Existen dos formas de novelar la Historia. La más conocida y evidente consiste en apropiarse de un personaje o un hecho para recrear de manera fiel o imaginaria lo más trascedente. La biografía, algunas certezas, y no pocas intuiciones, componen entonces el relato de una vida.
Hay algo cercano a lo épico en esta elección y una afinidad que se aprecia en el punto de vista del autor. Los protagonistas, en estos casos, participan en la epopeya o escapan a las eventualidades, pero encarnan en sí mismos una visión en la que es difícil esconder las empatías del escritor. Esto lo ejercieron, con diferencias, en la literatura cubana, Lino Novás Calvo, Alejo Carpentier y Reinaldo Arenas, entre otros. No importa que se trate de héroes caídos en desgracia, o de trúhanes que deambulen en sentido contrario a las cronologías; en todos estos casos un sujeto es el centro del relato, y sus desgracias o glorias le pertenecen y conservan su unidad por sus acciones.
Tanto lo que Barthes nombrara "efectos de lo real" como la fabulación, están limitados por la existencia de estos personajes en algún momento de la Historia. La vida de Pedro Blanco Fernández de Traba de Pedro Blanco El Negrero de Novás Calvo, del Cristóbal Colón de El arpa y la sombra y del Fray Servando Teresa de Mier de El mundo alucinante,obligan al respeto de ciertas reglas que limitan la escritura de sus biografías noveladas.
Al comenzar a leer Archipiélagos, la más reciente novela de Abilio Estévez, uno se pregunta de inmediato qué relación guarda lo contado con la historia política cubana.
Alrededor de la imagen del asesinato de un adolescente, Archipiélagos rememora los años y los días que antecedieron a la caída del presidente Gerardo Machado, primer dictador de la historia republicana cubana. Tomando como espacio a la barriada de Marianao, al igual que en dos de sus novelas anteriores (Tuyo es el reino y El año del calipso), el personaje de José Isabel Masó narra —ya viejo y exilado en Vermont—, la vida de más de una docena de personajes que comparten entre sí dos experiencias comunes: la de vivir en el mismo lugar, y la de intentar sobrevivir a la traumática dictadura machadista y a la revolución de 1933 que obliga a exilarse en Miami al dictador.
Como en toda la narrativa anterior de Estévez, Archipiélagos es una novela de personajes, más que de conflictos o de sucesivas acciones. Las vivencias y reflexiones existenciales de individuos siempre solitarios y confinados, giran aquí alrededor de la tragedia de una dictadura y la frustración de una república imaginada durante décadas de guerra de independencia contra España.
Una de las intenciones de Estévez se insinúa desde el título mismo del libro. Lo que le interesa narrar aquí son las ficciones fragmentadas —a manera de archipiélagos— de quienes vivieron y fueron testigos simples y aislados de los últimos días de Machado. El refugio en una fonda de Marianao llamada La Estrella de Occidente de los principales personajes de la novela que esperan el final de la dictadura, es el centro de reunión, de coincidencias, y de evocaciones de múltiples acciones dispersas.
La Historia provoca el azar de este encuentro de incertidumbres ante un orden tiránico que se deshace y la resignación de aceptar un nuevo comienzo para unos, y para otros el fracaso de sus vidas.
Un archipiélago de personajes
Quien conozca sus libros anteriores sabe que la intensidad de la narrativa de Estévez radica en la manera de estructurar el relato a través de una suma, aparentemente caótica, de monólogos, o de confesiones de individuos obligados a un encierro real o psicológico que se acrecienta a medida que avanzamos en la lectura de sus conflictos.
Lo que Paul Ricoeur llamara "la intriga"del relato, se origina en las novelas de este escritor en una imagen que funciona como génesis de la transformación de lo real y del libro. El herido Sebastián de Tuyo es el reino, las visiones del payaso Don Fuco y la predestinación del Moro en Los palacios distantes, el bailarín ruso que persigue la conciencia de Constantino Augusto de Moreas en El bailarín ruso de Montecarlo, el jardinero de El año del calipso y la foto de Jafet ante Valeria mientras escribe El navegante dormido,cumplen esta función de legitimar la existencia misma de la novela.
Ser testigo del asesinato por un disparo de un joven de la misma edad del narrador, fundamenta en Archipiélagos la escritura del libro, y concluye definitivamente en el personaje la edad de su inocencia en un mundo hasta entonces, para él, a salvo de la Historia.
