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Narrativa

Rectángulos grises

'Parecían fondos de ataúd que se amontonaran en espera de ser completados. Una amenaza, la cabeza de playa de lo incomprensible en medio de un aburrimiento interminable.'

La Habana
Preinco
Preinco Preinco

 

No recuerdo en cuál de los parques entre las calles C y D nos encontramos una noche Milo y yo con un amigo muy alarmado porque había aparecido un centenar de rectángulos grises repartidos en pilas en una de las esquinas del parque, justo frente a su casa. Parecían fondos de ataúd que se amontonaran en espera de ser completados. Una amenaza, la cabeza de playa de lo incomprensible en medio de un aburrimiento interminable.

Pero nadie sabía qué cosa eran aquellos rectángulos grises. Para qué servían. Alguien dijo que iban a construir una tarima en el centro del parque para un espectáculo musical. No sé cuáles artistas vendrán. Podría tratarse de un cargamento olvidado, perdido en el caótico circuito de movimiento de materiales. Podría ser un suministro que nunca llegó a una academia de artes plásticas. O elementos de la escenografía de una presentación artística repetitiva hasta la epifanía, que se llamaría "El Mantra".

También esto resultó falso. El caso es que un sereno velaba toda la noche para que nadie pudiera robarse los rectángulos grises. Una semana después, nadie había conseguido que aquel buen hombre revelara de qué se trataba, para qué estaban allí aquellos objetos tan exactos y tan inexplicables. Alguien le dijo a Arman, nuestro amigo preocupado, que habían cubierto con ellos una edificación de dos pisos —la Casa Belga, sede de alguna empresa muerta o fantasma— durante dos días.

Pero eso también era absurdo. Arman había sido un testigo muy atento de que aquellos rectángulos de madera nunca desaparecieron para volver a aparecer en un par de días. Incluso el que no estuvo más, de repente, fue el sereno, que una noche no acudió y ya nunca volvió, como si lo hubieran enviado a cuidar otro sitio o ya no valiera la pena velar por aquel montón de tablas grises.

Durante varias semanas los rectángulos siguieron allí y nadie se llevó ninguno, como si fuera imposible darles alguna utilidad. Hasta que por fin empezaron a desaparecer. Cada mañana faltaban dos o tres y un buen día ya no quedaba ninguno. Arman, muy emprendedor, obtuvo una difícil licencia y abrió una pequeña cafetería en una esquina del portal de su casa. La llamó "Círculo gris", pero nunca logró una clientela regular y terminó cerrando. El cartel con el nombre quedó recostado a una columna durante mucho tiempo, hasta que también, un día, desapareció.

 


Ernesto Santana nació en Puerto Padre, en 1958. Ha publicado varios libros de cuentos y las novelas Ave y nada (Premio Alejo Carpentier, Letras Cubanas, La Habana, 2002) y  El carnaval y los muertos (Premio Franz Kafka, Agite/Fra, Praga, 2010).

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