En fecha reciente, el presidente subalterno de Cuba, Miguel Díaz-Canel, declaró en la televisión nacional que el "Periodo Especial" fue "un gran acto de creación colectiva, con un liderazgo firme que no dio descanso nunca".
A pesar de las numerosas críticas que ha suscitado la metáfora empleada para caracterizar a ese periodo difuso —que oficialmente comenzó en 1990, pero cuyo final nunca se ha definido del todo—, es la primera vez que Díaz-Canel emite una idea realmente interesante, que apunta a una comprensión profunda de la naturaleza del régimen que administra. Esta capacidad conceptual es muy meritoria, porque no se supone que entre sus funciones figure la de ejercer "la funesta manía de pensar", que ya denostaban a principios del siglo XIX los partidarios de Fernando VII.
Según el sermón que Castro II pronunció el 19 de abril del año pasado, cuando designó a Díaz-Canel a la primera magistratura, el ejercicio de la presidencia del Consejo de Estado y el Consejo de Ministro consiste en aplicar ideas vetustas, transmitir órdenes nuevas y preservar sine die el monopolio político del Partido Comunista de Cuba (PCC).
En consonancia con esta definición, el nuevo presidente prometió ese día que sería fiel a las ideas de Castro I, al mando de Castro II y a la hegemonía del PCC. "Sé de la fuerza y sabiduría del pueblo, el liderazgo de Partido, las ideas de Fidel, […] y afirmo a esta asamblea que el compañero Raúl, encabezará las decisiones para el presente y futuro de la nación", declaró entonces.
Ahora, al proponer fórmulas para hacer frente a la perspectiva de un nuevo "Periodo Especial", Díaz-Canel proclama que es preciso recuperar las medidas promulgadas por Castro I en el decenio de 1990: "Son documentos que hay que desempolvar, que todo el mundo tiene que estudiar", expresó.
Quienes critican la descripción del "Periodo Especial" acuñada por Díaz-Canel toman el rábano por las hojas. Echan mano del anecdotario y recuerdan los alumbrones, los camellos, la tilapia transgénica y la cacería de gatos callejeros o denuncian la neuritis óptica y otras epidemias generadas por la desnutrición, o apuntan al más que probable aumento del número de suicidios y abortos causados por las medidas del régimen.
Pero, aunque todo eso es evidente, el sentido profundo del "Periodo Especial" hay que buscarlo en la interiorización del sufrimiento, la miseria y la sumisión como condiciones normales de supervivencia bajo el castrismo.
Hasta ese momento, el sistema se nutría de la promesa de un futuro mejor. Es cierto que el país había atravesado por algunas circunstancias difíciles, pero la ayuda soviética y la existencia de un bloque comunista en Europa del Este permitían cultivar la esperanza, por mínima que fuese, de que la situación podría mejorar. A partir de 1989 esa convicción empezó a evaporarse y desapareció por completo en 1991. Ni siquiera la aparición providencial de Hugo Chávez, ocho años después, colmaría en lo esencial esa pérdida, por más que los subsidios venezolanos hayan llegado a ser, al día de hoy, superiores a los soviéticos. La quiebra de la confianza fue de tal magnitud, que desde entonces ha huido de la Isla algo más de un millón de personas, lo que representa una corriente de 50.000 emigrantes al año.
Por supuesto, Castro I y sus secuaces tenían opciones que hubieran evitado a los cubanos ese cúmulo de sufrimientos, sin necesidad de "capitular ante el imperialismo", como argüían entonces los corifeos del Gobierno. Hubiera bastado con aplicar algunas reformas que cabían perfectamente en el marco institucional del sistema y aceptar la ayuda que muchos países democráticos ofrecieron.
Pero cualquier solución razonable y moderada hubiera contravenido el espíritu numantino de Castro I. En su cabeza, el destino de Cuba se confundía con su destino personal y aquel era su "momento Stalingrado". Fue entonces cuando anunció que "primero se hundiría la Isla en el mar antes que renunciar al comunismo" y proclamó la lúgubre consigna de "Socialismo o Muerte", que hasta hace poco sus sucesores se afanaban en olvidar. Ahora Díaz-Canel ha propuesto pasar el plumero a las viejas medidas que dormían como las notas en el arpa becqueriana y volver a aplicarlas, para conjurar el espectro de un nuevo "Periodo Especial".
Sin embargo, el tono triunfalista del análisis de Díaz-Canel hace sospechar que estima —correctamente, a mi juicio—, que el "Periodo Especial" no fue un fracaso, sino todo lo contrario. Y tiene razón. El "Periodo Especial" representa el triunfo definitivo del castrismo. Es la apoteosis de la servidumbre esclavista, apenas matizada por el Maleconazo (donde una vez más el revés se convirtió en victoria con la sola aparición de Castro I) y el éxodo de los balseros, que con el tiempo serían fuente primordial de divisas y mansos peticionarios de visados turísticos.
Y así ha sido. El "Periodo Especial" no fue (no es) un accidente de eso que muchos todavía llaman, con delicioso arcaísmo, "la revolución", sino su misma sustancia: una fábrica de pobreza, obediencia y envilecimiento. Es el momento cumbre del castrismo, la plenitud del sistema, la victoria definitiva del modelo: los esclavos que, como en Nabucco de Verdi, cantan a coro, pero esta vez exaltando sus cadenas, transidos de adoración por el amo que los oprime. Es el "pueblo combatiente", hambreado y sin futuro, que a pesar de su condición miserable desfila, repite consignas y cava refugios para defenderse del inminente ataque imperialista.
Con el "Periodo Especial" se cumplen los objetivos fundamentales de "la revolución", que nunca fueron los que Castro I proclamó al alcanzar el poder en 1959: sumisión total de la sociedad al proyecto comunista, control policial absoluto, militarización integral, expulsión de los grupos de población menos dóciles (procedimiento que ya había comenzado a través de Camarioca, en 1965, y Mariel, 1980, pero que se perfecciona desde 1994, mediante los acuerdos migratorios con EEUU), y reducción de la economía a actividades primarias de subsistencia totalmente dependientes del Estado.
Un régimen que llevaba ya 30 años en el poder y acumulaba grandes fracasos, que había sacrificado a miles de soldados en África con resultados dudosos y acababa de perder su principal fuente de subsidios, expulsa de golpe a otros 35.000 adversarios potenciales y los arroja a las costas de su enemigo, los convierte en cimarrones teledirigidos, que a partir de entonces financiarán al mismo Gobierno que oprime a sus familiares y les autoriza o no a volver a verlos, y además coloca a quienes quedan en la Isla en un escalón inferior de miseria y obediencia.
A pesar de las pocas luces que le asisten, Díaz-Canel ha comprendido esa verdad fundamental. La esencia del socialismo en Cuba no consiste en mejorar la educación, ni ampliar la asistencia médica ni mucho menos en elevar el nivel de vida o el consumo de la población. A la larga, todas esas son gaitas populistas para entretener a la galería, avances que conducen de nuevo al capitalismo. Véase, si no, lo que ocurrió en la antigua Unión Soviética y lo que sucede actualmente en China.
Para salvar al comunismo cubano —al menos durante 30 años más— es preciso otro "gran acto de creación colectiva", que en este caso contará con su esclarecido y sólido liderazgo. Díaz-Canel agita el espantajo de un nuevo "Periodo Especial" para que las masas tiemblen ante la perspectiva de los apagones y el bisté de frazada, pero en realidad parece que a él no le disgusta la idea de afrontar y culminar la magna empresa. Otra cosa es que logre ponerse a la altura de las circunstancias.
Socialismo o muerte. Valga la redundancia.