El cine Payret y la sala Kid Chocolate se recluyen, hacen un tiempo, tras una baranda. Ambas fachadas, reducidas por el polvo, las grietas y el óxido, anticipan una ruina todavía peor, que se hace adentro.
Se perdió la acera. El frozzen. El gaseado. Y lo peor: se perdieron los cangrejitos.
Esta escena, que no deja de repetirse aleatoriamente en la ciudad, pasaría por alto de no ser por el espacio en que ocurre. Si tomamos cada edificio como sinécdoque, podría leerse: el cine, o siendo más genérico, el arte y el deporte, en este país, se enmarcan en un mismo estado de crisis. Bajo un mismo marcado deterioro, cuyo proceso de reformación comienza en el encierro.
En cada inmueble se hacina el vacío, el fracaso de un proyecto que se vuelve escombros.
Y de vuelta en la sinécdoque: el poder observa al otro extremo, impasible, el indetenible paso de la ruina.
Pero el poder también ha sufrido esa angustiosa marca. También la padece en carne propia. Recordemos que El Capitolio se repone ahora de un proceso similar.
Los que pasan por allí sonríen, se hacen un selfie al pie de la escalinata y piensan en lo evidente: cuando El Capitolio fue vedado de la trama por una cerca, no existía el selfie. Y aún no se termina allí.
Si el edificio del poder se dilató tanto en su recuperación, ¿cuánto deberá pasar para que el Payret y la Kid Chocolate estén de vuelta? ¿Cuánto para que el arte y el deporte salgan del estancamiento político?
"El arte y el deporte cubano son logros de la Revolución". Leo esto en una valla pública y pienso en la Revolución como una madre obsesiva. El arte y el deporte cubano como reflejo de una crianza estricta, llena de tabúes. Recibiendo doctrinas moralistas y muy pocos lujos. Crecen así. Y ya crecidos se van a la calle y descubren su tremenda ignorancia, el engaño en que se justifica su vergonzosa miseria. Son, exactamente, eso que les dijeron no eran: un negocio.
La Revolución no es una mala madre. Es simplemente una madre y hay que tratarla como tal. Con respeto, pero desconfiando de sus juicios.
La última película que vi en el Payret fue Juan de los Muertos. No me convertí en un zombi. Aunque el clima allí podía transformarte en eso.
Ahora entiendo que aquello no fue casual. Que esa cinta pretenciosa y, al cabo, insoportable, vaticinaba lo que vendría. El Apocalipsis. La baranda. El olvido.