Para Audrey Aubou
1
Los escritores cubanos tenemos un destino singular. Después de que los periodistas agotan todas las posibles preguntas sobre política cubana, y sobre el futuro de la política cubana, surge siempre la pregunta ¿por qué escribes? Si sobre la política y su futuro no sé qué decir, a propósito de esta última exigencia me quedo con una incómoda sensación de perplejidad. Que se note, además, mi vacilación o mi ignorancia suele provocarme un añadido de sincera vergüenza: la de no saber cómo salir del paso con la suficiente inteligencia, o cuando menos con el ingenio adecuado.
Cualquier respuesta a esta pregunta parece un tópico, casi una necedad. En casos así, suelo repetir: Ah, es como si me preguntaras por qué respiro, con un tono lo suficientemente irónico como para que mi interlocutor se percate de que bromeo y no bromeo, de que digo una verdad que a mí mismo me resulta grandilocuente; y a sabiendas, por otra parte, de que si no respiras, te mueres, mientras que existe un número extraordinario de personas (en rigor la gran mayoría) que no escribe y no por eso deja de vivir.
Es famoso el diálogo entre André Gide y Paul Valéry, cuando el primero exclamó con énfasis: "Me mataría si me impidieran escribir", y Valéry respondió con rapidez: "Me mataría si me obligaran". Entre el posible suicidio de Gide y el otro posible suicidio de Valéry, tal vez existan numerosos matices, acaso mucho menos drásticos y agresivos.
Más conciliador, menos declamatorio, como un ladrón entre dos Cristos, declaro aquí, ante ustedes, que no me suicidaría ni por lo uno ni por lo otro. Sin embargo, es obvio que por algo escribo. Las palabras que siguen intentarán responder a la extrañísima, torcida y provocadora pregunta de por qué lo hago.
2
Hace poco vi un documental en National Geographic Channel sobre una playa en Nueva Zelanda. Como comprenderán, puesto que el National Geographic Channel se había tomado el trabajo de filmar un documental, estoy hablando de una playa increíble, salvajemente hermosa, paraíso de surferos y de no surferos. Alguna vez sentí esa emoción. De modo que era un entusiasmo conocido y extraordinariamente lejano, acendrado en mí. Por un instante reviví un recuerdo y una nostalgia que luego se convirtió en recurrente, una nostalgia que vive en mí desde hace cincuenta años, por lo menos.
En aquellos tiempos de mi niñez, por supuesto, no tenía que ver con el lado televisivo de la National Geographic. Cuando yo era niño no tenía televisión (que, aclaro, ya existía), por otro, National Geographic Channel no apareció hasta 1996. En aquellos años, yo consultaba la revista que me parecía, y aún me parece, maravillosa. Un vecino al que llamábamos Padrino, un madrileño que era dueño de las casas donde vivíamos en torno a un patio marianense, por detrás del Instituto de Segunda Enseñanza, tenía una colección casi completa de National Geographic Magazine, además de otra colección, más completa aún, de Selecciones del Reader’s Digest.
En uno de aquellos números, se hacía un recorrido por la costa del estado norteamericano de Oregón, y se hablaba de una ciudad llamada Florence, que pacíficamente miraba al Pacífico. Fue, hasta donde sé, la primera vez que sentí aquella imperiosa necesidad de estar en otro sitio, e incluso algo más violento, la necesidad de haber nacido en otro sitio. Una ciudad pequeña, de la que nunca había oído hablar, costera, con hermosísimos acantilados, con casitas de madera (lo que luego supuse podría llamarse "cottage", dos plantas, techo a dos aguas (útiles para la nieve), jardincitos, chimeneas y ventanas acristaladas… Muy próximo a la ciudad, se decía en la revista, había un parque nacional, con sequoias, ciervos, alces y pájaros extraños.
Fue la primera ocasión en la que pensé en el raro destino de nacer en un lugar y no en otro. Por supuesto, no lo pensé así, como lo expreso ahora, con el sustantivo destino que supongo no entendía entonces, puesto que ni ahora mismo, a punto de cumplir sesenta años, lo acabo de entender muy bien. ¿Por qué entre tantos rincones, parajes, ciudades, países había tenido yo que nacer en La Habana? ¿Por qué tantos millones de personas que habían nacido en lugares con cuatro estaciones, con nieve y ríos, grandes ríos en cuyas orillas crecía el huckleberry, mientras mi familia y yo habíamos sido destinados a La Habana?
