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Literatura

Caminar con Enrique Saínz

'Tenía una relación con los libros como un niño con sus juguetes. Los libros borraban la otra realidad. Finalmente, en sus postrimerías, terminó leyendo en los bancos de los parques.'

Bariloche
Enrique Saínz (izq.) y Jorge Luis Arcos, La Habana.
Enrique Saínz (izq.) y Jorge Luis Arcos, La Habana.

Conocí a Enrique Saínz en 1984, cuando comencé a trabajar como investigador en el Instituto de Literatura y Lingüística. Lo había visto antes, solo una vez, cuando me dijeron que tenía un libro importante sobre Andrés Bello, tema de mi tesis de grado sobre su poesía. Me lo prestó, y ese libro —El otro Andrés Bello, de Emir Rodríguez Monegal—, fue decisivo para el texto que escribí entonces, y que nunca quise retomar para publicar. Tenía que ser un libro lo que me hiciera conocer a Enrique.

Luego, en el Instituto, comenzó una amistad, y unas conversaciones, que, como me dijo en una carta muchos años después, no terminarían nunca. Por su claustrofobia, caminábamos mucho bajo el sol implacable de la Isla, en una ciudad en ruinas. Una vez, en 1992, en pleno Periodo Especial, caminábamos por Infanta. Era un paisaje espectral. De pronto, un negro altísimo, vestido de frac, se cruzó con nosotros. Pero… lo oímos maullar al pasar a nuestro lado. No nos asustó mucho esa visión compartida. A menudo los llamados locos se nos acercaban y nos interpelaban. A mí me pasaba eso desde muy joven. Enrique solo me comentó entonces: "Contra esto, ellos no pueden". En fin, compartíamos nuestras lecturas pero también nuestras angustias más profundas.

Una vez, en una de nuestras frecuentes visitas a casa de Cintio Vitier y Fina García Marruz, Enrique hizo una excepción, porque habíamos acordado no discutir con ellos de política. Cuando Cintio comentó que Fidel era como un niño, Enrique se paró, y exultante, rojo, le dijo: "Cintio, cómo usted puede decir eso, usted que es un lector de la Sagradas Escrituras, que sabe entonces lo que significa la Historia..." En fin.

Recuerdo que cuando viajé a Madrid por primera vez en 1987, Enrique me dio un listado de poetas y escritores que no podía encontrar en la Isla: Blake, Válery, Cavafis, Celan, Cioran, y muchos, muchos más. Fue Enrique quien me inició en el conocimiento profundo de Lorenzo García Vega. Qué curioso, no fue a través de sus libros, sino de anécdotas personales: me revelaba la manera de percibir la realidad de Lorenzo. Era como un viaje dentro de una psiquis extraña, pero con la que nos sentíamos profundamente identificados. Una vez me contó que una tarde irrumpió en el Instituto de Literatura y Lingüística una investigadora gritando: "¡Hay íntimas en la farmacia!", todas las mujeres dejaron de trabajar y salieron corriendo. Entonces Lorenzo le dijo: "Tenemos alegrías de presidiarios". Y otras muchas otras anécdotas por el estilo. Casi todas ellas muy sintomáticas de una realidad atroz.

Era como un pase de mano de la memoria, porque cuando Enrique comenzó a trabajar muy joven en el Instituto y conoció a Lorenzo, empezó sin dudas la amistad más importante para el autor de Los años de Orígenes y El oficio de perder. Ni siquiera su amistad con José Lezama Lima podía equiparase para Lorenzo con su amistad con Enrique. Esto se podrá comprobar en un dilatado epistolario que pienso publicar con las cartas cruzadas entre Lorenzo, Enrique, Antonio José Ponte y yo, y otros escritores. Entonces, Lorenzo le recomendaba lecturas, como antes había hecho con él Lezama en su legendario Curso Délfico, creado solo para él en un primer momento. En realidad, solo para él. Porque ese curso délfico no era para ilustrarlo solamente, sino para salvarlo de su insondable enfermedad.

