Siempre sentí formar parte de algo en proceso para un después que no existió: una promesa. Por eso, pienso que las obras del dramaturgo chileno Guillermo Calderón (Chile, 1971) representan ese borrador que deberíamos ser, algo más que una promesa. Cuando vi durante un Festival de Teatro de La Habana, sus obras Neva y Diciembre, comprendí que "la política…puede ser también escuchar". Y cómo nos falta "esa práctica de la escucha política" a la que se refiere Roland Barthes en "¿Para qué sirve un intelectual?" para oír de otra manera. Al salir de aquellas dos puestas, muchas personas se doblaban hacia delante mirando al suelo, comparando sin lugar a dudas qué nos involucraba, a pesar del tiempo transcurrido entre las historias contadas y el presente, incluso, a pesar de la distancia geográfica, a aquellos días que parecían los mismos aquí o allá.
"Nueve de enero de 1905, acuérdese de esta fecha. Cuando venía al teatro vi una marcha de trabajadores que terminó en matanza", dice Aleko mientras se reconstruye la muerte de un gran escritor, en Neva.
Y continúa: "Olga, ¿le puedo hacer una pregunta técnica? Cuando Anton Chéjov murió… después… de haber estado tan poco tiempo juntos, mientras usted levantaba su carrera en el Teatro de Arte de Moscú y él la esperaba solo en Yalta… vomitando sangre… ¿usted qué sintió?"
"No me acuerdo… me quiero ir", responde Olga. "¿Ustedes podrían hacerme un favor? ¿Podrían actuar la muerte de Anton para mí?", pide la viuda. Con lo que Calderón intenta hallar con Neva un sentimiento perdido sobre la muerte, en contrapunto con la revolución que emerge, para problematizar sobre cuál debería ser el papel del artista.
"Tenemos que hacer una obra que nos cure el alma", pide Aleko.
"Cuando se seque la nieve hay que hacer teatro", prosigue Olga.
Entra en juego aquí la cuestión de si para la enfermedad del alma será suficiente con la cura de la actuación. Durante un largo monólogo final, Masha —la actriz que funciona de contraparte a Olga— la increpa: "se murió tu marido y quieres revivir su muerte porque no puedes actuar… Afuera hay un domingo sangriento, la gente se está muriendo de hambre en la calle y tú quieres hacer una obra de teatro. Actores de mierda, vanidosos, se creen artistas, pero son fantasmas, zapallos… ¿Quieren teatro? ¿Quieren llorar? Yo les voy a dar escenario y lágrimas. Vamos a morir y nos van a olvidar... Rusia se va a acabar…"
Es el final de Neva, profético.
Desde La muerte de Danton de Georg Büchner (1835) aparecen en el teatro contemporáneo síntomas existenciales y políticos dentro de la inminente pregunta que traen las guerras y los desastres naturales: "¿Cómo vivir o no vivir?". Lo que se ha llamado "el sismo moderno", por medio del cual también Calderón extrapola el tema de la revolución rusa, el hombre ante los cataclismos, la villa de las violaciones que se quiere transformar en museo.
En Villa, durante la discusión de tres mujeres encargas de decidir en qué se convertirá el llamado Cuartel Terranova, creando un campo de pasto o una casita feliz, sabemos que una de las tres encargadas de decidirlo nació producto de una violación también (porque su rostro le recuerda a la madre que la rechaza al padre violador). O, durante el discurso de despedida de la Presidenta de Chile, en Discurso se reconstruyen hechos de la historia del país a través de un discurso. O en Beben, retomando un cuento. O contando la muerte de un gran escritor que resume una época extremadamente violenta en Neva. Parapetadas cada una de estas obras en un hecho real que, más allá de las conversaciones aparentemente intrascendentes de la escena, traspasan el mundo real y actuado, hacia el literario.
