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Teatro

Nelson Dorr, un adiós a la espera de otro acto de justicia

'Pienso en él y en ese edificio de la esquina de Consulado y Virtudes, que sigue a la espera de una mano salvadora, por la que siempre esperó y nunca dejó de clamar.'

Ciudad de México
Basurero en la calle y el antiguo Teatro Musical en ruinas, La Habana, 2021.
Basurero en la calle y el antiguo Teatro Musical en ruinas, La Habana, 2021. Diario de Cuba

La noticia de su muerte, ocurrida en la madrugada del 26 de mayo, me hizo pensar de inmediato no solo en su trayectoria personal, sino también en lo que él defendía a veces con una pasión que sobrepasaba sus razones. Ahora que ha fallecido el director, dramaturgo y diseñador Nelson Dorr valdría repasar algunas de esas batallas, que junto a otros colegas él mantuvo como un reclamo imperioso, dondequiera que fuese, como si se tratase de una fe a la que no quería él, ni quienes lo acompañaban en esas demandas, renunciar de ningún modo. Y que estaban relacionadas con una idea del teatro cubano, con una noción del entretenimiento en los escenarios de la Isla, que ha debido sobrevivir a pesar de recelos, sospechas y desprecios acerca de varios géneros ligados indudablemente a nuestra tradición cultural, pésele a quien le pese.

Cuando su nombre aparece por vez primera en un programa de mano de manera rotunda, lo hace bajo el impulso de su hermano menor, Nicolás. El adolescente había escrito una pieza titulada Las pericas, y con el ímpetu de su corta edad, se había atrevido a presentar el texto a Rubén Vigón, que mantenía en su sala Arlequín los Lunes de Teatro Cubano. La obra subió a escena el 3 de abril de 1961, y se convirtió en una doble sorpresa: el arribo de dos hermanos provenientes de Santa Fe, que irrumpían con esa fábula macabra resuelta el tono de juego infantil, y que hizo a algunos entendidos evocar a Alfred Jarry y al tono de su Ubú Rey. Rine Leal y Virgilio Piñera estaban entre esos sorprendidos. Particularmente, Rine Leal, al incluir Las pericas en su antología Teatro cubano en un acto (Ediciones R, 1964), subrayó la presencia en aquel espectáculo (y en las obras de Nicolás Dorr que siguieron en ese primer momento) de elementos del vodevil, la comedia musical, la farsa y un tono algo circense, que en cierto modo anunciaban lo mejor de la trayectoria de ambos hermanos.

En realidad, Nelson Dorr tenía aspiraciones más concentradas en una carrera como pintor, aunque hubiera incursionado como actor  y director en algún momento previo. Pero a insistencia de su hermano llegó a dirigir a tiempo completo, y luego se probó, a lo largo de una extensa trayectoria, en los más diversos géneros escénicos. Había nacido el 31 de julio de 1939, en esa familia que su hermano menor describió siempre como un conjunto algo alucinado, entre la realidad y la representación y el delirio. Tras Las pericas dirigió El palacio de los cartones y La esquina de los concejales, ambas de su hermano: la primera aún en la sala Arlequín y la segunda ya con el Conjunto Dramático Nacional, al que se integraría posteriormente, como asistente de dirección del argentino Néstor Raimondi. Su nombre se convirtió en una de las promesas de la dirección escénica en ese primer momento del periodo revolucionario.

De ese momento vienen algunas puestas recordadas aún: La fierecilla domada, Luciana y el carnicero, El muchacho de oro, La tragedia del rey Christophe, a partir de los textos de Aymé, Odets y Césaire. En 1965 dirige Tosca, con lo cual también se pone a prueba como director de ópera. En 1970 convence a María de los Ángeles Santana para que asuma el rol protágonico de Tía Mame, el musical de Jerry Hermann, Laurence y Lee, revitalizando la carrera de la veterana actriz con un gran éxito de público. Ella, como Rosa Fornés, sería una aliada en diversos proyectos futuros, tanto en la vida de Nelson como de Nicolás. La puesta cubana se retituló Tía Meim, con versión de Abelardo Estorino y el propio Nelson Dorr, contó con coreografía de Roberto Morales, arreglos musicales de Eddy Gaytán y vestuario de Eduardo Arrocha. Se estrenó con el Teatro Musical de La Habana, fundado por Alfonso Arau en 1963, durante el verano de 1970. Los aplausos de cada noche no parecían anunciar la escasa vida que le quedaba por delante a ese grupo, que conducía ya Héctor Quintero.

Tras los aires "purificadores" que soplaron desde las sesiones del I Congreso de Educación y Cultura, en 1971, espectáculos de esa clase no seguirían siendo igualmente aplaudidos. La moral estricta que emanó de la declaración de ese cónclave, y la política de parametración que alejó de la escena a actores, actrices, bailarines, directores, etcétera, terminó provocando el cierre del Teatro Musical por varios años. El musical de Broadway, la visión congelada sobre esa expresión escénica tildada de frívola y superficial, no se acomodarían a los nuevos gustos de la nomenclatura oficial. Habría que esperar a que se aquietaran esas aguas para que tiempo después, y nuevamente bajo la dirección de Héctor Quintero, el grupo renaciera a fines de la década.