A su vez, en la dramaturgia de Estévez, de manera consciente, cada personaje conserva una relación ambivalente con un doble que lo complementa, lográndose así una alternancia entre la presencia de lo real que se padece y la aspiración de un estado imaginario que el otro ha logrado alcanzar antes de ponerse a salvo y desaparecer para siempre. Un espejeo constante entre el Yo y el Otro, entre sí mismo y su doble, entre el Aquí y el Allá, tratan de atenuar en las historias de Abilio una relación de pasión y miedo con lo ajeno y lo desconocido.
En Archipélagos, al evocar los años machadistas de su adolescencia, José Isabel Masó rinde también un homenaje a la amistad de su amigo Vitaliano, que es enviado por su padre a Tampa y que logra de esta manera el sueño del narrador de atravesar el horizonte.
Porque Archipiélagos son también en la novela los espacios distantes que el narrador imagina para consolarse del encierro insular, la figuración de sus deseos de escapar ("solo en la fuga se esconde el triunfo") hacia territorios que estén a salvo de las calamidades —geográficas y accidentales— de la isla real en la cual tuvo la mala suerte de haber nacido: "El miedo estaba allí. ¿Estaría también en archipiélagos lejanos?", se pregunta José Isabel.
Cuba es el punto de partida y el referente constante del imaginario de Estévez y de sus relatos, como si la desesperación de sus personajes de verse condenados a permanecer en la Isla no se atenúara definitivamente con la partida y el anhelado exilio.
Sin embargo, en dos gestos de Archipiélagos —del propio narrador y del coronel Maximino Blanchet— se percibe la insinuación de una ruptura radical del destino de los personajes en sus relaciones con Cuba: el narrador ha encontrado la felicidad en el exilio, el coronel cosmopolita e infatigable viajero ve terminar de manera humillante su vida en la Isla debido a su amistad con el dictador Machado.
El libro concluye con la confesión de un narrador ya anciano que escribe desde Alburg y reconoce que "ahora esta es mi casa, mi lugar de concluir y descansar". La novela que el lector termina de leer, a pesar de contar hechos ocurridos en la Cuba de la época republicana, es una novela de exilio: la casa, el lugar de la elocución y de la escritura, ha cambiado de lugar ya de manera definitiva porque es evidente que la voz del texto concluirá en este sitio, y no volverá nunca más a su origen, a Cuba.
La lectura sugiere el cierre de una puerta, el desplazamiento definitivo hacia el exterior de la Isla del acto creativo, y de la memoria histórica y cultural que ha pretendido rescatarse del olvido.
Mención aparte merece el coronel Maximino Blanchet, que representa en Archipiélagos, de alguna manera, la realización de la conciencia imaginativa de Estévez. Hijo aventurero de una notable familia criolla, Blanchet sí logra viajar por el mundo, estudiar en París, aprender otros idiomas y alcanzar así unos conocimientos y una cultura que le permiten integrar la elite de la sociedad a su regreso a Cuba. De alguna manera este sería un modelo de personaje de la memoria afectiva del autor que describe, sin embargo, su fracaso por desear volver ingenuamente a la isla fatal con un astrolabio comprado en Copenhague y que perteneciera al célebre astrónomo llamado Tycho Brahe, quien a través de la simple observación de las estrellas pretendió descifrar los destinos humanos.
En uno de los momentos de mayor intensidad de Archipiélagos se narra la furtiva visita nocturna a Villa Justina, opulenta residencia abandonada, y a la biblioteca del coronel Blanchet. El objetivo de la comitiva de personajes entre los cuales está el narrador, es subir a la torre donde se esconde el astrolabio que utilizara el coronel para su trabajo de geógrafo en el campamento de Columbia, sede del ejército.
Mientras el coronel, destituido de sus poderes de antaño, aguarda escondido en el sótano de La Estrella de Occidente, el rescate del astrolabio por sus improvisados cómplices, la descripción del pasaje del descenso de la torre y de la caída de este símbolo y de los poderes de su dueño, funcionan como la doble metáfora —espacial y moral— de la impotencia del espíritu cosmopolita ante la barbarie. Pocos días después se cumple el caos pronosticado: Villa Justina será incendiada por una turba que trata de vengar la complicidad del coronel con el dictador Machado. Como el astrolabio ahora inútil, la nación pierde su rumbo, y se invierten de manera violenta la dirección de su destino.