Luego, yo dejé el Instituto, y cuando empecé a trabajar en la revista Unión, Enrique se fue conmigo, y durante diez años hicimos juntos esa revista. Pipo y Papo, nos decían los colegas, por unos cómicos de la televisión. En una ocasión, Enrique había ido a escribir en la computadora de la revista un sábado por la mañana. En la oficina de al lado estaba el diseñador de La Gaceta de Cuba. No había nadie más en la UNEAC. El joven diseñador escuchó varias veces unos gritos desgarradores. Tocó la puerta de Unión y le preguntó a Enrique: "¿Has oído esos gritos horribles?". Y Enrique le respondió con naturalidad: "Sí, soy yo".

Seguimos caminando mucho y conversando. Las anécdotas serían interminables. En 1994 viajamos a Madrid para participar en el coloquio La isla entera sobre Orígenes. La tarde anterior a nuestro regreso nos citamos al mediodía para hacer las ineludibles compras. Pero Enrique me dijo que tenía que hacer una visita para buscar unas medicinas para los hijos de Rolando Sánchez Mejías. Cuando me dio la dirección, era muy lejos, y le pregunté: ¿cómo vamos, en metro, taxi o en autobús? Obviamente no le convenía ninguno de esos medios de transporte, y comenzamos de nuevo a caminar.

Cuando mucho, mucho tiempo después, llegamos a nuestro destino, Enrique, al ver que era en un piso altísimo, me dijo que no podía subir en ascensor. Entonces sucedió lo impensable. Quiso que yo subiera y me hiciera pasar por él. Total, me dijo, tú conoces todo de mí. Rolando les habló algo de mi familia, y de quien soy yo, pero tú puedes responder cualquier pregunta que te hagan. Era un matrimonio de un viejito y una viejita encantadores. Después de hablarles de mi esposa e hijos (sic), me ofrecieron algo de beber, y continuaron preguntándome con avidez sobre Cuba. Debió pasar mucho rato, entre cuentos y tragos. Entonces sonó el teléfono. El viejito atendió la llamada, y mientras hablaba y hablaba me miraba una y otra vez como aterrorizado. "Usted es un impostor", me gritó finalmente, y le dijo a su esposa que había que llamar a la policía. Bueno, no tuve más remedio que contarles la verdad. Al principio no me creían, e insistían: quién es Enrique, usted o quien acaba de llamar que dice ser Enrique. No tuve más remedio que decirles que el tal Enrique estaba loco, que menos mal que no había subido, etc., etc. A duras penas los pude convencer de que no llamaran a la policía. Finalmente, me dieron el paquete de medicinas para los hijos de Rolando y cerraron tras de mí la puerta con hosquedad.

Cuando bajé y me reencontré con Enrique, no le dije nada. Retornamos a nuestros hoteles, ya casi de noche, caminando, por supuesto, y hablando, como siempre, de libros o de extravagancias intelectuales. No tengo que decir que no pudimos hacer ninguna compra, algo ciertamente bastante grave entonces con vistas a nuestro regreso a la Isla del Capitán Garfio, como le decíamos.

Algunos códigos secretos

Enrique y yo nos divertíamos mucho. Era el costado infantil, jovial, de Enrique. Teníamos algunos códigos secretos. Uno era "el domingo por la mañana…" Me lo decía cuando yo estaba conversando con alguien que él sabía que yo no toleraba. Quería decir: el domingo por la mañana voy a tu casa con esa persona a conversar sobre literatura, filosofía. Él sabía que yo no podía refrenar una risa nerviosa e incontenible delante de la persona. Me hacía lo mismo en el Instituto, durante las reuniones que no soportábamos: me hacía muecas, y yo no podía contener la risa.

