María (qué nombre común para tanta mujer) es una de las ocho hijas que tuvo Herminio, el hombre más respetado que había en El Hueco, un pequeño e infernal barriecito del municipio La Lisa. Ser el más respetado en El Hueco, por lo general implica ser un tipo "ambientoso" o un expresidiario. Pero nada más lejos de Herminio.
Aquel hombre humilde, masón y abakuá, comunista donde los haya, debía su respeto a no haber retrocedido bajo ninguna condición.
Sin embargo, esta es la historia de la hija. Una tan singular como la del padre.
María, me ha dicho mi madre, no fue una niña como todas las niñas, con muñecas, baticas, lazos e ilusiones de princesa. Era muy seria. Inconmovible. Y fue así para toda la vida.
Cuando llegó la crisis de los 90 y no había qué comer, cometió un error severamente castigado por el padre. Se metió en una tienda junto a otras amigas del barrio y robó comida. Unas latas de conservas y alguna que otra miscelánea. Al saberlo Herminio, no solo le dio una recordada paliza, también la obligó a entregarse a la Policía. Nadie podía creerlo. Para todos, esta vez el hombre se pasaba.
María fue procesada por robo y condenada a tres años de prisión. Tenía entonces 29 años.
De vuelta en el barrio, tras cumplir poco más de un año, la mujer no tenía dónde estar. En su antigua casa, la familia había crecido y no quedaba espacio para uno más. Hizo malabares para sobrevivir sin un techo, desde dormir en portales hasta entregarse sexualmente por pasar un tiempo en casa de algún hombre. Eso hasta que conoció a Felo, un santiaguero albergado en un contingente que la llevó a vivir con él.
Pasado un tiempo, María regresó a El Hueco junto a su hombre, y construyeron una casita de madera y tejas a la orilla del Quibú, el río que bordea el lugar.
La casa apenas tenía espacio para una cama personal y una cocina de luz brillante ubicada en una esquina, sobre un banco. Lo demás permanecía apretujado, envuelto en sacos y nylon, cuando no hacinado debajo del camastro. Había una pequeña repisa de madera recargada de imágenes, orishas africanos y un búcaro donde no faltaban las azucenas, las flores preferidas de su difunta madre. La puerta no se cerraba hasta bien tarde, cuando la negra decidía que estaba bueno de bebida y se iba a dormir.
Todo estuvo bien hasta el primer ciclón, que arrasó la casita sin mucho esfuerzo. La mujer daba gritos, al decir de mi madre, mientras intentaba salvar sus pocas pertenencias de la crecida del río. No paró de llorar hasta que amaneció, y pudo ver cómo había quedado el chinchal. Un reguero indecible de tablas y tejas en medio de la calle. María desesperada ante aquel desmadre. Felo rescatando algunas tablas del tumulto. Pensando en reparar el desastre lo antes posible.
La casita quedó repuesta antes de medianoche.
Atraído por el rumor, al día siguiente, apareció el presidente del Poder Popular. Tras indagar un poco sobre lo sucedido, el hombre hizo notar un detalle: el domicilio no contaba con los permisos pertinentes de la Reforma Urbana. Por tanto, era ilegal.
La negra le salió al paso, con su boca dura, concluyendo en que de allí no la sacaba nadie. Ni el mismísimo comandante en jefe. Y así fue.
La escena de la casita destruida se haría común, al menos, una vez por año. Bastaba que hubiera un cambio de clima para que el cuartucho se viniera abajo. María, por su parte, viviría con la dilatada promesa de un apartamento de microbrigada.
Hubo elecciones en la cuadra.
María, casi unánimemente, fue elegida presidenta del Comité.
En 2008, el huracán Gustav azotó el occidente de Cuba. Fue la última vez que la negra vio desvencijarse su casa.
La bodeguita del barrio quedó invadida por el agua. El techo se filtró lo suficiente como para que buena parte del contenido del almacén se echara a perder. Y, antes que su propia casa, María se inclinó a evacuar y limpiar la bodega junto a otros vecinos.
Al final, nadie supo cómo, o tal vez sí cómo, pero no cuándo, en qué instante María decidió establecerse en un pequeño almacén contiguo a la bodega, abandonado entre trastos y cosas inservibles. Fue cuestión de sellar una puerta que comunicaba ambos espacios y deslizar sus cosas allí con absoluta naturalidad.
Un desglose perfecto. Una movida magistral.
No hubo escándalo esta vez. No apareció el delegado, ni algún miembro del Poder Popular. El asunto apenas se rumoró entre los vecinos.
Hace diez años que la negra vive ahí, al lado de la bodega. Ignoro si el espacio ya está legalizado, si María funge como nueva propietaria. Pero al menos ella tiene todo a lo (poco) que aspiraba.
Sigue al frente del CDR, realiza una mensajería mixta y hace los mejores durofríos del barrio. Además, alterna la custodia nocturna del lugar con Felo.
Recientemente, ha colgado una bandera de forma permanente en su ventana. Se nota desteñida y traslucida. Es la bandera que colgaba Herminio, su difunto padre, cada 26 de julio.