Marcel Proust en un pasaje de su libro póstumo La prisionera dice percibir un cierto sentimiento de altitud relacionado con la vida espiritual en la prosa de Stendhal. Y cita dos ejemplos. El lugar elevado en que es confinado Julien Sorel, y, sobre todo, el campanario desde el cual el abate Blanes se ocupa de astrología, y desde el cual mira hacia el mundo el joven Fabricio.
En medio de las incertidumbres de la revolución, el rescate del astrolabio y el olvido al que es condenado en una torre junto a la biblioteca, descritos en las páginas finales de Archipiélagos; se pueden interpretar como un símbolo de decadencia y del fracaso de toda tentativa por salvar a la Isla de los demonios de su historia, de integrarla con serenidad a otros prósperos modelos culturales.
Del otro lado de la Historia
Si la Historia aparece como telón de fondo de la novela, Estévez detiene sin cesar la descripción de la acción para recrear, en todos sus detalles, los universos cerrados e íntimos de individuos en apariencia irrelevantes. Más que la biografía de héroes, son los deseos, angustias y expectativas de estas personas olvidadas quienes le interesan por ser a la vez las víctimas directas de la Historia y los emblemas invisibles de la espiritualidad de una nación:
"A ver, ¿qué necesidad hay de morir como un héroe si se puede vivir como un hombre común? Ha habido muchos héroes, sí, ¿y qué han conseguido? ¿No es mejor, mientras se puede, comer tamales y beber cerveza? (…)¿No es mejor echarse luego a dormir una siesta, o templar jovialmente entre la maleza (hasta con una chiva, si se tercia), que acabar con el cráneo tajado en la batalla de Peralejo o en la europea (y no por eso menos salvaje) de Mulhouse? Ni siquiera hay que ir tan lejos con lo del palmar, las cervezas y el singar, que a veces el simple acto de beber un vaso de agua en mitad de la noche vale más que cualquier sacrificio."
Vale la pena preguntarse entonces por qué precisamente ese período de la historia de Cuba. O lo que es lo mismo: ¿por qué situar la ficción en la época de Machado? La respuesta habría que buscarla en las intenciones que subyacen en la escritura de este escritor.
Abilio Estévez ha ido construyendo poco a poco una obra minuciosa que indaga a partir de la subjetividad de individuos al margen de las decisiones de la Historia, diversos registros del espíritu nacional cubano. Tres obsesiones parecen acosarlo como escritor y como ser humano. La primera: ¿en qué momento se malogró en Cuba la ilusión de una nación moderna? La segunda: ¿cómo hacer para escapar de una maldición histórica antes recurrente y ahora detenida en el tiempo desde hace más de medio siglo? Y la tercera; ¿hasta qué punto el placer, la memoria y el arte, pueden salvar a un individuo de las contingencias del tiempo que impone la Historia?
Estévez intenta responder a estas preguntas buscando los indicios eventuales (incluyendo, claro, las revoluciones y las dictaduras) que han impedido a la Isla alcanzar el esplendor al que se suponía destinada. En Archipiélagos, a diferencia de otras de sus novelas, no se exaltan los placeres ni los valores de un pasado anterior a la revolución del 1959. Su intención ahora es tratar de descifrar la genealogía del autoritarismo y sus secuelas en la sociedad y en las personas, para especular sobre los demonios de una recurrencia que ha terminado por congelar el tiempo, desamparar a sus ciudadanos, y excluir a la Isla de las secuencias de la contemporaneidad.
Lo anterior explica también la densidad de esta voluminosa novela cuya lectura parece exigir al lector dos condiciones indisociables: la vocación de indagar en las bases constitutivas de eso que damos en llamar la identidad cubana, y el conocimiento previo de la obra de Estévez. El uso magistral de la lengua y la exposición de la psicología social a través de situaciones banales, refranes, costumbres y del archivo de su imaginario, vienen a sostener y a fundamentar este enorme esfuerzo intelectual de indagación de lo cubano.
En un singular ensayo titulado La experiencia totalitaria, el búlgaro Tzvetan Todorov afirma que ante la la memoria del mal, la única esperanza es la comprensión de que el mal forma parte inseparable del espíritu humano, y termina tarde o temprano por manifestarse de diversas formas, y a través de comportamientos o de experiencias como las de los totalitarismos.
Léanse entonces estos Archipiélagos de Abilio Estévez como un intento de registrar, con cierta resignación, las experiencias y obsesiones del espíritu cubano para salvarlas —¿o condenarlas?—en los inventarios ficticios de su memoria colectiva.
Abilio Estévez, Archipiélagos (Tusquets, Barcelona, 2015).