Porque, debajo de una hablilla incesante que nos interroga a cada momento, acelerando y desacelerando a la vez, una historia que nos convierte en actores frente a ella y donde "nuestros cuerpos son los instrumentos" de abordaje también, hay un poeta que no le teme a la intensidad de las palabras ni del "yo" ni al ritmo desmedido, apabullante, de sus frases; ni a su conciencia política frenética. Las puestas de sus obras cuando terminan, continúan subliminales, cuestionándonos para qué servimos. Textos sobre texto, discurso en sí mismo cuya escenografía es el hombre en ese espacio negro de violencia donde confía en los gestos, en las luces, pero ante todo, en la palabra, único modelador de sus riendas, por lo que salimos del espectáculo con la conciencia y "¡sin la esperanza de que algo cambie jamás!", como gritara Woyzeck, el personaje de Büchner.
Crítico del sentido del teatro y de su para qué, Guillermo Calderón pondrá relleno de poroto como fruto, en los falsos embarazos de dos hermanas al final de Diciembre, cuando la discusión sobre ir o no ir a la guerra, esconder al otro hermano o no (asumir el tema de la nación y sus prioridades sobre las del individuo) para decidir si volver o no volver al frente, cuestionan el "deber ser" patriótico: "Por eso vuelvo. Porque quiero volver a mi lugar. Porque me siento como diciembre… lleno de fiestas tristes… porque a pesar de que mi ejército va a desaparecer yo voy a la gloria de la derrota", dice Jorge, el soldado, víctima del papel de la historia. No hay solución ni felicidad: hay disyuntivas; rutas quebradas para un hombre inmerso en "una dramaturgia de lo irremediable", con angustia de vivir sin tener a dónde escapar.
En Clase la obra discurre sobre lo que aprendemos: "el paisaje que tengo en mi cabeza es un bosque", dice el profesor. Y desde este bosque, salen ramajes para atraparnos en cualquier sitio por más lejano que esté. Bosque de conocimiento adquirido con desconocimiento de lo imprescindible. Porque, lo que está detrás de esta "clase" es la inconformidad de un profesor con su fatal existencia, sus fracasos; su otra larga clase en el mayor desconocimiento (esta vida) donde aprendió a mentir, a perder. Es muy tarde ya, cuando trata de quitar mito y sobrevaloración a su sabiduría, al mostrarle a la alumna su miserable realidad, contra la hipocresía de una enseñanza que los ha idiotizado de por vida: "quizás tú piensas que soy un árbol de conocimiento… Pero soy un recuerdo…", le dice, para darse todavía algún valor de memoria, enmarcando en pasado, aquello imposible como presente: lo que hubiera podido ser, si hubiera escapado a tiempo de ser solo un boceto, una promesa.
Y, tentándola a cambiar de rumbo, le dice: "Encuentra a tus amigos. Los mutantes. Los panes con mortadela… Luego encuentra tu mitología, inventa tus héroes". Y abre así un callejón hacia lo personal como única salida. Calderón —igual al maestro de Clase— no le teme a lo autobiográfico, adentrándose en los espectadores desde su "yo", inquiriéndolos, desde una dimensión que los enfrenta a ellos mismos dentro del engranaje social a partir de su experiencia. Aunque sabe que la experiencia es otro error más, aspira a que el resto lo sepa también, usando múltiples recursos entreverados en la estructura de las obras. También frases líricas: "néctar del damasco", o "el cerebro humano tiene olor a dulce de membrillo". Humanizando, frente al espectáculo real de la imposibilidad de querer, ciertos tonos, si bien ya inexistentes en la realidad, al menos, vivos todavía en el lenguaje. Una lírica de la desconstrucción, de la imagen y del sentido, que nos permite bajar un peldaño más dentro de la degradación sufrida, con esta dosis de colores y subjetividad.
La muerte de un amigo que terminó aplastado debajo de un camión dejó muy solo al profesor que está contando a su alumna cuál es el significado de la muerte para quien ha quedado de este lado, aparentemente vivo un tiempo más. Ese amigo no tenía uña en un dedo y señalaba siempre con su dedo índice, y el maestro afirma: "si me hubiera pasado a mí yo habría construido mi vida/ alrededor de ese dedo sin uña", enseñando cómo construye un poeta su poética, convirtiendo su carencia en poder. El dramaturgo chileno nos muestra, a través de este diálogo de un profesor con su discípula dentro de una clase, cómo hace un artista para enfrentarse a su deformidad, a su debilidad, a su impotencia. Sin embargo, cuando el docto profesor lo vio debajo del camión no pudo acercarse, no pudo brindarle ayuda, y se hizo pasar por un desconocido (como muchas veces los artistas nos hacemos pasar por desconocidos ante actos imprevistos de horror). ¿Cuántas veces envolvemos el cadáver del amigo en mortaja hecha con nuestra huida, miedo y miseria? ¿Cuántas veces seríamos capaces de señalar con un dedo sin uña?
