A Celia Cruz no le hizo ninguna gracia saber que su nombre no estaba incluido en el Diccionario de la música cubana preparado por Helio Orovio, que vio la luz en Cuba, en 1981. Tal y como ocurrió con el Diccionario de la literatura cubana, editado en dos tomos entre 1980 y 1984, quienes habían abandonado el país tras el arribo del nuevo poder fueron en su mayoría expurgados de ese tipo de repasos y catálogos.
Cuentan que Orovio intentó alguna vez explicarle a La Guarachera de Cuba las presiones bajo las cuales se vio obligado a retirarla de esas páginas, a lo que Celia no cedió. Tenía todo su derecho: su presencia es imborrable. Y aunque la segunda edición ampliada (1992) de ese Diccionario..., y los demás que luego han aparecido no cometen el mismo error, el peso de ese veto aún se hace sentir sobre el cuerpo mayor y no únicamente sometido a las estrecheces de la política que debe ser la cultura cubana.
Si bien en esos diccionarios el nombre de Celia Cruz y otros notables intérpretes que eligieron el exilio ha ido reapareciendo, en los medios masivos su voz sigue siendo una ausencia flagrante, que ni su fallecimiento logró disolver. Ya se sabe en qué términos la despidió la escueta nota publicada en la página cultural de Granma. Lo mismo ha sucedido con Olga Guillot y otras figuras que mantuvieron una posición contraria al rumbo político que Cuba tomó después de 1959. El olvido, la desidia, la maniobra intencionada que silenció a varios de esos artistas que habían gozado de amplia popularidad y reconocimiento, fue la respuesta ante lo que acumularon luego de ese año en sus carreras, aunque también se obró para que ni siquiera lo que habían conseguido en su tierra natal pudiera ser rememorado.
Y sin embargo, de diversas maneras esos artistas han logrado regresar a Cuba. El teatro, en particular, ha conseguido recuperar sus voces y algo de sus mitos, mediante propuestas de dramaturgos y directores, actores y actrices, que han apostado por entender al escenario como un espacio que recompone esa memoria rota, y que se ha adelantado a otras maniobras que finalmente han tenido que reconocer que sin muchos de esos artistas (no solo de la música), la idea de nuestra cultura no sería lo mismo.
A escena, boleristas desaparecidas
Ya muy a fines de la década del 80, y sobre todo en la siguiente, se fue ejercitando una apertura que permitió la reedición de libros de autores que habían sido vetados (Agustín Acosta, Lydia Cabrera, Gastón Baquero…), y la mención, por discreta que fuese de algunos otros en coloquios y eventos. La radio y la televisión, controladas desde fuerzas más severas, no han sido tan generosas. En los escenarios es donde, mediante diversas propuestas escénicas, el público cubano ha podido reencontrarse con esos iconos, y en particular con algunas de las mayores divas de nuestra música popular.
En 1991, Carlos Celdrán dirige Safo, creado junto a la actriz Antonia Fernández, que retoma un cuento de Marguerite Yourcenar y lo reinventa como un homenaje a una bolerista desaparecida. Las voces de Olga Guillot, Blanca Rosa Gil o Bertha Dupuy podían ser los ecos de esa voz fantasmal. En 1994, hace ahora ya 30 años, Alberto Pedro escribía Delirio habanero, para la compañía Teatro Mío, dirigida por su esposa Miriam Lezcano. En esta obra, suerte de musical roto o inacabado, tres dementes se reúnen por una última noche en un bar ruinoso que está a punto de ser demolido. Son ellos La Reina, El Bárbaro y Varilla: imágenes alucinadas de Celia Cruz, Benny Moré y un célebre barman. El montaje, que contó con el auspicio de la Fundación Pablo Milanés, operó como otra maniobra de regreso, y el texto, retomado años después por Raúl Martín para su Teatro de La Luna, sirvió como presentación ante una nueva hornada de espectadores, de la propia dramaturgia de Alberto Pedro y de sus obsesiones, entre las cuales la música cubana tuvo siempre lugar protagónico.
