra sería un paraíso". Y así fue como permitimos que las huestes invadieran nuestras heredades, nuestras casas, nuestras costumbres y — lo peor— también los recuerdos. Destrozaron puertas y ventanas e hicieron saltar los techos. El despojo, explicaron, tenía el valor de la renovación, dijeron que era el único camino de la generosidad. Para alcanzar el mundo nuevo, con su hombre nuevo y su paisaje nuevo, es preciso que no quede piedra sobre piedra. Este es el faro del mundo y solo brilla en la más rigurosa oscuridad. Eso advirtieron: eso entendimos. Y sucedió, señor, que se divirtieron con nuestra inocencia y nuestra esperanza. Cada mañana fue transformada en mañana para el hambre. ¿A quién le importa entonces que una madre se levante la tapa de los sesos? ¿A quién que se ahoguen los jóvenes o se pierdan en las selvas de Tikal? ¿Quién se interesa, quién llora por la muerte de Adonais mientras se obliga a buscar, entre montañas de escombros, la foto antigua de la casa vieja, el libro roto, el mendrugo de pan? De modo que poco a poco, aprendimos a cerrar los ojos y bajar la cabeza. Y borramos la palabra "No", y cuando quisimos negarnos sacudimos la cabeza en señal de asentimiento y ya era tarde. Sin refugio, sin cosecha, no fuimos capaces de hacer preguntas. Comprobamos qué significa una guerra sin guerra; en qué consiste la antigua táctica de la "tierra arrasada". Al final —ahora lo sabemos— grande o pequeño, cada detalle estaba irreprochablemente calculado. Recibimos como dioses al pequeño Atila que devastó nuestra pequeña comarca. Ahí está la prueba, señor. Solo hace falta que se asome al campo y lo compruebe. No hay días. No hay noches. No hay estrellas. Nadie sueña. Cada árbol está calcinado. Ni la hierba crece.
Abilio Estévez nació en La Habana en 1954. Sus últimos libros publicados son las novelas El año del calipso (Tusquets, Barcelona, 2012) y Archipiélagos (Tusquets, Barcelona, 2015), y el volumen de ensayos Tan delicioso peligro. (Consideraciones sobre literatura y tiempos difíciles) (Folium, San Juan, Puerto Rico, 2016).