Entre las anécdotas que mi madre suele contar sobre mis locuras infantiles, se halla la de mi pregunta: ¿por qué somos cubanos? Ella, siempre tan paciente, respondía: "Porque nacimos en Cuba". Yo continuaba en la brecha: ¿Y por qué nacimos en Cuba? Porque aquí vivimos. ¿Y por qué aquí vivimos? Porque tus bisabuelos, que eran españoles, vinieron en busca de mejor vida. ¿Qué quiere decir mejor vida? Ella, por supuesto, siempre tan paciente, perdía la paciencia y yo dejaba de preguntar, lo que no quiere decir que no tuviera aún muchas preguntas pendientes.
3
Mi abuela paterna, a la que llamaban la Niña Ibáñez, tenía un álbum confeccionado con las postales que publicaban los cigarros Susini. Era una edición de 1925. Conservé ese álbum hasta mi salida de Cuba. En él, había páginas dedicadas a todos los países reconocidos entonces. Me fascinaban aquellas fotografías envejecidas, color sepia, donde se veían los paisajes más exóticos, aunque debo aclarar que para aquel niño que yo era entonces, hasta una foto de Santiago de Cuba podía constituir lo "más exótico".
No terminaba de pasar sus páginas. Me detenía en países cuyos nombres me resultaban evocadores, Besarabia, Mesopotamia, Siam, Abisinia…, me sobrecogía la bandera roja con la svástica del Tercer Reich, me fascinaban los palacios venecianos… Por esos años, me compraron un atlas y se inauguró en mi mente, es decir en mi mundo, la literatura de viajes.
Luego, con el tiempo, ese malestar con Cuba, ese no querer haber nacido en Cuba, encontró su "definición mejor", su justificación (vamos a decir) histórica, su razón política, pero entonces, cuando tenía seis, siete años, por supuesto yo nada sabía de revoluciones, ni de las pesadillas de las revoluciones, de la historia, esas pesadillas de las que inútilmente se quisiera despertar. Hubiera preferido haber nacido en un país de grandes ríos y valles, de montañas nevadas, por nada, por gusto, acaso por una especie de primitivo esnobismo, o tal vez por una rara premonición, porque, como dice Alfonso Reyes, "cuando la piedra de la onda viene en camino, algo, que es mineral en nuestra carne, la presiente por imantación".
4
Mis incursiones al palacio blanco tenían sin duda que ver con esta casaliana añoranza por estar siempre en otro lugar.
No era ni mucho menos un palacio (en 2008, cuando regresé a La Habana, anduve toda una tarde por el barrio de mi infancia y, entre otras muchas cosas, me sorprendió la modestia —por no decir vulgaridad— del palacio blanco), no era un palacio, digo, sino una casa grande, rodeada de un jardín con muchas matas de aguacate y mango, que había a cinco o seis calles de mi casa, subiendo por la calle 100, que también se llamaba como el santo patrono de Marianao, San Francisco Javier.
Claro que no era un palacio, pero sí era blanca, enjalbegada, de dos plantas, de un estilo ecléctico, afrancesado, con balcones y ventanales acristalados. Allí vivían dos ancianas, muy ancianas, con un criado haitiano casi tan anciano como ellas. Una de las mujeres iba en silla de rueda, le faltaba un brazo y era francesa. La otra, alta, rubia, esbelta a pesar de que debía tener más de ochenta años, era belga.
En rigor, no sé qué de cierto tenía el que fueran francesa, belga y haitiano. Era, en cualquier caso, lo que se decía. Y sólo ahora lo pongo en duda. En aquellos años, estaba convencido (y esto es lo que importa) de que en el palacio blanco vivían una francesa, una belga y un criado haitiano. Según se contaba, los tres habían venido luego de la Primera Guerra Mundial, en busca de calma (hay que reconocer que cualquiera toma decisiones equivocadas), y de un lugar donde las dos mujeres pudieran dedicarse a la ilustración botánica.
