Las fuentes son uno de los elementos más atractivos del ajuar urbano. Cualquiera sea su diseño no suelen pasar desapercibidas, llegando muchas veces a ser motivo protagónico en el diseño ambiental del espacio donde se encuentran. Esto se debe a los hermosos efectos que los chorros de agua suelen crear, a veces acompañados de luz, así como a los elementos escultóricos incorporados que en ocasiones las identifican. Por otra parte, si la fuente está seca o mal atendida, transmite el pesar del espacio degradado y acentúa la disfuncionalidad de un contexto empobrecido.
Otro aspecto que fascina es su funcionamiento. El hecho de hacer brotar agua de manera artificial adquiere en nuestra mente efecto de espectáculo tecnológico. Máxime cuando hasta hace un siglo se servían de la gravedad y de cámaras cerradas para generar presión y dar vida a los surtidores en pleno contexto urbano. Entonces las fuentes tenían doble función: primero utilitaria, y luego, pero no siempre incorporada, ornamental.
Para proveer de agua a los pobladores de la antigua Habana se hicieron las primeras fuentes, una vez concluida la Zanja Real (1566-1592). Este primer acueducto canalizó y condujo por gravedad el agua del río Almendares hasta el centro histórico. Poco a poco se colocaron sencillos surtidores en distintos espacios públicos. En el callejón del Chorro, de la Plaza de la Catedral, queda el vestigio del que se instaló en 1592, aunque con una ornamentación barroca correspondiente a la renovación de la plaza del siglo XVIII. De esa época, pero de mayor elaboración, es la fuente que está junto a la Iglesia de Belén. Emplazada en 1755, tiene una preciosa taza cuadrifoliada, forma muy utilizada en la decoración barroca habanera.
La que hasta ahora se ha considerado la fuente original más antigua de La Habana no está en un espacio público. Es la del claustro principal del Convento de Santa Clara, que por su diseño barroco debe ser de principios del siglo XVIII, aunque el edificio data de 1638. Tiene dos tazas rectangulares que decantaban en otras más bajas las suciedades del agua de la Zanja Real.
En el siglo XIX se extendió el uso de las fuentes públicas ornamentales. En los patios de algunos palacios y conventos habaneros también se erigieron bellas fuentes, pero me interesa comentar aquellas colocadas en plazas y paseos, que sirvieron además para enaltecer el entorno y otorgar un carácter más monumental a la ciudad. Formaron parte del giro modernizante de la gran capital que incorporaba el ferrocarril, transporte público urbano, dos nuevos acueductos, cementerios, rotulación de calles, numeración de casas en pares e impares, alumbrado de gas y luego eléctrico, telégrafo, teléfono, etc. Todo ello sin perder su propósito utilitario, ya que aún el acceso al agua no era como hoy lo entendemos.
La Habana neoclásica fue La Habana de las fuentes. Las tuvo en mayor proporción, si se considera la superficie urbanizada, y también las más elaboradas artísticamente. Aún hoy las fuentes coloniales figuran entre las más conocidas de la capital. Solo entre 1835 y 1837, durante las obras de remozamiento acometidas por el Gobierno de Miguel Tacón, se incorporaron las cuatro fuentes de los jardines de la Plaza de Armas, la de la Plaza Vieja, la de Neptuno en el puerto, y cuatro más en el Paseo de Carlos III.
Esta reforma de la Plaza de Armas es la que ha llegado hasta nuestros días. Las fuentes, aunque sencillas, complementan con elegancia las cuatro áreas en que se ordena el jardín. Las actuales son copias realizadas en 1935, cuando la plaza fue restaurada por el arquitecto Emilio Vasconcelos.
La fuente de la Plaza Vieja quedaba al centro del nuevo mercado de Cristina, y sustituyó otra fuente pública que existió desde 1708. La actual es una copia elaborada por el escultor italiano Giorgio Massari a partir de grabados históricos de la decimonónica, e incorporada a la plaza como parte de la restauración que se inició en 1995.
La fuente de Neptuno, sobre la que ya comenté en otro artículo sus múltiples mudanzas por La Habana, se inauguró junto a la bahía como regalo y símbolo del floreciente comercio portuario. Allí engalanaba el litoral a la par que abastecía de agua potable a las embarcaciones del puerto. En una localización aproximada, regresó esta preciosa fuente al puerto en 1997.
Distinta suerte corrieron las de Ceres, Esculapio, de los Sátiros y de los Aldeanos, que ambientaron a partir de 1836 y 1837 el Paseo de Carlos III. Cuatro fuentes para esta hermosa avenida, retiradas en 1902 para la instalación del tranvía y destruidas, salvo algunos elementos escultóricos que se conservan en el centro histórico. Fue también el sino de las primeras fuentes del Paseo del Prado, como las de Neptuno (1797) y de los Genios (1799), que dieron nombre a las calles que las intersectaban. La escultura de este Neptuno más pequeño que el del puerto puede verse hoy en el Museo de la Ciudad.
Contemporáneas a las fuentes de Tacón, son las dos que el intendente de Hacienda, Claudio Martínez de Pinillos, conde de Villanueva, regaló a La Habana: la de los Leones (1836) y la de la India (1837). Ambas fueron esculpidas en Italia por Giuseppe Gaggini. La primera, ubicada en la plaza de San Francisco, dio gran servicio de abasto de agua en una localización de intenso tráfico portuario, al igual que la de Neptuno y las construidas en 1845 en la cortina de Valdés y en 1847 en la alameda de Paula.
Con afán de preservar mejor esta pieza artística, la fuente de los Leones fue trasladada en 1844 al Prado, a la altura del Parque Central. En 1902 volvió a moverse para ambientar el parque Trillo; en 1928, el de la Fraternidad; y finalmente, en 1963, regresó a la plaza de San Francisco, donde se conserva intacta. Las de la cortina de Valdés, que eran dos con figuras de bronce, se eliminaron junto al paseo marítimo por las obras de instalación del tranvía. La de Paula resultó muy dañada por un ciclón en 1910, y desde entonces solo conserva la columna escultórica que recrea hermosos relieves en honor a la Marina de guerra española.
La fuente de la India, por su parte, ha sido convertida en símbolo habanero por representar en sí misma una alegoría de la ciudad. Esta fuente encarna la elegancia y clasicismo de su época, el afán por europeizar La Habana, representándola como "una Diana trajeada para un baile indio", que sin querer pone rostro al espíritu travestido del habanero que incorpora un poco de todas partes, pero que se ancla en la referencia concreta que supone el escudo de la ciudad y la cornucopia tropical que tiene en ambas manos. Esta obra resume la fusión perfecta de lo escultórico en el diseño integral de la fuente para completar un objeto útil y bello.
La última fuente de este período son las tres tazas integradas al conjunto monumental dedicado al ingeniero Francisco de Albear (1895), al inicio de la calle Obispo, esculpido por José Vilalta de Saavedra. En este caso, las fuentes funcionan como elemento secundario, accesorio al monumento, aunque le impregnan mayor encanto. Esta manera de hacer será recurrente en varios monumentos construidos a inicios del siglo XX, pero esa historia continuará en el artículo siguiente.