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Narrativa

Un fragmento de 'El caballo de ébano'

'Sudaba a chorros. La voz de alguien con autoridad dijo que lo dejaran descansar, que podía fallarle el corazón. La orgía cesó de súbito.'

Nueva York
Nueva York, años 70.
Nueva York, años 70. Can it be all so simple

La ilusión de pasear a Juan por Nueva York, que lo animara durante tanto tiempo, veíase frustrada por el deterioro mismo del espacio público en la ciudad, algo que  Gonzalo apenas si había advertido en los veinte años que llevaba transitando por ella.

A principio de los 70, Nueva York había empezado a dar señales de inminente desastre. A los estragos de la "contracultura", representados por el hippismo de la década anterior, se sumaba ahora la abierta popularización del consumo de drogas y la crisis económica que postraba al gobierno municipal hasta llevarlo a las puertas de la quiebra. El abandono oficial por falta de recursos se potenciaba por la deliberada imposición de una fealdad disfrazada de arte e irreverencia: los muros se llenaban de pintadas horrendas y en Times Square y la Calle 42, a la sombra de las destartaladas marquesinas de los hermosos teatros de otra época, prosperaban sórdidos negocios de expendio de drogas o de adminículos para su uso, así como de revistas y otros materiales pornográficos. En trastiendas y sótanos hediondos bailaban y se contorsionaban unas putas famélicas que ofrecían sus bocas y entrepiernas a través de unas aspilleras donde el semen de los clientes iba formando costras amarillentas. En los alrededores holgazaneaban muchachotes gastados por los vicios que se alquilaban a cualquier transeúnte para favores sexuales en las casetas donde se proyectaban breves filmes obscenos activados por máquinas tragamonedas. Estas empresas de promiscuidad se extendían a algunos cines porno, a los llamados backrooms de ciertos bares o a los saunas de algunos clubes, donde los encuentros casuales en la penumbra casi siempre desembocaban en escenas orgiásticas, cuyo mayor atractivo era el anonimato de los participantes: nadie se presentaba y nadie le preguntaba a otra persona el nombre, mucho menos sacaba a relucir nacionalidades, gustos y profesiones. Era como una bacanal de autómatas, o de grupos de actores mudos, en las que se pretendía que toda comunicación se redujese a lo corporal y donde la mínima verbalización podía juzgarse como "romanticismo" o un ridículo intento de comportarse como un ser humano. Se trataba de una refinada bestialidad en la que el goce sexual se combinaba con la desinhibición que suele asociarse con un acto teatral o con la moderna experiencia de la terapia de grupos, reducida a contorsiones, quejidos y jadeos. Encuentros en los que nadie se proponía hallar una pareja —eso era contrario a las reglas—, sino más bien expresarse como la dócil parte de un cuerpo colectivo.

Cuando Gonzalo salió de la cárcel, el deterioro de la ciudad apenas si empezaba y la promiscuidad se practicaba con mucha mayor discreción y decoro. En el intento de afirmar su independencia y de escapar a la trampa amorosa que le había tendido Mary Lou, encontró empleo de portero en un lujoso edificio del East Side, frente al Parque Central, donde la mayoría de los residentes eran hombres y mujeres solteros, hijos de casa rica, que habían querido librarse de la tutela de sus familias para dedicarse sin cuidado a sus ocios y francachelas. Gonzalo empezó a darse cuenta del peculiar carácter del lugar por la frecuencia con que los inquilinos lo miraban o se detenían a hacerle insinuaciones bajo cualquier pretexto. Entre todos se destacaba una joven pelirroja a quien más de una vez había visto subir borracha. Una de esas noches, la muchacha le dijo, con voz que pretendía resultar seductora:

Hi, stranger, it’s very becoming —al tiempo que recorría con el dedo, de arriba a abajo, los botones dorados de su librea—. ¿A qué hora terminas?

Él le había respondido que a las dos de la madrugada, y ella le pidió que a esa hora subiera a su apartamento, que tenía un trabajo para él.