Muchas tardes, dos o tres muchachos corríamos hasta el palacio blanco y saltábamos la verja. Daba mucho gusto andar por el jardín descuidado donde, además de los árboles, había todo tipo de flores, de helechos y de hibiscus gigantescos. En una pequeña pérgola medio destruida, encontrábamos restos de pinturas. Alguna que otra vez, teníamos ocasión de ver a las mujeres a través de los ventanales, casi siempre inclinadas sobre una mesa, hojeando grandes libros, sin mirarse, sin hablarse. Puedo asegurar, sin embargo, que más que las dos ancianas, me llamaba la atención un tramo de escalera de madera, con alfombra roja, o aproximadamente roja, que se volvía sobre sí, se retorcía como una serpiente, y que, desde mi puesto en la ventana, no parecía comenzar ni terminar en ningún sitio. También el haitiano despertaba mi curiosidad, porque era alto, elegante, muy negro, con las manos siempre unidas, como si rezara.
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Y porque solía verlo en la Sociedad Caribeña, que estaba en la calle Santa Petronila y pasando la vinagrera. Allí se reunían los jamaiquinos de nuestro barrio. Y no solo jamaiquinos, como se deducirá, sino los de Antigua, Barbados, Dominica, Martinica. (Por cierto, una de las grandes amigas de mi madre se llamaba Ariana Corasmín, y era holandesa, una negra de Curaçao, que siempre se aparecía con pasteles de guayaba y que, cuando la risa se lo permitía, hablaba un español rarísimo, que a mí me daba gusto escuchar).
Casi todos los jamaiquinos eran profesores de inglés de la escuela nocturna, que funcionaba en la propia escuela donde yo hacía mis estudios primarios. Los domingos, luego de pasar por la iglesia pentecostal, los caribeños llegaban poco a poco al salón de la Sociedad, que tenía frontón griego, columnas dóricas y estaba pintado de azul. Ellos, de rigurosa corbata. Ellas, con trajes elegantes y sombreros. Siempre he dicho que fueron ellas, aquellas caribeñas oscuras de piel y dientes blancos, las primeras mujeres que vi tocadas con sombreros.
Algunos muchachos nos acercábamos a las ventanas, sobre todo para oírlos cantar calipsos y otros ritmos caribeños. Las mujeres, que nos veían, nos obligaban a entrar (siempre sonrientes) y nos hacían comer merengues y tartas deliciosos. Muchos años después, en Denver, Colorado, tuve la sensación de regreso a aquellos domingos, el mediodía que asistí a un banquete de anabaptistas, invitado por una profesora de la Universidad de Boulder. En mi niñez, y luego en Denver, cuánto no hubiera dado por solicitarle un abrazo a una de aquellas negras que olían a flores y, sin duda, haber sido uno de aquellos negros estupendos, que, arrastrando una historia tan dolorosa, sabían reír como nadie.
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Sí, reír, reír mucho, porque lo nuestro era el llanto. El llanto (o como se dice en Cuba, el llantén) a una hora precisa, después del almuerzo, cuando el calor alcanzaba sus más inurbanas intensidades, se escuchaba una música frenética y una voz ubicua, afectada, anunciaba la novela de las dos.
Se trataba, a veces, de adaptaciones de novelas famosas, Cumbres borrascosas, El molino junto al Floss, Los misterios de París, Adiós, Mr. Chips, Por siempre ámbar… A veces también eran novelas de la tierra, de la tierra cubana, claro, con títulos como Los amores de la finca Soledad, Cielo claro, El camino de Simón Herrera, o radionovelas sobre la vida de los bajos fondos habaneros: El sufrimiento de una madre, Yo compro a esa mujer, La estrella maldita…
El letargo del almuerzo se prolongaba en las voces de Marina Rodríguez, Juan Lado, Maritza Rosales, Alberto González Rubio. El calor intolerante de esa hora del mediodía justo, compuesto de fuego, se hacía soportable gracias a la modorra lloricona de las radionovelas. Y luego, cuando concluían, quedaba una sensación de desamparo, de pérdida, de ¿y ahora qué hacemos?
7
Siempre había algo qué hacer. En la victrola de la bodega del gordo Plácido se escuchaba a Ñico Membiela, a Vicentico Valdés, a María Luisa Landín, a Daniel Santos, a Blanca Rosa Gil, a Panchito Risset… A la espera de que llegara Beny Moré, quien estaba casado con una de las hijastras del gordo Plácido, y cuya llegada, como ya he contado en Tuyo es el reino, tenía el valor de una parusía, la manifestación gloriosa de un Dios.