Esas resurrecciones desde la escena han continuado hasta el presente, con textos como Lo que le pasó a la cantante de baladas, de José Milián, y otros. Pero la que más ha retornado a La Habana por esa vía es sin dudas la figura de Guadalupe Victoria Yoli Raymond, la santiaguera a la que el mundo conocería como La Lupe, y a la cual, tras un silencio que parecía inquebrantable, poco a poco se le fue oyendo más en la Isla, sobre todo tras la sorpresa que fue para el público habanero el descubrir su voz entonando "Puro teatro", aquel himno de Tite Curet, que Pedro Almodóvar dejaba oír al final de Mujeres al borde de un ataque de nervios. En La Habana de los 90 aún vivía su hermana, en El Cerro, y ella prestó algunos de los elepés de aquel enigma explosivo que fue La Lupe a periodistas y curiosos, mientras la noticia de su muerte en 1992 despertaba otros recuerdos en algunos de los que llegaron a verla en las noches del club La Red, donde La Lupe tuvo su breve reinado a inicios de los 60.
Ya son unos cuantos los espectáculos, unipersonales sobre todo, que en Cuba (y también fuera de la Isla) han retomado la extraordinaria biografía de La Lupe. Del barrio de San Pedrito se fue a La Habana, y tras graduarse de maestra normalista se integró al trío Tropicuba, donde a la manera de una Tina Turner tropical aguantaría abusos de su esposo, hasta que este la botó y ella pudo alzarse como una solista de éxito. En las noches de La Red, la intelectualidad más granada y el público de la noche habanera se agolpaban para verla entonar con un frenesí imparable sus temas, mientras aporreaba a su pianista acompañante, Homero, y triunfaba sobre los recelosos que no veían su desorden con buenos ojos.
A la manera de Elvis Presley, la llevaron a la televisión pero le exigieron que no se contoneara y mucho menos se arrancara la ropa ni se despojara de sus zapatos, como solía hacer en el club. Ganó un disco de oro por su primer elepé, Con el diablo en el cuerpo, y sonrió junto a Benny Moré en la entrega de ese trofeo ante las cámaras de la prensa. Faltaba poco para que se marchara de Cuba, donde su locura, que fascinó a Susan Sontag, ya no tenía cabida.
Esa vida, y su continuación fuera de la Isla, a la que ya nunca volvió, es el eje de los espectáculos y guiones que aquí puedo enumerar. En Remolino en las aguas, del dramaturgo y director Gerardo Fulleda León, estrenado a mediados de los 90, Trinidad Rolando encarnaba a la cantante. En La Lupe, sobre texto de Roberto Pérez León, dirigido por Bárbara Rivero en el 2005, Monse Duany también la encarnaba. En Las lágrimas no hacen ruido al caer, de Alberto Pedro, estrenado póstumamente, la misma actriz también invocaba su espíritu rebelde, posteriormente. Verónica Lynn dirigió a María Teresa Pina en La gran tirana, que se estrenó en el 2010. Y Tony Díaz retomó con su compañía Mefisto Teatro Remolino en las aguas, con la actriz Leidis Díaz, en el 2012.
Añádase a ello la aparición de artículos como "La última carcajada de La Lupe", de Humberto Arenal, y publicado en La Gaceta de Cuba, en 1997. Y reportajes, filmes, series y documentales que la mencionan aquí y allá. O el guion de cine que Carlos Padrón le dedicara, autor sobre cuyos textos trabajó Verónica Lynn para La gran tirana. Alguna vez, en la casa de Bladimir Zamora, conocida por sus amigos como La Gaveta, irrumpió el mismísimo Pedro Almodóvar en una de sus visitas habaneras, para saber más de La Lupe. Lo sé porque yo estaba allí esa tarde, en la que el poeta, periodista y apasionado de nuestra música le mostró algunos artículos sobre la cantante que habían aparecido en Bohemia, antes de su salida definitiva, que el manchego fotografió.
'Yoli, un verdadero ataque'
Ahora, La Lupe otra vez está de vuelta. En la sala Llauradó, uno de los pocos espacios teatrales que se mantienen en activo durante el verano que nos castiga, Pablo Guevara presentó el unipersonal Yoli, un verdadero ataque, con la actuación de Jessica Aguiar Ríos. Guevara, actor que por muchos años fue parte del Teatro Buendía y en los últimos años ha sido gestor del proyecto Mujeres de Creación, trabajando con Monse Duany en varios proyectos, ofrece ahora a esta novel actriz el enorme desafío de permitir a La Lupe poseerla y llevarla a los extremos de sus delirantes anécdotas. Apoyándose en proyecciones que además dejan ver a La Lupe en distintos momentos de su trayectoria, insiste en la etapa final de la cantante, cuando se entregó a la Iglesia Pentecostal y lejos de la vida de excesos y lujos que la condujo a la ruina, dedicó sus últimos años a cantarle al Señor.