Nos daba mucho placer burlarnos de algunos escritores. Él me decía, por ejemplo, que cuando Fina escribía una fecha o una firma, antes o después de escribir un poema o un ensayo, eso tenía más valor que las obras completas de Fulano o Mengano. Entonces, cuando me veía conversando con ese Fulano o Mengano, me decía delante de la persona: "El domingo…", y de nuevo yo me partía de la risa. Jugábamos así acaso para sobrellevar un poco una realidad que nos parecía infernal.

Un día me dijo de repente en un pasillo de Literatura y Lingüística: "Nacimos para ser hijos". Esa frase resonó en mí con una profundidad imprevista, inaudita. Todo mi sombrío romance familiar pasó frente a mis ojos en un instante. Todavía la escucho en su voz y pienso en ello consternado.

El mundo de Enrique eran los libros. Cuando me enteré de su muerte, escribí en Facebook que acababa de morir El Niño Lector. Así era exactamente Enriquito, como siempre le dije. Tenía una relación con los libros como un niño con sus juguetes. Los libros borraban la otra realidad. Finalmente, en sus postrimerías, terminó leyendo en los bancos de los parques. Seguramente a su alrededor los niños jugaban. Y algún loco debió de mirarlo con cierto reconocimiento.

Cada vez que me escribía a Madrid o a Bariloche me hablaba de libros. Algunos se los enviaba a Cuba. Recientemente, cuando hablé con él por teléfono dos veces, una desde el teléfono de Vitalina Alfonso, su ex pareja y gran amiga, y otra desde el teléfono de Ramón Hondal, otro gran amigo suyo, todo el tiempo me hablaba de los libros que estaba leyendo. En esa última llamada me dijo que había comenzado a leer todo Nietzsche, qué él sabía que era una de mis lecturas predilectas. Así que finalmente murió leyendo al filósofo de Sils Maria, que no por casualidad yo evoco al principio de un extenso poema que le dediqué a mi amigo, antes de abandonar la Isla, "Epístola a Enrique Saínz, o de las conversiones imaginarias".

Algo de Alonso Quijano había en Enrique. Un poema de Unamuno siempre me hace pensar en él:

Leer, leer, leer, vivir la vida
que otros soñaron.
Leer, leer, leer, el alma olvida
las cosas que pasaron.
Se quedan las que quedan, las ficciones,
las flores de la pluma,
las solas, las humanas creaciones,
el poso de la espuma.
Leer, leer, leer; ¿seré lectura
mañana también yo?
¿Seré mi creador, mi criatura,
seré lo que pasó?

Su sabiduría, en la conversación

Pasaba algo extraño con la sabiduría de Enrique. No toda pasaba a sus ensayos. Su sabiduría, profunda, vasta, inabarcable, no se trasvasaba del todo en sus espléndidos ensayos. Era en la conversación, acaso socrática, donde revelaba su intensidad, su temperatura, como un extraño ardor. Epicteto, Séneca, Marco Aurelio, eran acaso sus estoicos pariguales. Eso no le impedía disfrutar con plenitud de los placeres del sexo y de la buena comida.

Una vez, se enamoró de una mujer, y entonces me dijo un día mientras caminábamos: "Sabes, Jorge Luis, hay solo dos cosas importantes en esta vida. La primera, la vida trascendente". "Le dije, ya sé, ya sé, Enrique, y ¿la segunda?" "Singar", me contestó, mientras le brillaban los ojos con un intenso ardor.

Otra vez me dijo algo interesante. Que cuando la voz femenina alcanzaba en el canto la mayor perfección era superior a todos los instrumentos musicales.

