Juan —el trombonista de pelo ensortijado y perpetua sonrisa de pícaro— era el único con quien compartía sus proyectos. Nunca sabría —cuando rememoraba ese tiempo mucho después— si el otro había sido un cómplice activo o si asentía, hasta con algún entusiasmo, por cariño, porque se había aficionado a su compañía, por la tierna amistad que le profesaba y que su madre, con ese instinto para descubrir a cualquiera que pretendiera hacerle sombra en el confuso mundo de sus sentimientos —"este Juanillo tiene un tipo más raro"—, apenas si podía tolerar.
Aunque los dos se iban a los burdeles los fines de semana, gastándose lo poco que ganaban en tragos y mujeres, ambos sabían que el afecto que había nacido entre ellos era mucho más fuerte y noble que las relaciones ocasionales que se procuraban. Juan, que era un par de años mayor que Gonzalo, lo trataba como un hermano cariñoso, cuyos cuidados se hacían más vehementes y comprometedores cuando se emborrachaba.
—Gonzalo, eres lo que más quiero en el mundo —solía decirle casi al oído mientras andaban abrazados y dando tumbos a medianoche por las calles donde a esa hora no transitaba nadie.
—No exageres, ¿vas a decirme que me quieres más que a tu padre? —le respondía con un poco de sorna fingida, pero con el deseo vehemente de que el otro le reafirmara aquel desmesurado sentimiento.
—Más que a mi padre, niño, mucho más –y aprovechaba para acariciarle la cara con el dorso de la mano, como solían hacer los actores de cine con las hembras que les gustaban.
A él lo turbaba tanto esa caricia que solía rechazarla.
—Déjate de mariconadas, Juan, que alguien puede vernos y pensar otra cosa.
—¿Qué otra cosa? —preguntaba con picardía y acento de borracho el trombonista—. No sería más que la mera verdad.
—Suelta, suelta, no jodas más —reiteraba Gonzalo, sin poder evitar que el otro lo siguiera manoseando entre tierno y lascivo.
Gonzalo, que bebía menos, solía acompañar a Juan hasta su casa y luego regresaba a la suya para encontrarse con su madre que lo esperaba despierta y que solía agredir, groseramente incluso, su amistad con el músico.
—¿Con Juanillo otra vez, verdad?
—Sí, ¿qué tiene de malo??
—Todo. La gente debe estar hablando lo peor.
—¿Y qué es lo peor?
—No se haga el inocente, que todo el mundo puede darse cuenta de cómo se miran.
—Déjeme en paz, que tengo sueño.
A veces agregaba alguna palabrota y se acostaba sin desearle las buenas noches; pero, ya en su cama, donde invariablemente se masturbaba antes de dormir, Juan terminaba por imponerse a todas las otras visiones eróticas que le proporcionaba su memoria o su imaginación. A veces la cara de Juan se sobreponía a la de alguna de aquellas mujeres con las que se acostaba los fines de semana y entonces su deseo se hacía más intenso. Era el momento en que eyaculaba, incrédulo aún de que no tuviera las piernas de Juan entre las suyas. Se dormía sobre ese rostro, como si pudiera aspirar el aliento alcohólico del otro, inundado por un sentimiento de ternura que, sin embargo, no conseguía disiparle la confusión.
Al otro día, cuando se encontraba con Juan en los ensayos, no podía evitar la turbación e incluso la incomodidad; pero la simpatía de su amigo siempre terminaba por vencerlo.
—¡Qué cara tienes, Gonzalo! ¿Qué te pasa?
—Nada. ¿Qué ha de pasarme?
—Yo lo sé bien, y también conozco el remedio.
Una vez que Juan insistió más de lo prudente y él resultó más brusco en su rechazo, el trombonista sería más audaz.
—En la práctica ya vos y yo hemos estado juntos.
Gonzalo reaccionó como si el otro hubiera tenido la facultad de leerle el pensamiento.
—Sí, en la práctica... ¿No te has fijado que siempre me acuesto con la Gitana inmediatamente después de vos, sin darle tiempo a que se lave? —y se rió de un modo que a Gonzalo le resultó patético.
