El olor y el ruido de los cerdos no me dejaban conciliar el sueño. Todo se acabará cuando empiece la Universidad y me mude para La Habana, pensaba y soñaba. Nueve años después ya habría olvidado el rancio olor de los corrales y el chillido de los puercos. Pero mis sentidos habían rediseñado dos nuevos tormentos: la carnavalización y la descomposición de lo orgánico. Llámenme rabelaisiana, pero no hay mejor manera para ubicarse en tiempo y espacio, que desde lo escatológico, tal vez los arqueólogos coincidan conmigo.
La Ciudad Nuclear, donde crecí, en la provincia de Cienfuegos, tenía o tiene una rareza mutante, la aleación de una frialdad ambiental con una variedad multicultural, una sensación de lo diverso —que por diverso dígase colorido, variopinto, coral, polifónico, estridente— en este caso apático y gris. Tal vez por la seriedad de la empresa que allí se realizaría y su alto grado confidencial, tal vez por el nivel profesional de la mayoría (más dado a lo racional que a lo pasional). La Ciudad Nuclear tenía algo que no he visto en ninguna otra ciudad, una limpieza esterilizada que surgía desde los dientes de perros de la costa, corroídos por la sal del mar, hasta la propia ciudad asfaltada, bien organizada y compacta, con entretejidas carreteras anchas que conectaban los más importantes establecimientos con —más en las afueras— el gran edificio del reactor y las oficinas de la termonuclear. La CEN, como le llamamos los lugareños para abreviar, contenía esa suerte de opacidad, aridez cultural; todos venían de cualquier rincón de la Isla y todos hacían lo mismo, como si raramente alguien les hubiese borrado los recuerdos, su historia.
Y un día llegué a La Habana. Aquí pasaba algo excepcional, la gente que emigró trajo consigo su tradición. Yo hice ese gran salto CEN-HABANA, obviando todo lo intermedio, para nunca volver. Pude traer mis recuerdos de infancia, mi vaga tradición de desechos, incluso el olor del mar del sur que es diferente, más limpio y apacible. Y justamente aquí, en esta ciudad llena de resabios, he sido vacunada de eso que pudiera llamarse nación. Pues justamente aquí convergen casi todas las tradiciones cubanas, donde se fermentan y se dejan añejar. Es un largo espectro multicultural, que ni el hollín del historial político puede oscurecer, que como buen vitral siempre deja pasar la luz. Es lo que La Habana salva y protege, más allá de sus ruinas o de sus años, en la propia gente.
Fue encontrar un pulso, una vivacidad. La ciudad ennegrecida, no oscura, sucia, que es muy diferente. Una ciudad trillada por el carnaval, maltrecha por la resaca. Pestilente, mórbida, sudorosa. Aquí encontré las moscas, lo descompuesto, la carroña, un sol abrazador que lo consume todo, que lo pudre todo, un ciclo de vida. Mientras una música, cualquier música alta, un cierto caminar tambaleante, ocioso y sabroso/doloroso, dibujan la ciudad como un cerro, como una colorida muñeca de biscuit. Eso, una colorida muñeca de biscuit con un traje decimonónico debajo de una graciosa sombrillita…
Yo venía de unas costas vírgenes sin ofrendas, sin dioses o protectores. Venía de un proyecto, de una inventiva, incierta parafina. Y me quedé en una Habana desmembrada, casi joven, casi vieja, con una historia milenaria.