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Crítica

La paz del mundo cruel

En su más reciente novela, Abilio Estévez no solo narra el fin del machadato, sino un periodo más vasto de la historia cubana.

Miami

¿Puede salir ileso el simple lector tras un libro aparentemente calmo, que arrastra consigo embates de la violencia humana, retratos de la escabechina, del linchamiento, del miedo, y luego seguir su camino, así, como si nada hubiera ocurrido? No en balde, en Mystery and manners, Flannery O’Connor, que sabía de lo que hablaba, se refería a ese impacto "muy duro para el organismo" que generaba la literatura pasmosamente violenta a la que le dedicó sus mejores momentos.

Cuando todo comienza en Archipiélagos, última novela de Abilio Estévez, José Isabel Masó, a punto de cumplir los 16 años, es testigo único del asesinato de un hombre y de la desaparición de su cadáver bajo la porosa materia de un pantano. Estamos en las afueras de La Habana, en agosto de 1933, momento en el que se deshace el Gobierno del dictador Gerardo Machado.

Ahora, con 80 y tantos años cumplidos, lejos del país y de sus muertos, Masó hace balance de aquellos años iniciáticos, ejecuta un paneo sobre las imágenes singulares que retuvo su retina, sopesa los pormenores de una vida marcada por el exilio, la proximidad de la muerte y el caudal destructivo de la condición humana. Como trasfondo, le acompaña la agresividad misma de los elementos en el trópico: el trueno, la lluvia espesa, el calor cerrado, asfixiante.

"Nada indicaba que hubiera habido una matanza en la Avenida de las Misiones", apunta este narrador sobre el ambiente de aquel caserío "a veces excesivamente silencioso" del extrarradio habanero. Porque aquí, aunque parezca cubrirse de una pátina bucólica, todo es violento: el cuerpo del soldado Alfonso Purí, tan parecido a un guerrero del káiser, que cruje cuando es colgado en una guásima; o el sueño recurrente del boxeador frustrado Ezequías Cumba, en el que atraviesa medio monte, desbrozando la maleza con la ayuda de un machete; o su propio suicidio, de madrugada, años más tarde, cuando ya nada tiene sentido; o los tizones encendidos, vertidos sobre el pecho del Malo Isleño después de que entrara en la cama de su propia hija, cuando esta todavía no llegaba a los 14 años…

Pero el nervio, la sensación de ser atrapado por un "algo" inclemente, no acaban, incluso cuando el relato viaja hacia el pasado del pasado: el horror del ciclón de 1926; el fusilamiento de un soldado en las cercanías a La Maya, en 1912, en los tiempos en que, como no pocos, Ezequías se alistó de manera mecánica en el contingente que combatió del lado del Gobierno en la Guerra de los Independientes de Color (probablemente una de las secuencias mejor logradas dentro de este libro); o la muerte de los hijos jimaguas de Nino y Filita en tiempos de la Reconcentración de Weyler, hacia 1895; o mucho antes, la avalancha de mambises negros, completamente desnudos, de noche, sobre sus caballos, asiendo machetes contra un cuerpo de infantería español debidamente ataviado.

Lo interesante en estas páginas no es que Estévez esté relatando el fin del machadato (con sus ajustes de cuentas, sus ahorcados y sus turbas desatadas), sino cómo se narra un pedazo mucho más vasto de la historia de una nación a través de la petite histoire: bordeándolo, iluminando ciertas zonas poco concurridas de la topografía nacional (y de las letras cubanas), a partir de esa "intención de caza" palpable en los ojos de todos, de la que hablara Lino Novás Calvo; también de la angustia, del miedo... Lo medular aquí sería que, al final, ese Gerardo Machado ordinario haya terminado siendo "un modo de gobernar o de joder", un paradigma al que Abilio Estévez se aproxima desde los bordes, a partir de retazos de archipiélagos fictivos que conducen a un único puerto, a la idea de un país que las más de las veces ha sido visto por sus oficiantes como un hermoso latifundio.

Si de pedazos se trata, esta resulta sobre todo una novela periférica, que escapa de aquella Habana de 1933 que retratara Walker Evans, que filmara André de la Varre, que visitaron los aviadores españoles Barberán y Collar, y que Alejo Carpentier evocara en El acoso, y que se centra en un recodo entonces apartado de la orografía capitalina, en un Marianao primigenio, que genera extrañeza, edénico y salvaje, con todo lo indomesticable que este último término pueda albergar.

Aunque por su ambientación nos remita por momentos al primer tramo de Paradiso: a Baldovina, a su mano separando los tules del mosquitero, a la lluvia copiosa de octubre y al espacio siempre sugerente de un cuartel militar, otros gestos de este narrador dejan al descubierto ese corte vertical sobre su poética que revela sus lecturas, y ese ojo que le vamos usurpando a otros escritores para configurar, con los años, si es que tenemos suerte y talento, el nuestro.

Si bien hay aquí de Juan Rulfo, de El llano en llamas, lo que curiosamente emparenta a este libro con la veta violenta de la novela de la Revolución Mexicana; si hay del viejo Horacio Quiroga, por la vindicación de una naturaleza desbordada y hasta asesina, mucho más habrá de Lino Novás Calvo, ese clásico poco ponderado de las letras cubanas, un gallego curtido que atravesó varios exilios y que escribió al menos dos de los mejores cuentos de nuestra lengua. De manera que el background de Estévez va mucho más allá de Lezama Lima y de Virgilio Piñera, como pudiera antojárseles a los lectores más epidérmicos. Se ha dicho poco (o tal vez nunca), pero Novás Calvo se erige entre los pilares, no solo de la formación letrada, sino de la mismísima educación sentimental de este escritor.