Concebido como un homenaje al que La Lupe acude en esa fase, poco antes de su muerte, para conseguir fondos que le ayuden a seguir adelante, Yoli, un verdadero ataque, se compone de recuerdos y canciones, mediante grabaciones y el desempeño real en escena, que Jessica Aguiar asume con la conciencia de tarea tan ardua. Traer a la vida de nuevo el gesto frenético, el arrebato, lo impredecible que en La Lupe era algo único, es tarea exigente, y que no puede asimilarse con tibieza. La puesta en escena se fundamenta en las luces, en pocos elementos (una maleta, casi inevitable en estos espectáculos, una silla, piezas de vestuario), pero esencialmente en ella. La actriz habla al público como si fueran los asistentes a ese acto de beneficio, les relata desde la postura de La Lupe que ha renunciado a las drogas, la santería, el alcohol y la fama todo su calvario, y se aferra a la imagen del Dios que ella creyó su única salvación.
Quien sepa más de la biografía de La Yiyiyi, como también se le llamó, conoce esa cronología. Su llegada a México, Nueva York, Puerto Rico o Venezuela, su encuentro triunfal con Tito Puente y la separación estrepitosa de ambos, su discografía alucinante que mezclaba cantos de religión con boogaloos, boleros, baladas eróticas o versiones en spanglish temible de éxitos ajenos, su matrimonio y la enfermedad mental de su esposo, su caída en desgracia con la Fania Records, y la bancarrota y el olvido. Indomable e incombustible, ella se reinventó como La Hermana Lupe, grabando cassettes como los que su hermana también nos prestó, donde reescribía sus éxitos pasados, a veces, como plegarias y oraciones no menos alucinadas. Desde ese punto final de su vida se desenvuelve el espectáculo, y es justo cuando Jessica Aguiar se viste con prendas que evocan a esa imagen final de la cantante donde logra su momento más sólido, aprovechando precisamente el pasaje que podría parecer más opaco y menos rutilante para recordarnos al ser humano que fue esa mujer, ese ser humano, más que la figura fogosa que tantos aplaudieron como una diosa exótica del camp.
Pablo Guevara ha decidido arropar a la actriz en ese sentido y no propone algo que le robe su protagonismo. Pero es también por ello que sugiero se revise el desenlace de la puesta, cuando la actriz abandona la escena en un apagón, y ante los espectadores queda un texto que cubre la pantalla al fondo del tablado y que repite o alude detalles que el público ha descubierto mucho mejor a través del trabajo de Jessica Aguiar, arrebatando a la intérprete un modo más rotundo de cerrar su empeño. Ella se añade con dignidad a la línea de actrices que se han mirado en el espejo de La Lupe: un espejo centelleante y acaso roto, como su vida, pero en el cual su rostro puede ser el de muchas otras mujeres que se reconozcan en lo que ella vivió y la pasión con la cual lo vivió.
Con Yoli, un verdadero ataque, regresa nuevamente La Lupe a La Habana. Que siga el teatro, por encima de tantas dificultades, sirviendo como un archivo de memorias, cuerpos, canciones, sucesos, que son parte de nuestra cultura por encima de amnesias imperdonables, como un sitio al que acudir para hallar en él lo que escasea en otras zonas de la vida. Y de nuestra cultura, para que, como aquí, desde un montaje sencillo y sobrio, sea una actriz quien más que un espectáculo, nos invite a una invocación de esos que alguna vez hicieron de esta capital un sitio incomparable, una ciudad que podía ser solo medida en la noción y la intensidad de su propio mito.
Y este lo mismo escribe aquí que en el panfleto comunista cubano La Jiribilla. El señor Espinosa es de los que está en misa y en procesión con tal de que su nombre salga publicado, porque aunque hablen mal de ti, la cosa es que hablen... y así lo mismo se gana becas en dólares de organismos americanos, que un fin de semana en Los Caneyes, de su querida Santa Clara, la cuna de este genio de buscarse la cifarra donde quiera que la den.