Para los cubanos del interior de la Isla, principalmente del oriente, La Habana es algo lejano e idílico. Pero que dista solo en lo geográfico (alrededor de 1.000km), no así en lo sentimental. Ahí es más cercana, como un sueño o un anhelo de visitarla e incluso emigrar. Los orientales que viven en La Habana regresan a provincia con aires de más prosperidad y la piel menos castigada por el sol, que aquí es más fuerte.
Uno crece viendo La Habana por televisión, en fotos de revistas y en postales. Todo hermoso, calculado para dar una imagen perfecta. Nunca faltan los almendrones o los edificios antiguos, que por tan comunes han pasado a ser pintorescos y distintivos. Sin embargo, usados como sello pueden trasmitir una idea equivocada, como si fuesen elegidos y deseados por los cubanos, y sabemos que la historia es otra.
Cuando fui a la capital por vez primera, en el año 2.000, me impresionó su inmensidad. Muchos edificios grandes y la ciudad interminable. Comparada con las cabeceras de provincia, es gigante. Pero me decepcionó encontrarla roída, sucia e insalubre en muchas partes, especialmente las que más se venden como símbolos de una ciudad pulcra.
Cualquier calle en La Habana Vieja es una secuencia de edificios vetustos, unos a punto de derrumbarse, otros resistiendo; casi todos costrosos, con plantas creciendo entre las grietas, víctimas del abandono de seis décadas por ser propiedad de muchos y de nadie a la vez.
Y como salpicaduras de excelencia y belleza, uno que otro inmueble remozado por la Oficina del Historiador, el muy celebrado y paradójico Eusebio Leal. Tan leal a la ciudad que ni en cien vidas alcanzaría restaurar, como al propio sistema que la destruyó.
En cada viaje posterior a "la capital de todos los cubanos", a la "ciudad maravilla", he constatado lo mismo, que aún tenemos que trabajar mucho para que un día llegue realmente a serlo en el justo sentido de esas palabras. Siempre la recorro, preferentemente a pie por sus muchos barrios, y devoro ansioso con mis ojos curiosos cada callejuela, edificio o parque, soñando despierto con lo que pueden llegar a ser cuando seamos por fin un país normal.
Lo que distingue
Guaguas apretadas; taxis longevos donde siempre cabe otro pasajero aunque los hombros no encuentren acomodo; calzadas adornadas por altos corredores que guarecen del sol a los transeúntes, llenos de telarañas en los techos, con vigas podridas, pero aún de pie; drenajes tupidos que provocan charcos, o más bien lagunas, cuando a menudo llueve. Un paisaje desesperanzador que obliga a la abstracción al más optimista.
Pero más que los almendrones, la arquitectura colonial o los nuevos hoteles de lujo construidos por los militares de GAESA para el turismo internacional, lo que distingue a La Habana es la basura acumulada en las esquinas. Por supuesto, no alrededor de los hoteles, pero sí a pocos metros de ellos, como muestra de la impotencia del sistema para cubrir algo tan básico como la higienización.
Es como una extraña simbiosis de hermosura y desastre, de cultura y marginalidad, de esperanza y desencanto, la imagen que ha dejado La Habana en mí, como cubano no habanero.
En sus 500 años, siento que tiene una celebración mediocre. Pero entiendo que es lo máximo que puede ofrecer el Gobierno del Partido Comunista, tras más de medio siglo en el poder. Tiempo en que la ha convertido en una ciudad estancada, que vive de su historia y ha quedado rezagada de la modernida.