8
Ahora, en este raro ahora de mi vida, pienso que, sin saberlo claro está, yo era kantiano, un kantiano muy ortodoxo en mi niñez. Un kantiano no solo ortodoxo, sino también atormentado y un poco vulgar, la verdad, pero kantiano al fin y al cabo. Me paseaba por el gran patio donde vivía mi abuela, lleno de árboles, de estatuas y de fuentes secas. Me impresionaba la copia del Laocoonte y sus hijos, de idénticas proporciones a las del original, y sentía un gran miedo y una inevitable fascinación. Miedo, fascinación, los dos sentimientos juntos, o más bien inseparables.
También había una copia del Discóbolo, otra de la Victoria de Samotracia y de la Venus de Milo. Todas me provocaban miedo y fascinación. Luego me perdía entre la vegetación más intrincada que daba al campamento de Columbia y era entonces que me volvía en un verdadero kantiano. Pensaba que lo que veía no era verdaderamente lo que había en la realidad. Me parecía que yo veía algo que no era lo que realmente había.
Constantemente preguntaba a los otros: ¿Qué tú ves ahí? Y la respuesta, que nunca dejaba de coincidir lo que yo realmente veía, me llenaba de sospecha. ¿Y si el otro quería engañarme para que yo siguiera viendo las cosas que no eran? Me apresuraba a ver las fotografías con tal de descubrir qué habían captado en realidad. Luego me pareció que era una versión primitiva del nóumeno y el fenómeno, de la intuición sensible y la intuición intelectual. Pero bromas aparte, a mí esta inseguridad me llenaba de pavor. Me sentía, si se me permite la paradoja, como un ciego que veía.
9
Quisiera hablar de la impotencia. Quisiera darme el gusto de leer ante ustedes un poema de Julián del Casal, "La cólera del infante". Sé que no fue el primer poema que leí, aunque sí fue el primero que me habría gustado escribir. El primero que me impresionó hasta el punto de que me acompaña desde hace mucho.
Frente al balcón de la vidriera roja
que incendia el sol de vivos resplandores,
mientras la brisa de la tarde arroja,
pistilos de clemátides fragantes
que agonizan en copas opalinas,
y esparcen sus armas enervantes
de la regia mansión en las cortinas,
está el infante, en su sitial de seda,
con veste azul, flordelisada de oro,
mirando divagar por la alameda,
niños que juegan en alegre coro.Como un reflejo por oscura brasa
que se extingue en dorado pebetero,
por sus pupilas nebulosas pasa
la sombra de un capricho pasajero
que, encendiendo de sangre sus mejillas,
más pálidas que pétalos de lirios,
hace que sus nerviosas manecillas,
muevan los dedos, largos como cirios,
encima de sus débiles rodillas.¡Ah!, quién pudiera, en su interior exclama,
abandonar los muros del castillo,
correr del campo entre la verde grama
como corre ligero cervatillo,
sumergirse en la fresca catarata
que baja del palacio a los jardines,
cual alfombra lumínica de plata
salpicada de nítidos jazmines,
perseguir, con los ágiles lebreles,
del jabalí las fugitivas huellas
por los bosques frondosos de laureles,
trovas de amor cantar a las doncellas,
mezclarse a la algazara de los rubios
niños que, del poniente a los reflejos
aspirando del campo los efluvios,
veo siempre jugar, allá a lo lejos,
y a cambio del collar de pedrería
que ciñe a mi garganta sus cadenas,
sentir dentro de mi alma la alegría
y ondas de sangre en las azules venas.Habla, y en el asiento se incorpora,
como se alza un botón sobre su tallo,
mas, rendido de fiebre abrasadora,
cae implorando auxilio de un vasallo ;
y para disipar los pensamientos
que como enjambre súbito de avispas,
ensombrecen sus lánguidos momentos,
con sus huesosos dedos macilentos,
las perlas del collar deshace en chispas.
Cada vez que a través de una ventana veo el modo maravilloso en que la vida pasa, siento la necesidad de arrancar el collar que no llevo, ver cómo las perlas se deshacen en chispas. No hay perlas, no hay collar. Hay solo la impotencia, la mano que busca y el inevitable deseo de otra vida.
10
En mi casa, y no sé por qué, había una colección de biografías sobre personajes célebres. Allí estaban, resumidas en cien páginas cada una, las vidas más variopintas: María Antonieta, Cristóbal Colón, María Estuardo, Juana la Loca, Leonardo, Benito Juárez, Miguel de Cervantes y Saavedra. Una colección para niños, ahora me doy cuenta de que muy mala (María Estuardo era poco menos que una santa que, después de muerta, reaparecía en forma de paloma).