En Discurso hay un solo personaje: la Presidenta de la República en su último discurso donde nos cuenta sus deseos e imposibilidades con ironía y dolor, a través de tres mujeres que la representan con una banda en el pecho de un color cada una: azul, blanca y roja. A través de su discurso y de las bandas de color alegóricas se ven las etapas por las que ha pasado el país —y su propia vida—, como si fuera un paisaje que se comprende con benevolencia. "Y entender es perdonar. Y perdonar es casi traicionarse", dice ella, que construye desde una casa de ladrillos que habitó, la nación, la conciencia y la conciencia del cuerpo como un pedazo de carne o de ladrillo y, de la conciencia de un país y de un cuerpo, se va a la conciencia de la vida. "Y esa conciencia me deja ver la vida de la vida de la vida", nos dice la Presidenta. Acentuando con este discurso final, su fuerza y debilidad; desacralizando al poder, al ponernos enfrente su poder de carne y hueso que habita un espacio, un volumen, una casa de ladrillos y un cuerpo efímero.
Beben nos cuenta las motivaciones que llevan a cuatro voluntarios a un campamento de la costa en la zona central de Chile a brindar su ayuda después de un temblor de tierra. Tres mujeres y un hombre jóvenes encontrados después del terremoto de 2010 —como si el terremoto fuera más que un paisaje de destrucción, un lugar de encuentro—, nos hablan de la violencia. No solo la de la naturaleza, sino de la de los hombres.
"Yo iba caminando y vi que venía un perro. Y traía algo en la boca. Y se acerca… y era una mano", así empieza Willi, con la profunda contradicción que tiene contar o no, lo que ha sucedido a los niños que han perdido sus casas, sus familias, sus perros y que ellos deben proteger, pero ¿cómo? ¿Con mentiras? Aunque el cuento sea lo más grotesco, hasta asqueroso que haya, nos relata cómo en momentos así, olvidamos a los que han cometido delitos o son diferentes, pero cuando ha pasado la necesidad de agua, de comida, de techo, todos vuelven a "vigilar y castigar".
El cuento atraviesa la obra descoyuntándola por tramos —o la obra va contando este cuento con frases intercaladas durante la discusión sobre si debe ser contado o no— retoma un fin moral sobre cómo engañamos a lo que vendrá (ese después) a través de las mentiras que decimos a los niños para supuestamente protegerlos. Cuando María, una de las voluntarias, salta: "yo tampoco creo que haya que ocultarles todo lo que pasó. Si encuentran un cuerpo en la calle, o un perro con una mano en la boca, tienen que saber. Es la vida".
Pero no es mi intención contar aquí el cuento que aparece dentro de Beben, sino acercarme a la pulsión con la que su autor trabaja: rumiar constante sobre el destino actual; interrogación abierta sobre el qué hacer en los momentos difíciles de la vida; alarido que no suena a deber ser, sino que expone la contradicción profunda de un texto dentro de un texto; de un hecho dentro de un hecho (caja china) que tenemos que entresacar como si fuéramos arqueólogos de los escombros para encontrar el tesoro (la crueldad) dentro de su contradicción. Que es, ante todo, una contradicción literaria para lograr el destino de una forma mixta, enclavada en una trama lineal que muchas veces se maneja desde un solo punto de vista: la visión del poder. Y Calderón la maneja desde la visión de un artista. Recuerdo Entre actos de Virginia Woolf, donde aparece una obra de teatro dentro de la novela, en la que sentados frente a un gran espejo los habitantes del lugar siguen contemplándose para saber quiénes son, buscando entre sus pobres reflejos, quiénes debieron ser.