—Eres un puerco.
—Es verdad, pero ¡qué bien me sabe!
Sin embargo, el comentario lo había obligado a ir a masturbarse a uno de los baños, acuciado por aquella revelación de que su mejor amigo lo poseía por intermedio de una puta.
Desde ese día no podría mirar a Juan sin acordarse de ese acto de deliberada promiscuidad que, en su mente al menos, había alterado su relación con él. Ahora era consciente de una "intimidad" que, de algún modo, venía a completar sus fantasías eróticas en las que Juan siempre intervenía. Juan ya era alguien con quien compartía los humores del cuerpo, aunque fuese por medio de terceros.
Una noche en que había bebido mucho, y en la que Juan había insistido más que otras veces, se quedó a dormir con su amigo en la casona antigua y semiderruida donde la familia de Juan había vivido por generaciones. Siempre recordaría después el olor a humedad que se mezclaba con los de un frondoso jazminero que crecía en el centro de un patio con galerías adonde daban los dormitorios de la casa. El cuarto de Juan era amplio y fresco con un desorden previsible: libros, ropa, partituras, mapas descoloridos, carteles de cine, un cenicero lleno de colillas, soldados de plomo, botellas vacías, un gramófono de principios de siglo que contrastaba con un receptor de radio que relucía de nuevo en la mesa de noche. La cama era de hierro con un colchón antiguo que había empezado a hundirse ligeramente en el centro, donde se arrugaban las sábanas, que era evidente que no estaban limpias, pero que tampoco olían mal. De ellas emanaba un tufillo carnal, a persona, a aquella persona que ahora se dedicaba a desvestirlo como si fuese un niño, mientras él se abandonaba soñoliento, tirado boca abajo en medio de la cama, mientras miraba los gastados ladrillos de la pieza y las patas de hierro que sostenían una piedra rugosa y rosácea que Juan usaba de mesa de trabajo.
—Apaga esa luz, Juan.
—No, déjame verte —le había dicho el otro con ese tono entre grave y burlón con el que hablaba siempre; pero él ya se iba hundiendo en la inconsciencia.
Lo despertó la voz de la vieja nana de Juan, que había venido a traerle café y que lo regañaba con dulzura.
—Niño Juan, veo que no solo mete mujeres en la casa, sino que deja que amanezcan aquí. Ya no respeta a nadie.
Juan le había contestado con una risotada.
—Mamá Julia, ahora sí que está ciega. ¡Qué mujer ni mujer! ¿No ve usted que es Gonzalo? Estaba tan borracho anoche que no pudo seguir para su casa. Por favor, tráigame un poco de café para él, a ver si se reanima.
—Está bien, pero dígale que se vista. A mis años ya no tengo interés en ver hombres desnudos.
Cuando la nana salió, Gonzalo se levantó de la cama para descubrir que no tenía puestos ni los calcetines.
—Juan, ¿dónde está mi ropa?
—¿Qué ropa? Te desnudaste en medio de la calle y tuve que evitarte un arresto.
Cuando la nana volvió con el café, él orinaba en una bacinilla que Juan guardaba debajo de un lavabo colonial. Esta vez la vieja se cuidó de llamar a la puerta.
—Entre, Mamá Julia, si quiere ver a un hombre meando —le dijo Juan; pero la nana le pasó la taza por la puerta entreabierta.
—Insolente, más respeto con la mujer que lo crió.
Gonzalo terminó de usar la bacinilla y la puso en su puesto con un ritmo de autómata. Al levantarse había quedado bañado por un rayo de sol que entraba por lo alto de la ventana y que, por un momento, le transfiguró el cuerpo. Sintió de pronto una levedad y una libertad desacostumbradas y ensayó un ligero paso de danza sin abandonar el estrecho cono de luz.
—No me excites así, Gonzalo, mira que no te voy a dejar salir más de este cuarto. Lo de anoche no fue más que un ensayo, aunque vos apenas te enteraste.
El comentario sacó a Gonzalo de su ensoñación para mirar a Juan que, a medio vestir, con el torso desnudo, lo observaba con glotonería.