Estimulado por esas lecturas, comencé a escribir en los cuadernos de clase, biografías de personajes célebres. En realidad no eran célebres, puesto que estaban inventados por mí, aunque también sea verdad que me preocupaba por conferirles los atributos de la celebridad: nombres suntuosos, títulos nobiliarios, y destinos verdaderamente terribles.
De aquellas biografías, la más acabada fue la de Cristina de Ávila, que, en el siglo XVI, como Cervantes, fue raptada por los moros, llevada a Argel y, siendo muy devota, obligada a prostituirse en un serrallo. Me divertí mucho, lo confieso. También por esa época, mi madre me regaló Las mil y una noches. Era, o es, porque todavía está en mi casa de La Habana la edición de Ramón Sopena de 1930, con alrededor de 300 páginas, un libro austero, con tapas de cartón, que no hace sospechar los prodigios que se hallaban en sus páginas.
Aún conservo de esta lectura un recuerdo extremadamente vívido. Los caballos de ébano, los caballos volando sobre Bagdad, los niños que bajaban a sótanos llenos de objetos valiosos, las lámparas maravillosas que se frotaban para que salieran genios. No tengo que decir que creía al pie de la letra en esas lámparas maravillosas y en esos genios. Como también creía en la presencia real de la pensión que se levantaba en la primera gran novela que leí, y que he leído varias veces, siempre con la misma admiración, aunque no siempre en un solo día como sucedió en aquella primera lectura.
Hablo, como se comprenderá, de Papá Goriot. Hablo de la pensión Vauquer, de Eugenio de Rastignac, de la señora de Nucinguen, de la señorita Victorine, de Vautrin, y de aquel París con el que yo también hubiera querido enfrentarme.
12
Hacia 1968 José Lezama Lima escribió unas bellísimas páginas tituladas "Confluencias", tan felizmente insólitas, tan inquietantes que nunca he sabido con exactitud si conforman un cuento, un ensayo, un fragmento de memorias, o incluso todo eso a la vez. Habla en ellas del cuartel de Columbia, de la noche, del miedo, de la aparición de la mano dentro de la noche, la "otra mano", la "otra palabra" que formaban para él un "continuo hecho y deshecho por instantes".
Allí decía: "lo que se oculta es lo que nos completa", es "la plenitud en la longitud de la onda". En esas páginas regresaba Lezama a su infancia, a los inicios de la República, cuando el cuartel fundado por los norteamericanos era apenas un espacio civilizado acorralado por el monte Barreto, difícil camino hacia el mar, que se abría a solo unos kilómetros.
Muchos años después, sin embargo, y siendo yo un niño, volvía a repetirse el espanto narrado por Lezama. En el mismo lugar, en el mismo cuartel, más de cuarenta años después. También yo esperaba la noche con "innegable terror".
Entonces todo era igual y, por supuesto, enormemente diferente. El monte había perdido densidad, cierto, y se habían construido algunas casas y avenidas lujosas. No había mulos fajados que bajaran con paso seguro hacia el abismo. Casi no había mulos, casi no había abismos. Las filas de jeeps habían sustituido las recuas. Mi padre no era ingeniero, mucho menos coronel. No vivíamos en una de las casonas que se alzaban dentro de los límites del puesto militar. Y en las postas, habían dejado de escucharse los "¡Quién vive!"; ahora quizá las preguntas eran otras, más expeditas, menos castizas, mucho menos aristocráticas.
Mi padre era soldado del Cuerpo de Señales, adjunto al Estado Mayor General; vivíamos en una pequeña casa, con patio alargado, a dos pasos del campamento. Mi abuela y mi tía, en cambio, sí vivían dentro de los límites cuartelarios, y para llegar hasta ellas había que recorrer una gran extensión de árboles gigantescos, bajo cuyos densos ramajes brillaban los cocuyos, y se alzaba el otro brillo temible de numerosas estatuas. No era el mismo cuartel de Columbia de los tiempos de Lezama Lima. He dicho que habían pasado más de cuarenta años desde la niñez temerosa del autor de Paradiso; debo agregar: años de frustraciones, incredulidades y letargos.