Gonzalo tuvo la intención de rehusar, si bien lo tentaba cierta curiosidad; pero pensó que podría costarle el empleo. Su compañero de turno le advirtió que, si salía vivo de esa cita, lo haría con muchos billetes en el bolsillo. Supuso que todo se reduciría a echarse en la cama con aquella mujer; aunque borracha, tenía una figura apetecible. Creyó confirmar su prejuicio cuando ella, sin más ropa que un negligé transparente, lo hizo pasar a un salón casi a oscuras; pero después del primer trago, que lo atontara un poco, empezaron a aparecer otros sujetos provenientes de todos los rincones: mujeres y hombres, semidesnudos unos y otros ya completamente en cueros, que se acercaban andando provocativamente en la penumbra con las manos tendidas hacia él. Intentó resistirse, pero las fuerzas le flaqueaban, mientras le oía decir a su anfitriona:

—Yo soy su ángel guardián, déjenme que sea yo quien lo desvista.

Se percató de que muchos de los que alguna vez se le habían acercado con miradas lascivas eran los activos autores de esta encerrona. Empezó a temer por su vida. No sería la primera vez que una persona de servicio resulta víctima de la lujuria criminal de algunos poderosos. Seguramente tendrían los medios para ocultar su cadáver o disolverlo con ácido nítrico en una bañera de mármol. El miedo lo incapacitaría para cualquier empresa sexual. En ese momento la voz de un hombre mayor se impuso a las risitas y bisbiseos de los celebrantes.

—No temas, nadie te va a hacer nada, nada que tú no quieras. Esta es una casa de placer, no de violencia.

El hombre se sentó en el sofá, sobre el cual la pelirroja había empezado a desvestirlo, y procedió a desatarle los zapatos. Luego lo descalzó.

—Trabajas muchas horas, verás cuánto te sienta un masaje en los pies.

Él se abandonó por un instante a aquel contacto de quien poseía una indudable destreza manual. A la presión de los dedos del otro, no solo iba desapareciendo su fatiga, sino que sintió una súbita urgencia sexual que le provocó una intensa erección de la que un tercero, que lo palpaba, daba fe.

—Walter, sigues siendo un maestro. Este gallo ya quiere cantar.

Un momento después era el centro mismo de un frenesí en el que, de su tímido abandono de un principio, había pasado a ser el activo participante de una gimnasia lujuriosa que no parecía tener fronteras. En comparación, los improvisados desenfrenos del seminario eran cosas de aficionados. Empezaba a sentir una levedad y una desconexión que nunca había experimentado. Uno de sus pies se apoyaba contra el sexo erguido de alguien a quien no podía ver, en tanto el otro frotaba los pechos no menos duros de una mujer que él no sabía quién era. Le invadían todos los orificios de su cuerpo, al tiempo que penetraba por pocos minutos a sombras diferentes que rotaban por su entrepierna ofreciéndole frentes y traseros; en tanto sus manos, como ajenas a él, se atareaban en caricias y masturbaciones. Empezó a dejar de percibir su cuerpo como un todo. De pronto tuvo la sensación de que se había segmentado y de que cada parte de sí operaba de manera autónoma, movida por su propia dinámica. Nunca se había sentido más libre y, simultáneamente, menos individual. Él era todos, era el punto de unión de todos los demás: uno con el mundo, con la vida animal que solemos llevar contenida debajo de la ropa por las convenciones de la cultura. Pensó, con el atisbo de razón que le quedaba, que estaba siendo parte de una experiencia antigua, que así debieron haber sido ciertos ritos dionisíacos, siempre encubiertos para los no iniciados por el velo de la palabra "misterio"; este era, sin duda, el ejercicio que los místicos más osados recomendaban para romper las ataduras del hombre particular y disolverse en el gozo comunitario. Alguien eyaculó en su boca sin que él sintiera la menor repulsión. Alguien le daba a beber vino. Aprovechó para lanzar un grito que era una suerte de aullido bestial que traducía su momento de mayor plenitud y tal vez menos humano, más exento de entrega espiritual y de ternura: la satisfacción máxima de sentirse un cuerpo desunido, entregado al placer de su propio rebajamiento, a la dicha de convertirse en cosa, en puro objeto —aunque objeto activo— del deleite. Sudaba a chorros. La voz de alguien con autoridad dijo que lo dejaran descansar, que podía fallarle el corazón. La orgía cesó de súbito.

 


Vicente Echerri nació en Trinidad, en 1948. Recogió su poesía en Estancia en los sentidos (Biblioteca Nueva, 2018) y ha publicado los libros de relatos Historias de la otra revolución (1998) y Doble nueve (2009). Este fragmento pertenece a su novela El caballo de ébano (Renacimiento, Sevilla, 2020).

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