Al igual que en Entre actos, en Beben el dramaturgo chileno ha puesto a la sociedad frente a un gran espejo para que nos contemplemos y veamos cuán mala actuación hacemos dentro de un mundo donde los textos casi no existen ya, donde todos se conforman con encoger sus frases —y sus vidas—, reduciéndolas. En contrapartida, él las desboca, las abre con todo su diapasón diciéndonos: somos esto que no se quiere decir; esto que no se quiere ver; esto que no se quiere sentir, invitándonos a pasar detrás del telón: esta basura acumulada, estos desperdicios, somos todos.
Esa arenga que nos destartala primero, nos vuelve a recomponer hacia lo que presumiblemente deberíamos ser, aunque sea un minuto antes de salir del espectáculo, sin que pretenda ser solamente un pase de cuentas, sino una llamada de alerta que golpee sobre el sentido de nuestra existencia: "Y cuando estás a punto de llegar tienes que perder. Tienes que descubrir errores garrafales en tu estrategia… tienes que salvarte por milagro. Y después de salir del hoyo de los cerros con los que quedaron, tienes que seguir peleando hasta quedar solo. Así, al final, vas a poder cantar… Aunque no sea verdad y estés más triste que nunca". Como Woyzeck cuando ve: "ese hoyo en el corazón de la vida", fuera del campo de batalla de una guerra de cada uno, crucial.
Y, como si el hombre fuera un boceto de arcilla susceptible a tener sucesivas conexiones con su pasado por gradas, donde el lenguaje —como pedía Barthes— no tiene jamás una comunicación recta, Calderón ve la escritura como una transmigración para desenmascarar esta parálisis general, movilizando en varias dimensiones (contrarias y negativas) nuestros actos. "Quiero que me enseñen a ser inútil", nos dice su alter ego en Clase, proponiéndonos despertar del letargo de la enseñanza y del espectáculo del teatro grande en el que estamos inmersos.
"Pero solo pude cumplir la mitad de mi promesa… aunque algún día la voy a cumplir entera", dice Carla, en Villa. "Y hay una villa que es un museo…Y alguien tiene que ir pasando y decir: mira, aquí había una mansión siniestra y ahora…hay un museo de arte contemporáneo… ¿Y por qué tan blanco? Bueno, para salir un poco de la estética del dolor... Hicimos lo que tuvimos con lo que no tuvimos": usando remiendos, subterfugios; manera de revestir la crueldad con carencias; maquillando el horror, ese desgarramiento en sus obras, sacando a la superficie recortes, durante la propia mutilación de sus párrafos, en frases entrecortadas convertidas en gritos, en gestos.
Pero para hacer este museo con palabras, hubo primero una demolición de "lo real", de "los sucesos" que el dramaturgo chileno, aunque toma por escenario su país, nos recuerda para cualquier contexto: dentro del pasto, en la casita, o en el arte contemporáneo, desacralizando un museo del horror que no está en un lugar específico ni es un mito depositado en direcciones concretas, sino en muchos sitios a la vez, dentro de nosotros, solapado, esperándonos.
Siento que con Guillermo Calderón el teatro contemporáneo se ha reconciliado una vez más con la palabra, con sus demonios, asumiendo esa barbarie que se llama progreso y su límite —como ocurrió con las obras de Büchner—, abriendo una puerta para salir de las falsas armonías, los sicologismos, sin oponer creación y destrucción. Aunque al salir de sus puestas queramos volver a la promesa de lo que íbamos a ser, ocultarnos en la escuelita, en el confort, bajando la cabeza hasta el suelo, aceptando una versión oficial y mediocre de la muerte de un escritor —como hizo la viuda de Chéjov al querer representar su muerte—, pensando en que si disimulamos esa visión en nuestras conciencias, si buscamos "el alma" solo en la escena, dejarán de triturarnos la historia, la sociedad y el tiempo.
Desgraciadamente, "cuando se seque la nieve" ficticia o real de cada noche día trascurrido sobre el escenario ya no habrá teatro, sino sangre.
Guillermo Calderón, Teatro I: Neva, Diciembre, Clase (LOM Ediciones, Santiago de Chile, 2012) y Teatro II: Villa, Discurso, Beben (LOM Ediciones, Santiago de Chile, 2012).