No obstante, la noche, así como el terror a ella asociado, parecían continuar con idéntica intensidad. Durante el día, lo recuerdo bien, yo jugaba y me perdía entre los árboles. La enorme arboleda (un bosque para la pequeña estatura de mi mirada) que conducía hasta la casa de la Niña Ibáñez, se convertía en diversos lugares fabulosos: la jungla negra de Sandokán, la isla misteriosa de Cyrus Smith, el apacible pueblecito de Tom Sawyer, a orillas del Mississippi. Pero en cuanto comenzaba a ponerse el sol y las sombras de las estatuas se alargaban, desaparecían entre las sombras de otras sombras, y el silencio del día, el silencio de siempre, se acrecentaba y transformaba para insinuar misterios distintos, comenzaba yo a sentir que se esfumaban los paisajes de mis libros preferidos, para dar paso a un único espacio de miedo, un muro enorme, infranqueable para mí, accesible para una realidad amenazante, terriblemente peligrosa, que se acercaba y se acercaba cada vez con mayor agresividad.
Regresaba yo a mi casa, o a la casa de la Niña Ibáñez, sin correr, fingiendo serenidad. Sospechaba que si corría, si mostraba miedo, se desatarían las fuerzas del peligro, que este dejaría simplemente de ser eso, peligro, es decir, que abandonaría su condición de posibilidad. Y subía las estrechas escaleras con calma disimulada, tocando las paredes con ambas manos, como si tratara de constatar que todo continuaba en el mismo sitio, con idéntica textura, que la realidad continuaba siendo la misma.
En lo alto, rodeada por la oscuridad de la arboleda, la casa, con las ventanas abiertas de par en par con el propósito infructuoso de recobrar alguna brisa, parecía levantarse en el aire, en la pura nada. Casa que flotaba sobre negruras y presagios, aunque, por suerte, desde la ventana del fondo, lograba distinguirse la luz, roja o vinosa, de la linterna del Obelisco.
12
Bien pronto, en aquellos años de mi infancia, vine a conocer el miedo. Lo que no supe en aquel momento era que semejante miedo me acompañaría siempre. Como un enemigo que también era un amigo. Alguien que prodigaba fidelidad y amoroso compañerismo y que marchaba paso a paso junto a mí. Alguien o algo consustancial, que de algún modo compartía tanto lo violento y lo apacible y lo feliz y lo cotidiano y lo necesario.
Lezama Lima cuenta que en Rilke, en Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, supo luego que también "estaba la mano", y supo "que estaba en casi todos los niños, en casi todos los manuales de psicología infantil". Gracias a Lezama, descubrí a Rilke y a Malte. "Tengo que hacer algo contra el miedo", escribió Malte en plena madrugada. Y se sentó a escribir.
En efecto, había que hacer algo. La noche continuaba desplegando sus amenazas, y ahora comenzaba a hacerlo con diferentes formas o máscaras. Pasaban los años y ya no eran solo las sombras. Llegó el momento de comprender que no existían solo las amenazas de las sombras. Llegó el momento en que la noche se transformaba en una cosa mucho más real y tangible. En La Habana todo se volvía amenaza.
Vivir, crecer en La Habana en los años sesenta, setenta, ochenta, consistía en aprender a vivir, a sobrevivir, a sortear esa amenaza. Cualquier acto, el más simple, se erigía en delito. Había que acatar y callar. Resultaba fácil entender a los funámbulos. Cualquier simpleza podía hacer perder el equilibrio, desde leer un libro (sin aprobación) hasta suspirar cuando se esperaba un grito de aprobación o de rabia. Un peligro leer a Camus (en la Universidad, una profesora me preguntó por qué leía El revés y el derecho, "un libro del enemigo". No supe qué responder. Otra profesora, generosa y avisada, dio la respuesta tópica, la propia de esos casos: "Si no lo lee no puede atacarlo". ¡Qué alivio!).
No solo había que ser un soldado, sino además valiente. El hombre más hombre. Dispuesto a morir por la patria. Nunca el joven que se conmueve, que ríe y llora con idéntico asombro, que se oculta para tocar las piernas musculosas de un camarada, o tomar de la mano a otro joven, osar la erótica de los besos furtivos.
Un compañero de clases, entonces muy querido, a quien creía amigo, dejó de reunirse conmigo, de estudiar conmigo, de hablarme: era la condición que le había impuesto la Juventud Comunista para que él pudiera entrar a formar parte de sus filas. Las "filas", como en los ejércitos. Y había, para colmo, que aplaudir, permanecer adicto vibrante, en estado de entusiasmo. Entusiasmo por decreto. Estábamos en guerra, sí, solo que una guerra enaltecedora, de la que saldríamos convertidos en héroes.
