Sus versos y su vida se estudian en las escuelas, se examinan por críticos y eruditos que escriben ensayos para desentrañar sus mensajes y aislar hasta sus hemistiquios. Su poesía se canta todavía como un tango o un bolero en los bares, tabernas y tugurios de América Latina y se declama con solemnidad municipal y al ritmo de sus eses y sus pausas en las tertulias de Tegucigalpa, Cienfuegos, Chillán, Buenos Aires o Guadalajara. Rubén Darío (Matala, 1867-León, 1916) sigue vivo en el mundo hispano, acompañado por sus princesas y sus cisnes, en el primer centenario de su muerte.
Los hombres y mujeres cultos del universo de la lengua española, los borrachines decepcionados, los solitarios, los que siempre han necesitado de la poesía para vivir, se aprendieron sus poemas de memoria porque son la arquitectura y el andamiaje de una ilusión. O de todas las ilusiones. Y porque aquel hombre que venía de algún sitio remoto ha dicho lo que ellos querían decir y expresado con la música de unas palabras que habían estado toda la vida en el castellano pero que él las puso a rimar para que sonaran como una sinfonía.
A lo largo del siglo XX la mayoría de los fervorosos lectores de aquellos poemas que se copiaban a mano o con máquinas de escribir para que otras personas los disfrutaran, no sabían a ciencia cierta de dónde era aquel poeta que lo mismo publicaba en Chile, en Argentina o en España, pero todos estaban seguros de que era un bohemio, un trasnochador enamorado, amante de los alcoholes sublevados que aprovechaba sus resacas para escribir poesía.
Los tormentos de su existencia privada y sus momentos de felicidad comenzaron a conocerse después de su muerte y pertenecen a la experiencia del hombre, del nicaragüense que nació en un pequeño pueblo a finales del siglo XIX con el nombre de Félix Rubén García Sarmiento. Sus padres se separaron y lo entregaron a unos tíos abuelos. El muchacho, inteligente y buen lector desde muy temprano, descubrió enseguida que rimar versos era lo más fácil y divertido del mundo, y comenzó a escribir. Allí tuvo el primer ramalazo de la fama y se convirtió, para sus vecinos, en el niño poeta. Utilizó varios seudónimos para firmar sus piezas y, al final, se apropió del Darío que provenía del bisabuelo de su familia materna. Y, entonces, comenzó todo.
Rubén Darío, que vivió solo 49 años, fue un viajero inusual para la época, un diplomático siempre mal pagado por su gobierno y un brillante columnista que tuvo que acudir al periodismo para sobrevivir, padeció y disfrutó los avatares y los delirios de la gloria literaria. También sostuvo una relación compleja con las leyes de su país: impuso con su tenacidad y empeño la ley del divorcio en Nicaragua y fue condenado por vagancia.
La trascendencia de este nicaragüense singular que igual organizaba un gran jolgorio que hacía un intento de suicidio, tiene que ver con una obra literaria que transformó la poesía. Rubén Darío es el fundador del modernismo, esa corriente renovadora y levemente subversiva que removió y enriqueció la métrica española. El nicaragüense inauguró el camino con su libro Azul, publicado en Valparaíso, en 1888. Lo siguió con sus Prosas profanas y otros poemas, en Buenos Aires (1896), y se estableció y alcanzó su fulgor definitivo con Cantos de vida y esperanza, los cisnes y otros poemas, editado en Madrid, en 1905, por su amigo querido Juan Ramón Jiménez.
Darío comenzó a escribir bajo las influencias de los poetas clásicos de España, vivió una transformación categórica por el contacto con la literatura francesa, especialmente con la obra de Victor Hugo y de Verlaine. Las miles de páginas que han escrito los especialistas sobre la cercanía y las deudas del nicaragüense con la poesía de Francia se resumen en esta frase que dejó escrita el autor de Los raros, La caravana pasa y Tierras solares: "El Modernismo no es otra cosa que el verso y la prosa castellanos pasados por el fino tamiz del buen verso y de la buena prosa francesa".
Sin abandonar su vocación de viajero, Darío vivió la última etapa de su vida entre París y la capital española donde se desempeñó como embajador de su país y corresponsal del diario argentino La Nación. Aquí publicó una selección de las crónicas que escribió para ese periódico con el título de España contemporánea (1901) y en la Casa de Campo conoció al amor final de su vida, la española Francisca Sánchez. Alcoholizado, perseguido por la obsesión de la muerte, a principios de 1915 viajó a Nueva York y luego a Guatemala. En enero del año siguiente estaba en su pueblo natal —que ahora llaman Ciudad Darío— para morirse. Y se murió.
Si bien su obra pura tiene vigencia hoy en la poesía hispanoamericana, es cierto que su presencia se hace más notable por su proyección en el trabajo de otros grandes poetas de la región como son César Vallejo, Pablo Neruda, Ernesto Cardenal o Nicanor Parra.
Durante todos estos años de silencio muchos escritores lo han atacado por los sueños que inventó para aquella región, su erotismo, sus contradicciones y sus sonetos alejandrinos, la orquestación de su métrica y algún que otro asunto de su vida particular. Se ha llamado a torcerle el cuello a sus cisnes inocentes y misteriosos, pero los herederos que él debía querer le son fieles y lo aman en público y en silencio. César Vallejo, por ejemplo, otro poeta inmortal, le llamaba su padre celestial y solía recitar en las tertulias de amigos estos versos del nicaragüense: "Mis ojos espantosos han visto/ tal ha sido mi suerte./ Cual la de nuestro Señor Jesucristo/ mi alma está triste hasta la muerte". Que empiece ahora otro siglo de eternidad para Rubén Darío.
Este artículo apareció en El Mundo. Se reproduce con autorización del autor.