Después de los libros, la música clásica era su otro sostén en una vida que sabía provisoria y, en el fondo, acaso ya al final de su vida, para nada esencial. Después de transitar agónicamente por varias religiones a lo largo de su vida, terminó con una que pareció salvarlo de una gran depresión y colmarle su esperanza trascendente, que no lo abandonó más. Un día me dijo algo que me impresionó mucho: que en los orígenes todas las cosas tenían como un brillo, una intensidad que luego el tiempo perecedero, el de la caída, había ido debilitando. Él pensaba que al morir (es decir, que al dejar esta vida de penuria) regresaría a ese fulgor, a esa intensidad inmarchitables, a la verdadera vida. Yo pensé entonces en Jorge Manrique…

Por eso no me sentí tan en deuda con él (aunque eso era inevitable) cuando en la única ocasión en que pude visitar la Isla para presentar el libro Otros poemas, de nuestro amigo Raúl Hernández Novás, me enteré de que, ya jubilado, Enrique había solicitado algún trabajito, por sencillo que fuera este, en la UNEAC (donde había codirigido por diez años una revista, donde había publicado tantos libros, donde había dado tantas conferencias notables) para paliar un poco las estrecheces materiales a que lo condenaba su insuficiente salario de jubilación, y que eso le fue denegado por Miguel Barnet porque, según comentó a sus acólitos, Enrique era amigo mío.

También me molestó profundamente que no le concedieran nunca el Premio Nacional de Literatura, siendo el ensayista más prolífico y profundo de todos cuantos viven todavía en esa isla. A Enrique, por supuesto, esto no le interesaba, pero creo que fue una injusticia notable, y muy sintomática, acaso debida a lo que comentó una vez Abel Prieto: que Enrique no era contrarrevolucionario, pero tampoco revolucionario.

Varias veces le ofrecieron hacer el doctorado, pero a Enrique le parecía ridículo ese título. Teníamos una frase en común para burlarnos de eso: "Un aplauso para el doctor", por una anécdota que vivimos en común. Cuando nuestra amiga Luisa Campuzano se enteró que habíamos dejado el Instituto, nos ofreció la plaza de investigadores en el CIL de Casa de las Américas, Enrique y yo no aceptamos el generoso ofrecimiento. Entonces Enrique me comentó: cómo voy a trabajar en un lugar donde hay y adonde vienen unas mujeres que dicen que son latinoamericanas y se ponen ponchos, y eso. A algunos de los que hoy ostentan el Premio Nacional de Literatura les debería dar vergüenza usurpar algo que se merecía mucho más que ellos Enrique Saínz de la Torriente.

Enrique, cuando escribía,  no podía trasmitir todo cuanto sabía y sentía porque un pudor profundo se lo impedía. Sí trasmitía, cuando conversaba, como un entusiasmo sagrado, por aquello que sabían y sentían los antiguos: que el aire está lleno de dioses. Enrique era como un Macedonio insular para muchos jóvenes escritores. ¿Qué era para ellos? ¿El puer senex? ¿Una reliquia viviente del Lector? Porque es sintomático que esos jóvenes se le acercaran siempre. Primero, entre otros, los que fueron jóvenes en Diáspora(s), después otros muchos (Juan Manuel Tabío, Ramón Hondal, Ibrahim Hernández Oramas, Carlos Aníbal Alonso, Pablo de Cuba y un dilatado etcétera).

Una vez, por ejemplo, en Literatura y Lingüística, escuchamos leer a dos jóvenes poetas que no conocíamos. Uno de ellos leyó: "Confesiones de San Agustín, Libro IX, Capítulo X". Entonces supimos enseguida que ese joven pertenecía, como dijo María Zambrano de Lezama, a nuestra vida esencial.

Su imagen final, leyendo o viajando en los bancos de los parques, como exiliado del mundo, es la que prefiero de Enrique, y caminando, caminando siempre, y trasmitiendo una sabiduría indecible.

 

Bariloche, junio 2022.

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1 comentario

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Profile picture for user EL BOBO DE LA YUCA

La anécdota con el matrimonio de viejitos y las medicinas hubiera sido perfecta si: suena el teléfono, el viejito atiende, tranquilo, y después dice: "Era su amigo JORGE LUIS ARCOS para recordarle que se está haciendo tarde..."