La guerra nos preparaba para el futuro. A nadie parecía importarle lo improbable de ese futuro. No había disparos, no había bombas, y estábamos en guerra. Y aplaudíamos. De manera que el miedo aparecía ya a cualquier hora. Lo mismo en la noche que en la luminosidad irresistible de los días habaneros. No había bombas: sí, estragos y derrumbes. Y discursos interminables e incendiarios. Y espías. Big Brother acechaba en todas partes, en plazas, rincones, cines y teatros y habitaciones cerradas. ¿Qué hacer con tanto susto?
Como he contado en muchas otras ocasiones, en 1975 conocí a Virgilio Piñera. Bajo otra arboleda, en una quinta de las afueras de la ciudad donde vivían los Gómez. Como si supiera, como si pudiera entrever el futuro, Piñera había escrito en 1955: "Tendré que decirlo de una vez: mi torcedor es el miedo". No había adivinado nada, según aclara después, se trataba simplemente de que el miedo podía ser mayor o menor, pero nunca dejaba de hacerse patente.
Para espantar la amenaza, leíamos, conversábamos y leíamos. En rigor, nada espantábamos, solo lo fingíamos, nos creíamos protegidos y a salvo. Una simple y seductora ilusión. La guerra que no lo era, la guerra sin disparos y sin bombas destruía La Habana, como un ciclón sin principio ni fin. Nosotros, en tanto, recluidos en lo más semejante a una torre de marfil (nada de torre, mucho menos de marfil) leíamos la traducción de La jeune parque, de Mariano Brull.
Hablábamos de Julián del Casal, de Lino Novás Calvo, de José Lezama Lima. Virgilio leía La isla en peso o los cuentos de Muecas para escribientes. A veces, se atrevía a hacer la broma inevitable, la boutade, se divertía, nos divertíamos, pensando en cuánto nos parecíamos a Edmond de Goncourt, preocupado por sus porcelanas durante los días terribles de la Comuna. Y así, poco a poco, yo iba comprendiendo. Lenta, satisfecha, difícil, y también jubilosa experiencia.
Otra noche, esta de 1976, Piñera me regaló un ejemplar de su novela Pequeñas maniobras. La dedicatoria decía, dice: "A un posible brillante escritor, que al menos tiene conciencia de tan delicioso peligro". A partir de entonces ya no hizo falta más. Miedo, peligro. La mano entrevista por Lezama Lima. La fuerza que empujaba a Malte Laurids Brigge. En "Confluencias" se puede leer: "…el hombre no solo germina sino también elige". De ahí, tal vez, la sensación, acaso ilusoria (qué más da) de que aprendizajes, epifanías, revelaciones comienzan pronto, junto a un viejo campamento, cuando las sombras de estatuas y de árboles extienden su negrura entre la otra negrura de la noche.
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Stendhal decía que cuando la política irrumpía en la literatura lo hacía como un pistoletazo en un concierto. Un día estuvimos en el concierto, en el más elegante de los conciertos, y escuchamos, no ya el pistoletazo, sino verdaderas salvas de artillería. Y los cubanos, todos los cubanos, vimos cómo se abrían nuestras puertas, cómo empujaban las ventanas, obligados a mirar fijamente a lo político, a vivir en lo político.
Es cruel y extraordinariamente fatigoso sentir que se vive cada día de cara a un gran suceso histórico. Al borde de acontecimientos asombrosos y de catástrofes permanentes. En un cuento de Virgilio Piñera, cada tarde se ajusticiaba a Luis XVI. ¿Qué nos quedaba si entendíamos que la literatura era un modo de inconformidad, un acto de rebeldía, una manera sediciosa de reconstruir el mundo, y no hacer, como dijo Albert Camus a propósito del "realismo socialista" que el arte culmine en un "optimismo de encargo, justamente el peor de los lujos y la más irrisorias de las mentiras?".