—¿Qué carajo quieres decir? ¿Qué has estado manoseándome mientras dormía?
Más que ira, su voz delataba una creciente e insoportable turbación que sentía se iba apoderando de él y en la cual varios sentimientos encontrados pugnaban por manifestarse.
Juan, en lugar de rehuirle, se le había enfrentado con su humor de costumbre.
—He hecho algo más que manosearte, pero no has puesto de tu parte. La próxima vez espero que te portes mejor.
—¡Hijo de puta!
Profirió el insulto entre dientes, cuando estaba casi encima de él, al tiempo que empezaba a pegarle con los puños cerrados en la cara, en el pecho, en los brazos. Juan no se defendió, ni evadió los golpes, ni pareció perder su compostura. Siendo más fuerte que Gonzalo, se limitó a sujetarle ambos brazos, a lo que este respondió con un inútil forcejeo. Unos segundos después, le liberaba el brazo izquierdo y, asiéndolo por el pelo, que Gonzalo llevaba algo crecido en esos días, lo atrajo hacia sí hasta que Gonzalo sintió el roce de su barba.
—¡Vamos, guapo, déjate de majaderías! —el tono, aunque algo más serio, seguía conteniendo el aire zumbón que Gonzalo conocía tan bien. En ese momento, Juan había logrado inmovilizarlo. Descalzos como estaban eran casi del mismo tamaño. Entonces, sin que Gonzalo pudiera prevenirlo, Juan lo atrajo aún más y, ladeando levemente la cabeza, le cubrió los labios con los suyos al tiempo que empezaba a mordérselos con avaricia.
Los sentimientos encontrados que un momento antes lo turbaran se desbordaban ahora en todas direcciones: rechazo y entrega, entendimiento y confusión, frustración y hallazgo, cólera y ternura hacia el amigo que parecía dispuesto a devorarlo y a quien rehuía con el mismo impulso que se aferraba a él. Sintió que su inteligencia empezaba a flaquearle y que aquellas zonas que la razón le abandonaba, al empuje de estas fuerzas opuestas, se tornaban brumosas, en las que iba perdiendo el dominio de su ser y donde la humillación y la exaltación se confundían y el sufrimiento y el gozo no sabían expresarse. La erección de su sexo, que parecía cobrar una vida autónoma al frotarse contra el cuerpo de Juan, era casi indiferente a los temblores que lo sacudían. A punto de estallar en medio de esa confusión y en un breve respiro que le dieron los labios del otro, comenzó a sollozar, como suelen hacer los niños frente a cualquier conflicto.
—¡Cálmate, cálmate!, que van a creer que te estoy matando —en la voz de Juan el tono irónico había desaparecido. Gonzalo lo percibía, más bien, con una mezcla de cariño y asombro. Juan había dejado de sujetarlo y ahora simplemente lo acariciaba con ambas manos, sin que él opusiera ninguna resistencia. Luego hizo algo más insólito y desazonador: comenzó a lamerle la cara, a enjugarle el llanto, que le corría a chorros, con la lengua. Su excitación se desbocó mientras Juan le besaba lentamente los ojos y él se abandonaba a ese roce con un creciente frenesí, con un calor y una fuerza interiores que lograban imponerse a la confusión de sus impulsos. Un momento después eyaculaba sobre el vientre de Juan.
—¡Cómo abusa este niño de mí! —era Juan quien le hablaba al oído retomando el tono de su chanza habitual, mientras él sentía las asperezas de su barba y el olor de su cuerpo, que era una mezcla de sudor y un tenue perfume de lavanda.
Vicente Echerri nació en Trinidad, en 1948. Recogió su poesía en Estancia en los sentidos (Biblioteca Nueva, 2018) y ha publicado los libros de relatos Historias de la otra revolución (1998) y Doble nueve (2009). Este fragmento pertenece a su novela El caballo de ébano (Renacimiento, Sevilla, 2020).
El caballo de ébano se presenta el miércoles 5 de febrero, a las 8:00PM en la librería Books & Books, de Coral Gables (265 Aragon Ave, Miami, FL 33134).