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Narrativa

'El caballo de ébano': un fragmento

Vicente Echerri presenta su novela en Madrid este jueves 9 de diciembre.

Nueva York
Fotograma de 'El rojo y el negro' de Claude Autant-Lara, 1954.
Fotograma de 'El rojo y el negro' de Claude Autant-Lara, 1954. jeanregardedesfilms

Casi a punto del receso de Semana Santa, tiempo en que los seminaristas debían ir a servir de auxiliares del clero en sus parroquias, el padre Pedro Encina, un gigantón español que era su confesor y consejero, lo llamó a su despacho. Gonzalo, que esperaba una felicitación por sus calificaciones, se sorprendió de la cara ceñuda del sacerdote, para la cual no encontraba —en su propia conducta— ninguna explicación. El padre Encina lo autorizó a sentarse y se quedó abstraído durante un rato, tamborileando con los dedos en el escritorio, como si tuviera necesidad de escoger con mucho cuidado sus palabras.

—Gonzalo, a pesar de que usted ha resultado un alumno notable, tanto que ha merecido todas las excelencias académicas, venimos teniendo dudas de su vocación.

—¿Usted y quién más?

—Hablo en plural de modestia; pero, realmente, es la impresión de algunos profesores.

Gonzalo quiso saber enseguida las razones que motivaban aquella observación.

—No es fácil de explicar, porque se trata de una apreciación subjetiva, pero si varios de sus maestros la han percibido no debe ser gratuita. Es obvio que usted es un joven con aspiraciones, que tiene una genuina ambición de superarse, de aprender, pero (y esto debo admitir que entra en el terreno de lo especulativo) parecería motivado por un afán de sobresalir, de avanzar, de destacarse personalmente, y no tanto por el piadoso deseo de poner su talento al servicio de Dios y de su Iglesia. He ahí donde nos parece que usted falla.

Gonzalo intentó argüir que él se reconocía un devoto servidor de la institución, pero sus palabras no le sonaron convincentes. El maestro agregó:

—Es muy difícil domesticar el carácter cuando se tiene talento. La Iglesia necesita ese talento, y se sentiría feliz de utilizarlo, pero antes usted debe ponerlo a su servicio. Esto es un seminario, Gonzalo; es decir, un vivero del Evangelio, no un liceo para refinarse el espíritu ni para robustecer el ego de nadie.

El padre Encina hizo una pausa y luego dijo:

—Ha estado antes en una escuela militar, ¿verdad?

—Sí, hace más de tres años. Aún no sabía bien lo que quería.

—¿Y ahora lo sabe?

—Creo que sí.

—¡Ojalá! Sin embargo, no le puedo ocultar que usted me inquieta; este no es un buen sitio para quien se proponga hacer una carrera personal. En la Iglesia se puede llegar lejos, siempre que a uno no le interese demasiado.

El sacerdote se le encimó para captar toda la atención de Gonzalo:

—La primera tarea que tenemos aquí los profesores no es enseñarles a los pupilos Filosofía ni Teología, sino doblegarles la personalidad, aniquilarles la soberbia individual, la presunción fatua de ser únicos. Ese es el hombre viejo de que habla la Biblia, el que debe ser destruido para que brote el hombre nuevo, reflejo de la imagen de Cristo.

El padre Encina había terminado su improvisado discurso puesto de pie. Ignorando al otro, se paseaba por el despacho, que por un momento pareció convertirse en el púlpito desde donde el sacerdote predicaba un sermón con el que creía fulminar a toda una generación de jóvenes ambiciosos e irresponsables. Poco después volvía a concentrar su atención en Gonzalo que, sentado al borde de la silla, apenas si empezaba a entender.

—Usted, Gonzalo, me recuerda a Julián Sorel, aunque se empeñe en domesticar la arrogancia.

Ante la mirada algo perpleja del seminarista, el sacerdote se sintió obligado a aclarar.

—Julián Sorel es el protagonista de El rojo y el negro, ¿conoce la novela?

Gonzalo la conocía, pero hasta ese momento nunca había visto semejanzas entre su vida y la del personaje de Stendhal; además, dudaba en confesarle al padre Encina que había leído una obra que la Iglesia había puesto en el Índice. El sacerdote debió advertir la causa de su reticencia y agregó:

—Los libros prohibidos también nos dan lecciones.

—Conozco el libro, pero ¿en qué me parezco al personaje? No me dedico a seducir damas de sociedad.

—Lo de la seducción es lo que menos importa en esa novela, que es una gran parábola sobre la ambición: la historia de un trepador que quiso ser militar y clérigo, ¿no se acuerda?, y que en realidad buscaba un uniforme, rojo o negro, para subir; pero acabó siendo nada y en el patíbulo.

—¿Me augura el mismo fin?