¿Qué nos quedaba si queríamos continuar en el concierto y en medio de los pistoletazos? También con Camus, había que llegar a una convicción. "No se trata de saber si el arte debe rehuir lo real o someterse a ello –dijo Camus en su conferencia de Upsala−, sino únicamente la dosis exacta de realidad con que debe lastrarse la obra para que no desaparezca en las nubes ni se arrastre, por el contrario, con suelas de plomo. Cada artista resuelve este problema como buenamente puede o entiende. Cuanto más fuerte sea la rebelión de un artista contra la realidad del mundo, mayor será el peso de lo real necesario para equilibrarla. La obra más alta será siempre, como en los trágicos griegos, en Melville, Tolstoi o Molière, la que equilibre lo real y su negación en un avivamiento mutuo semejante a ese manantial incesante que es el mismo de la vida alegre y desgarrada".
De manera que si no era posible dar la espalda a la realidad, tampoco existía la perspectiva de alabarla como si se viviera en el mejor de los mundos posibles. No queríamos glorificar. En cualquier caso, blasfemar, que es mucho más higiénico. Había que encontrar el modo de ser libres en medio del encierro. Se hacía preciso encontrar la sutileza que nos devolviera la fe literaria en medio del descreimiento. Estábamos en el concierto y teníamos que hablar de la música, pero el pistoletazo interrumpía la música y había también que hablar del pistoletazo, de aquella invasión grosera y ofensiva.
14
Virgilio Piñera siempre me dijo que para ser escritor había que tener revelaciones. ¿Qué eran para él revelaciones? No lo decía, no lo explicaba. O no lo consideraba necesario o él mismo no era capaz de aclarar lo que se proponía decir con revelaciones. Quizá sea verdad que hay cosas que sólo se pueden sentir. Por supuesto, también había en él un lado mayeuta, que prefería inducir al descubrimiento propio y que gustaba de dejarlo todo en el misterio.
No obstante, no dejaba de ser paradójico que hablara de revelaciones un hombre tan descreído. Bueno, tan descreído en asuntos de Dios o de dioses, aunque con tanta fe en la literatura. De modo que había que entender que esa "verdad secreta" no venía del lado de los dioses, de su cielo imposible, sino de otro lado, de otra creencia, de otro culto y otra devoción. Y yo no tenía revelaciones. O al menos no me daba cuenta, que es un modo de no tenerlas. Y ahora, solo ahora, en esta ciudad soñada, la tan admirada por el propio Piñera, y la de tantos escritores admirados, me decido a contar por primera vez cómo tuvo lugar la revelación que me hizo saber que yo era un escritor. (De primera, de segunda o de tercera, eso no importa, porque los escritores no son jockeys en hipódromos.)
No lo he contado mucho porque es una historia que parece mentira. No lo es y pido vuestra benevolencia y vuestra confianza. Sucedió como sigue: escribí un libro de poemas al que titulé con una frase matemática: Razón suficiente. Se lo di a leer a Virgilio el lunes 15 de octubre. Nos volvimos a ver el miércoles 17. Con su malicia habitual, no me habló del libro hasta el final de la noche, cuando yo me encontraba al borde de la desesperación. Por fin, cerca de la una de la mañana, me dijo que había leído el poemario y que le había gustado. "No es un buen libro −dijo−, tiene de torpezas como es natural. Sin embargo, ahora sé que no he perdido todo este tiempo. Ya sé que eres, o vas a ser, un escritor. Y puedo morirme tranquilo".
Virgilio Piñera murió al día siguiente, el jueves 18 de octubre de 1979.
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Volvamos a la pregunta que ha dado lugar a este imperdonable regodeo digresivo, ¿por qué escribo? Quedan, lo sé, muchas cosas por decir. No es una pregunta de fácil respuesta, como todos sabemos. No he hablado, por ejemplo, de mi primer amor que fue, como Dios manda, un amor imposible. No he hablado de todos los que, desde muy joven, vi morir; como mi amiga Marta, que murió con veintisiete años ; como mi padre, que murió con la misma edad que tengo ahora, como el propio Piñera…
No he hablado de mi madre, que apenas sabe escribir y que en mi niñez se acostaba junto a mí para leerme los cuentos de Las mil y una noches. Tal vez escribo porque de lo contrario andaría aún de un lado para otro, en busca de un país con ríos, montañas y nieve. O porque todavía me atormentaría ser un ciego que ve, o porque sé muy poco, o no sé nada y quizá sea cierto que cada vez que un hombre carece de respuestas, escribe una historia.
Texto leído por el autor en el coloquio "Abilio Estévez: l'écriture et le vie", organizado por Audrey Aubou, y celebrado en la Ecole Normale Supérieure de Paris, en mayo de 2012.