Cada año aquí es más caluroso que el anterior. Es un calor impenitente, agresivo. La ciudad se impregna de olores intensos, se exaspera lentamente bajo el sol. Además, están los ruidos:
Cláxones, sirenas, motores combustionando, silbatos, puertas sin engrasar, rejas oxidadas, barullo de voces…
Demasiadas voces que no cantan, que no hablan. Voces que gritan. Que descargan su mal humor, su condición desesperada. La chusma agorera.
¡Uno pa' Alamal! ¡Ven, se acabó el abuso! ¡Hola, comida criolla, buenos precios! Hello guy, cuban food, good price! Chama tengo unas gafitas aquí pa' ti…
La gente va de un lado buscando sacar "el diario". Luchando. Raspando. En el tibiri-tabara.
¡Ahora sí se puso malo esto! Se escucha en boca de cientos.
¿Más malo?, me pregunto. ¿Puede ponerse más malo lo que ya parece el colmo?
Parece que sí. Si la gente lo dice es porque sí.
"Ponerse malo", debo aclarar, equivale a reinventar los modos de búsqueda, el mercado negro. El cubano (y en particular el habanero) vive redefiniendo la economía de un país ilícito. Los precios, desde luego, los instituye el Estado, pero otra cosa sucede en la calle.
El Estado fantasea con el control que en realidad pertenece a la calle, a los bisneros que dominan cuanto se mueve en las tiendas. Cuando se pone malo, es cuestión de jugársela un poco más. Es sobornar un poco más caro.
Lo único parejo en esta ciudad es el calor. Algunos hasta han muerto por él. Otros casi rozan la locura.
La Habana, por estos días, podría narrarse como uno de esos cuentos de Juan Rulfo. Hay en ella la misma violencia, el mismo vaho infernal, el mismo calor que no desaparece.