Por ello no nos extraña en Archipiélagos la aparición de quien tal vez sea el personaje más emblemático de la narrativa de Novás Calvo: un chofer de taxi que recorre la ciudad, muerto de miedo, que intenta escapar de los peores furores de aquella revolución. "Los mismos soldados que guardaban la salida de la ciudad le dieron paso después de cerciorarse de que no iba nadie dentro", leemos en ese enorme relato que es "La noche de Ramón Yendía", escrito en el mismo 1933.

Pues en 2016, como si Tarantino pudiera invadir una de las escenas aparentemente sosegadas producidas por Éric Rohmer, nos enteramos del sitio a donde se dirigió aquel "fotinguero" que había funcionado como informante de la policía secreta del dictador Machado y que terminó absurdamente asesinado: nada menos que al Marianao de Abilio Estévez: "Libertad Peña preguntó si había visto pasar a alguien. Muy poca gente, solo conversé con Ramón Yendía, respondió Niña Genali, que pasó en su taxi por la Calzada Real, hace 20 o 30 minutos, medio dormido y con cara de terror, iba para El Cerro o Cuatro Caminos, no sé, estaba asustado. ¿Qué te dijo? La Habana está que arde, despierta y repleta de gente armada y él no sabía qué hacer".

De estas pavesas de lo brutal está cargado este libro que se une a muchos de los cuentos de Novás Calvo por ese sentimiento perturbador, de estar a expensas de la barbarie, del naufragio, del cuchillo clavado en la espalda. Porque a Lino, el escritor cubano que más veces en su vida ha empleado las palabras "machete", "mocha", "cuchillo", se le puede acusar de todo menos de generar sosiego en el lector.

Estévez recupera los mimbres de una escritura que causa dolor, el regusto por el nervio violento de la condición humana, el saber configurar carne letrada de nuestras miserias, las magras y las enormes, la presencia de putas, marginales, gente muy común, todos dañados, señalados por el fatum, que es también el fatum incómodo de una nación pespunteada por mesías y mandamases. Y como trasfondo: el suicidio de la Gioconda, cantado por Callas o por Deborah Voigt.

En su retrato de la violencia, Novás Calvo prefiguró mejor que cualquier analista político lo que ocurriría años más tarde en el devenir cubano. Con Archipiélagos, Abilio lo secunda, lo corrobora, termina completándolo. Ambos libros enriquecen ese anaquel que en nuestras bibliotecas personales debemos dedicar al relato del desmadre de la deseada nación moderna, al fin de la épica independentista y al inicio del apogeo de nuestros fueros totalitarios. Es este un Abilio Estévez horrorizado, sí, aunque no lo parezca, como un padre decente que ve, desde un falso espejo o un hoyo en la pared, cómo su hija es lentamente desvirgada.

Hombre de teatro al fin, Estévez sabe del valor de la escenografía, de la colocación del atrezo; y —como hiciera en La verdadera culpa de Juan Clemente Zenea—, de la belleza de lo violento. De ahí los arbustos recortados del cuartel de Columbia, tan perfectos que parecen colocados "por un decorador de zarzuelas"; el aldabón de bronce en forma de ala de pájaro que se erige en la puerta de un prostíbulo; la nube de mosquitos que se desata cuando el cuerpo del asesinado penetra las aguas del pantano; el sonido del millo de las escobas, a la mañana siguiente del paso del cometa Halley, en 1910; o las sillas de Viena y los ventiladores de techo de cuatro cuchillas que singularizan a La Estrella de Occidente, la fonda de Nino, un antimachadista que termina escondiendo de la revancha a un amigo íntimo del dictador en fuga.

Por lo demás, como en toda la obra de Estévez, es este un relato sensual, sobre la condición feraz de la naturaleza y el carácter deseante del ser humano; un perpetuo elogio a esas amistades patrócleas entre dos hombres, que tanta literatura han generado: la de José Isabel Masó con el ausente Vitaliano, su dependencia emocional, su Eros no siempre domeñado, con el relato de sus paseos por las riveras del Almendares, de sus confesiones, de sus juegos…, en el que se le da continuidad —porque la existencia humana está plagada de estas interrogantes— a la misma pulsión que, 40 años atrás, llevó a su futuro padre, Maximino Blanchet, a admirar al mulato desamparado Palés; relaciones de fusión entre varones que nunca se abisman al terreno de lo carnal, y que recuerdan aquella novela nubosa de Sandor Márai, El último encuentro, sobre dos hombres que en otros tiempos se amaron como amigos: un viejo general austrohúngaro y un colega de juventud que regresa a Europa después de 41 años en el trópico.

Como en el libro de Márai, Archipiélagos habla de un anciano que necesita hacer balance, que intenta separar el mar de fondo para atrapar una verdad, la verdad que se oculta detrás de todo el relato oficial, detrás de la historia de un hombre, de un caserío que ya no aparece en los mapas, y por último, la verdad trágica de una nación.


Abilio Estévez, Archipiélagos (Tusquets, Barcelona, 2015).

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