Y pisamos, aplastamos, deshacemos
ese polvo que no tiene culpa.
Anna Ajmátova, "Tierra nativa"
Y aquí estoy finalmente y como debe ser, en mi patria. La encontré en cualquier camino. Solo se precisa andar, navegar mucho para encontrar la patria. Esta misma casa de Long Hill Road, por ejemplo, junto al Passaic River. La tierra que no conquisté, por la que no luché. Aquí no hubo tirano que expulsar, ni "extranjero invasor". No la enriquecí de palabra y obra, ni la regué con sangre, redentora o no. En este nuevo lugar, nadie ha venido a exigirme que haga hermosos sacrificios, que corra al combate, que muera por ella. Y por eso ahora estoy en este bosque desconocido, en busca de mirlos, porque quiero, simplemente porque quiero y a nadie le importa. Ya no canto himnos; no grito alabanzas. Vine de lejos, eso sí, de la ciudad bombardeada que nadie bombardeó, donde amanecíamos al borde de todas las catástrofes (en silencio, como debe ser) y construyendo túneles y trincheras, animado por discursos sin fin y declaraciones de independencia que me ataban de pies y mano. La guillotina mudaba en objetos domésticos, cotidianos (aunque no menos letales). Cualquier reclamo fue inútil. No pude (no pudimos) impedir que la ciudad se convirtiera en la ridícula versión de una hacienda familiar. Vivíamos sin derecho, en casa ajena, como de prestado. Y en silencio, ya lo he dicho y lo repito porque es necesario: en silencio. No perdí un brazo, no di voces, no clamé en desierto alguno (no hay desiertos en eso que llaman "la patria de origen"). No agredí (me quitaron la fuerza); en cambio, permití que me agredieran. Fui una sombra obediente; me caractericé por la cobardía, o por algo más simple: un empecinado deseo de vivir. Apreté los dientes. Me fingí obrerocampesinosoldado (y nunca me creyeron). Obediente. Al final, una rara esperanza, la sospecha de que no había poder capaz de arrebatarme ese trozo de tierra que estaba en mis poros y en mis uñas, en la lengua (inmóvil) aunque partiera hacia a las antípodas, puesto que ellos (los de siempre) me forzaron a arrastrarme por la tierra, me apremiaron a morderla. De modo que la conocí bien y comprobé su sabor. Toda tierra, sin embargo, tiene idéntico sabor. A esa patria, aunque la creí perdida, la encontré siempre en lugares remotos: París, Barcelona, San Juan, el desierto de Gobi, Manila, al borde del río Paraná... Ahora es la tarde y aquí estoy, en esta primavera de bosque de hayas y abetos en Long Hill Road, como en los cañaverales, bajo mangos y tamarindos, y escuchara la voz de Madre: "Muchacho, lávate las manos, se hace de noche y es hora de comer". Sé que todo está bien. Lejos y dueño de mi patria. Los caminos, que parecían interminables, condujeron a la misma región. Sin duda ella, la tierra, mía o nuestra, es toda la Tierra y sin duda ella tampoco tuvo la culpa.
Abilio Estévez nació en La Habana en 1954. Sus últimos libros publicados son las novelas El año del calipso (Tusquets, Barcelona, 2012) y Archipiélagos (Tusquets, Barcelona, 2015), y el volumen de ensayos Tan delicioso peligro. (Consideraciones sobre literatura y tiempos difíciles) (Folium, San Juan, Puerto Rico, 2016). Su libro de poemas Manual de tentaciones recibió el Premio Luis Cernuda, en Sevilla, en 1986.