La conciencia crítica de la enorme Rusia y su historia reciente, atrapada entre el zarismo y los comunistas, palpitaron durante 18 años en una granja con pretensiones de dacha moscovita levantada cerca de Cavendish, un pueblo de 2.000 personas, del estado norteamericano de Vermont. Allí vivió lúcido, implacable frente a su máquina de escribir, Alexander Solzhenitsyn, un intelectual desterrado porque con su literatura le enseñó a su país y al mundo las miserias del paraíso soviético y la verdad del socialismo real.
El escritor fue arrestado en febrero de 1974 y obligado a viajar, junto a su esposa Natasha y sus tres hijos, a la entonces República Federal de Alemania. Luego se trasladaron a Zúrich hasta que, en octubre de 1976, se mudaron a Vermont. Antes, en territorio soviético, el novelista había vivido un largo exilio interior con vida de escritor clandestino. Así contó, entre otras cosas, su experiencia de ocho años de cárcel en un campo de trabajos forzados del estalinismo. El autor padecía también la alternativa de los miedos de quienes ejercían el poder en su patria, que un día le permitían que publicara un libro y al otro lo deportaban a una región remota.
Solzhenitsyn fue a parar a la cárcel en 1945 porque, mientras servía como capitán del Ejército Rojo, durante la Segunda Guerra Mundial, escribió una carta privada a un amigo en la que criticaba a Iósif Stalin. De la prisión fue deportado a Rusia Central donde comenzó a trabajar como maestro. Siete años después de la muerte de Stalin, en 1962, le permitieron publicar su primera novela: Un día de Iván Denísovich. Otros libros importantes de esa época son El primer círculo, Pabellón del cáncer y Agosto 1914. En 1970 recibió el Premio Nobel de Literatura.
El libro que le hizo ganarse el destierro fue Archipiélago Gulag, publicado en Francia en 1973. Una indagación lúcida y sin compasión sobre el sistema de prisiones y el trabajo de la policía secreta en la Unión Soviética.
El hombre que llegó a Vermont en el invierno de 1976, con aquellas pesadumbres en la cabeza y sin esperanza de vislumbrar una fecha para volver a Rusia, creyó ver o quiso ver en los paisajes americanos de esa región alguna semejanza con la geografía y la atmósfera de la infancia que tenía en la memoria. En la granja que compró para instalarse con su familia se hizo construir una gran casa como las que rodean la capital de Rusia, apacibles, recónditas y rodeadas de bosques.
Solzhenitsyn, contaban sus amigos, mantenía la costumbre de remojarse por las mañanas en un lago cercano, tomar un café y sentarse a escribir sin descanso hasta el almuerzo que se recibía con un ceremonioso y preventivo trago de vodka. Vivía como un ermitaño, entregado, con cierta desesperación a escribir y a investigar como si pensara que el tiempo no le alcanzaría para finalizar todos sus proyectos. Daba conferencias en universidades estadounidenses y realizaba viajes al extranjero, concedía pocas entrevistas a la prensa y se negaba a recibir visitas, ya fueran imprevistas o anunciadas. Fuera de la literatura, se dedicaba a pasear y cortar madera por las inmediaciones de la casa y a jugar y charlar con su mujer y con sus hijos.
No hacía vida social en Cavendish y nadie puede asegurar que alguna vez lo vio atravesar la desolada Main Street de ese pueblo y entrar a un bar a tomarse una cerveza. Pero sus viejos vecinos de casi 20 años se acuerdan del escritor. Y las nuevas generaciones que ni siquiera pudieron presentir su presencia en la casa donde tecleaba el ruso también lo han asumido como uno más que se ha ido y ha muerto lejos. En el verano de 2013 montaron en su museo una exposición de pinturas, fotos y portadas de libros del hombre silencioso que compartió sus tierras, su paisaje y su aire puro. El diario Time Angus, de Vermont, publicó una reseña y dijo que Natasha Solzhenitsyn visitó la muestra y quedó sorprendida y emocionada por el contenido de las piezas reunidas sobre la vida de su marido.
En Cavendish lo querían, lo respetaban y sabían exactamente quién era aquel personaje y la importancia que tenía su trabajo.
Cuando murió Solzhenitsyn, en el verano de 2004, con 89 años, en Moscú a donde volvió en 1994, Mario Vargas Llosa escribió su testimonio sobre el cariño de la gente de Cavendish por el intelectual ruso. El peruano dice que no lo conoció en persona pero que estuvo cerca de él porque trató de visitarlo en Cavendish. Recuerda que llegó al pueblo y le preguntó por el escritor a la primera persona que se encontró, una señora que abría a paladas un camino entre la nieve.
"No quiero molestar al señor Solzhenitsyn", le dijo Vargas Llosa, "solo ver su casa de lejos. ¿Me puede decir dónde está?"
"Sus indicaciones me llevaron al borde de un abismo", agrega Vargas Llosa. "Pregunté a tres o cuatro personas más y todas me engañaron y desviaron de la misma manera. Por fin, un bodeguero me confesó la verdad: 'Nadie en la vecindad le mostrará la casa del señor Solzhenitsyn. Él no quiere que lo molesten y nosotros en el pueblo nos encargamos de que sea así. Lo mejor que pueda hacer usted ahora es irse.'"
Y Vargas Llosa se fue. Estaba convencido de que había conocido mejor a Solzhenitsyn.
Este texto apareció en El Mundo. Se publica con autorización del autor.