—No, hijo –el tono del sacerdote se tornó, de repente, amable y paternal– solo he querido prevenirte de los extremos a que puede llevarnos la arrogancia. Eres un buen chico, inteligente y servicial; pero dominado por una vanidad que enmascaras con el disfraz de la modestia. Eso tal vez pueda servirte en el mundo, en la política, en una profesión liberal; la Iglesia, por el contrario, exige la humildad, la humillación, la dedicación absoluta. Nadie podría negar tus cualidades: eres tal vez nuestro mejor alumno, estudias como ninguno; pero tu corazón parece ausente, inmerso en sus propios sueños. A cualquiera le sería fácil llegar a la conclusión de que solo ves esta escuela como un medio de pulir tu intelecto.

Gonzalo encontró fuerzas para rebelarse.

—Padre, si no fuera por el respeto que le debo, le respondería de otra manera. ¿Con qué derecho se atreve a cuestionar mi vocación? He conocido a curas que son mucho menos piadosos que yo.

El padre Encina lo increpó enfurecido.

—Cuestiono lo que me venga en gana con el derecho que me da mi autoridad en esta casa; además, no se olvide que soy su confesor y que mis opiniones no suelen ser caprichosas. Entienda que tengo la obligación de velar por los intereses de la Iglesia, para que resulte bien servida, y también, aunque usted no lo vea ahora, por los suyos. Agradézcame el consejo, o por lo menos óigalo, medite en lo que acabo de decirle, rece con eso en mente, examínese con rigor y después hablamos. Este es un buen tiempo para la meditación.

Luego, en un tono menos enfático:

—No piense, Gonzalo Montero, que me inspira la mala voluntad, o que le guardo algún encono, pero créame que me parece ajeno a todo esto. No lo imagino al frente de una parroquia mediando en los conflictos morales de la pobre gente de uno de nuestros pueblos. ¡Quiera Dios me equivoque y no sean más que aprensiones! Pero tenga en cuenta que llevo treinta años trabajando con el corazón humano, que si algo me es familiar es el carácter. Por eso tengo muchas reservas con usted, aunque no me atrevería a negar que Dios puede obrar grandes cambios.

Gonzalo se sintió apabullado y sin ánimo para responder esta vez. Regresó a su cuarto pensando en las palabras del sacerdote y, particularmente, en lo que le había dicho sobre Julián Sorel; la carrera de un personaje a quien él sin darse cuenta había imitado y cuya intención el autor de la obra había hecho evidente desde el título. Sabía que el padre Encina tenía razón, que se había asomado a su alma como si fuese transparente. Él había ingresado en el seminario como en una academia platónica, en busca de una educación superior que de otro modo le habría resultado mucho más difícil de adquirir; pero sin que lo animara realmente la idea de servir en una de aquellas aldeas, en una iglesia vieja con goteras y un órgano maltrecho en torno al cual un grupo de beatas desentonadas cantara el "Venid y vamos todos" en las fiestas de las flores de mayo. En verdad él estaba estudiando para obispo, y confiaba que su paso por el presbiterado, cumplido en la cancillería de la diócesis o en una cátedra de aquel mismo seminario, fuese breve, tan pronto la Iglesia —en su sabiduría— se diera cuenta de lo útil que podría ser y del buen papel que podría desempeñar desde una prelatura; e imaginábase, con gran capa pluvial y mitra dorada, llevando bajo palio un ostensorio gigantesco en la festividad de Corpus, y la gente, grandes y chicos, ricos y pobres, arrodillándose a su paso mientras él, con el rostro transfigurado —al tiempo que un coro operático cantaba el Tantum ergo—, sostenía el mismísimo cuerpo de Cristo transubstanciado en aquella sencilla oblea por los poderes de su ministerio. La escena era tan vívida que casi podía oler el incienso con que, profusamente, sahumaban los turiferarios. Esto podía ocurrir en la catedral de Alajuela, y los que se hincaban reverentes no ser otros que sus vecinos, incluido el hijo del Dr. Mederos, a quien había visto pasar tantas mañanas en el auto verdegris de su padre cuando el chofer lo llevaba a la escuela de los salesianos.

Sin detenerse a considerar los muchos obstáculos a salvar para que se cumpliera en él ese destino, pensaba que la arquidiócesis de San José era la sede que más convenía a sus aspiraciones, donde podría llegar a mostrar su probidad y su dedicación a los grandes empeños de la Iglesia, en particular la fundación de nuevos colegios y la mejor dotación de los ya existentes. Para entonces, la jerarquía ya estaría convencida de sus dotes y el Papa no tardaría en otorgarle el capelo cardenalicio; y veíase con las ropas de un fantasmal Richelieu, en una estancia débilmente iluminada que pertenecía más bien a una novela francesa del siglo XIX, donde el padre Encina no cesaba de llamarlo "Eminencia" y de besarle con unción el ponderoso anillo que daba prueba de su rango.


Vicente Echerri nació en Trinidad, en 1948. Recogió su poesía en Estancia en los sentidos (Biblioteca Nueva, 2018) y ha publicado los libros de relatos Historias de la otra revolución (1998) y Doble nueve (2009). Este fragmento pertenece a su novela El caballo de ébano (Renacimiento, Sevilla, 2020).

El caballo de ébano se presenta el jueves 9 de diciembre, a las 7:00PM en la librería Rafael Alberti (Calle Tutor, 57), de Madrid. Al autor lo acompañará el novelista español Antonio Muñoz Molina.

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