En ese periodo Nelson Dorr pasa a otros grupos, trabaja, por ejemplo, con el buque insignia de esa nueva moralidad: el Político Bertolt Brecht, donde dirige Juan Palmieri, en 1973. Estrenó en el Teatro Martí otra pieza de su hermano (La chacota, 1974), y colaboró con el Ballet Nacional de Cuba. Fue una época difícil, que comienza a hacerse más respirable tras el cambio de la política cultural con la que se funda en 1976 el Ministerio de Cultura. Incansable, Nelson Dorr sigue sumando producciones dramáticas y de teatro lírico. Su repertorio alcanza las 200 propuestas, entre las que se recuerdan además Fulgor y muerte de Joaquín Murrieta, Comedia a la antigua o Maestra Vida. Y entre ellas, amén del oficio demostrado y una preferencia por el gran formato, surgen espectáculos que le permiten ganar críticas aún elogiosas.

El renacer del Teatro Musical de La Habana, a partir de 1978, le dejan anunciar allí su versión de My fair lady (Lerner y Loewe), con Mirtha Medina en el rol titular. Y fuera de ese ámbito, estrena Una casa colonial y Confesión en el Barrio Chino, dos éxitos que Nicolás Dorr escribe expresamente para María de los Ángeles Santana y Rosa Fornés, que se presentan en la sala Covarrubias del Teatro Nacional.

La trayectoria posterior de Nelson Dorr demuestra que siguió siendo un director prolífico. Se alió a la cantante Alina Sánchez para dirigir con su Estudio Lírico Maria la O y El murciélago. Apostó por la defensa a la diversidad sexual al dirigir Ocaña, fuego infinito, del español Andrés Ruiz López; y posteriormente comenzó a dirigir textos suyos, que también en algunos casos iban en esa dirección: Musmé y Santera, por ejemplo. Ya para ese entonces no dirigía en el Teatro Musical de La Habana: la sede de ese grupo, ubicada en la esquina donde alguna vez estuvo el Teatro Alhambra y luego el cine Alkázar, ya estaba casi despoblada. Una discusión entre esos dos temperamentos que fueron Raquel Revuelta y Héctor Quintero hizo salir de su dirección al autor de El premio flaco, para nunca volver. El grupo quedó a cargo de Alicia Bustamante, que luego sale del país. Zenia Marabal la sustituye, pero entre las carencias del Periodo Especial, el éxodo, la desidia y tantas cosas, el colectivo ya no se recupera. La muerte de Jesús Gregorio, la salida de Héctor Quintero, el anhelo de José Milián por fundar su propia compañía, el éxodo de actores y actrices y de todo lo que necesita una compañía de esta especialización, la desatención al coliseo y al género mismo, se van acumulando en ese sitio. Y hoy esa esquina de Consulado y Virtudes es casi irreconocible, como síntoma de la agonía del género en un país que fundamentó su comedia nacional, precisamente, en la mezcla de música, baile y acción dramática, desde los días del mitificado e imprescindible teatro bufo.

En el documental Nadie sabe qué pasó, dirigido por Raúl Daniel Rodríguez en el 2008, Nelson Dorr, José Milián, Zenia Marabal y Héctor Quintero narran el final del Teatro Musical, que aún espera por una resurrección que parece casi imposible. Años más tarde, Pedro Maytín dirige otro documental: Un día en el Musical, en el 2021, pero ya Nelson Dorr no ofrece allí su testimonio. Entre sus últimos empeños, mientras tuvo fuerzas y salud para seguir dirigiendo obras, estuvieron los de su compañía, como Medea, Otelo, y una versión de Pedro Navaja que llevó al Teatro Mella, y en la que, por su extensión y ambiciones, quiso al parecer desquitarse de todos los años en que no pudo concebir una puesta del género al que fue tan fiel.

En 2011, subió al escenario del Trianón para recibir el Premio Nacional de Teatro, que le otorgó un jurado que presidió Héctor Quintero. Su hermano Nicolás recibiría ese lauro en 2014, esta vez por decisión de un tribunal cuya presidenta fue Rosa Fornés.

"Por su capaz y apasionada entrega así como por la valía del conjunto de su obra, soy de los que piensan que este era un premio justificadamente merecido desde hace ya tiempo, pero también valoro el hecho de que nunca es tarde para hacer justicia", aseguró en su elogio Héctor Quintero, en la ceremonia de entrega de ese lauro. En dicha ocasión, Nelson Dorr pidió a su hermano que subiera a escena para recordar el momento en que, allá en 1961, comenzó a dirigir teatro. Y por supuesto, no dejó de hablar del musical, de la necesidad que tiene nuestra cultura de esa representación que nos pertenece desde hace mucho tiempo, por encima de tantos juicios errados y faltas de interés en apoyarlo debidamente.

Quiso ser ese director siempre incansable, insistiendo en modelos escénicos no siempre a la vanguardia, pero fiel a sus gustos, y persistente en ellos, confiando en que esa clase de espectáculos que él añoraba era una necesidad entre nosotros. Pienso en él y en ese edificio de la esquina de Consulado y Virtudes, que sigue a la espera de una mano salvadora, por la que siempre esperó y nunca dejó de clamar. Que llegue a ese teatro, y a tantos más que lo necesitan en La Habana ahora mismo, ese acto de justicia.

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