Uno de los aspectos más espinosos que enfrentará Cuba cuando desmonte el sistema totalitario monopolista actual será cómo organizarse para que la gente retome su derecho de propiedad privada y el control sobre los activos productivos, con los que deberá reflotar una economía hundida por el centralismo castrista.
De la combinación de justicia y realismo económico con que se efectúe la privatización, dependerá grandemente el éxito de cualquier transición y el surgimiento de una sociedad sana y dinámica.
Probablemente, lo menos traumático socialmente sería que el desmontaje del Estado-empresario mediante la privatización de activos precediese e impulsara la transición política, para que sea una sociedad civil vigorosa y económicamente próspera la que siente las bases de una nueva Cuba.
Sin embargo, un cambio suave y progresivo del modelo castrista quedó —al menos de momento— sepultado bajo el inmovilismo maquillado con Tarea Ordenamiento y la ley de MIPYMES, lo que aboca al país a un futuro colapso tipo caída del Muro de Berlín, o peor, a una deplorable salida a la rumana.
Si atendemos a cómo hicieron su evolución a principios de los 90 los antiguos satélites soviéticos —cuya situación de entonces tenía puntos de coincidencia con la Cuba actual—, podremos encontrar ejemplos de privatización, de los cuales el checo resalta entre los más interesantes.
Allí se comenzó catalogando todas las propiedades estatales, que en 1990 sumaban el 97% de los activos productivos del país, y se les asignó cinco posibles destinos:
- Liquidación, cuando era demasiada la ineficiencia acumulada y costosa la reconversión de empresa socialista obsoleta a capitalista moderna.
- Quedar como propiedad estatal, si pertenecían a servicios considerados básicos e intransferibles en ese momento.
- Devolución a propietarios originales presoviéticos (fundamentalmente propiedad inmobiliaria).
- Subastas públicas de miles de micro y pequeñas empresas.
- Privatización de empresas medianas y grandes, mediante un sistema combinado de reparto igualitario de cupones canjeables por acciones y la presentación de proyectos competitivos de desestatalización, obligatoria para la dirección de cada empresa y opcional para ciudadanos y grupos, sin distinguir entre checos y extranjeros.
El ingreso masivo de capital foráneo mediante estas privatizaciones iniciales, acometidas en un periodo muy breve, dio estabilidad y credibilidad al proceso. En agosto de 1991, los inversores extranjeros habían adquirido más de 50 grandes empresas que, sin excepción, siguen prosperando hasta hoy y se convirtieron en núcleo en torno al cual se desarrollaron suministradores nacionales.
Además, los numerosos proyectos de privatización, junto al democrático reparto de cupones, fraccionaron las empresas monopólicas de la era socialista y reestructuraron el gigantismo soviético, proveyendo competitividad al mercado. En 1995, ya el 66,5% de los activos productivos eran privados, y el porcentaje de población que trabajaba para el Estado se redujo del 84 al 24%.
La privatización fue exitosa porque contó con un amplio respaldo popular y logró, junto a la rápida transformación de los derechos de propiedad —el 80 por ciento del PIB lo produce hoy el sector privado— consolidar una economía de libre mercado.
Sin dudas, la transición cubana —inexorable por más que parezca lejana— deberá ser consciente de que un resultado positivo no está garantizado y, por tanto, habrá de ser tanto original como depositaria de experiencias de procesos similares pues, aunque parezca difícil partiendo del castrismo, aún se puede empeorar.
En el proceso de privatización será clave la transparencia, la equidad de oportunidades, y una buena definición de qué es verdadera justicia; será necesario un equilibrio delicado entre reparaciones históricas y sentido común, que precisará de un liderazgo sin complejos y que entusiasme.
Puede parecer una tarea ardua que requiere fórmulas de convivencia (tolerancia, respeto, diálogo y entendimiento) que hasta ahora han sido indescifrables para la nación cubana. Habrá que secularizar lo dicho por Tomás de Aquino, "Dios escribe recto con renglones torcidos", y confiar en que los escollos del camino no impedirán llegar a un horizonte mejor al que hoy impone a Cuba el castrismo.
“Sin dudas, la transición cubana —inexorable por más que parezca lejana— deberá ser consciente de que un resultado positivo no está garantizado”. Felicidades al autor y a DDC. Es importante comenzar a visibilizar los muchos obstáculos en el camino a una transición. Porque están las cárceles por toda la isla y sus problemas de capacidad, los jóvenes del Servicio Militar Obligatorio, la red de agua potable, la demanda por viviendas, la infraestructura para generar electricidad, muchos trabajadores cubanos que necesitan entrenamiento técnico y manual para cumplir con los estándares internacionales, impulsar a una agricultura en pleno punto muerto y muchos otros problemas que pueden afectar al gobierno democrático.
Interesante artículo de esta Sra.!
Es un DESAS TRE y un DERRUNBE ortográfico del socotroco IRRESPONSAVLE que escribió este letrero.
Al menos, la "educación" que ofrece la dictadura es gratuita, según el tragaldaba de la UCI (ahijado de Amadeus) el compañerito Papo Weston.
Dicen que el socotroco fue el Libertario y lo hizo unos meses antes de venir para Miami.
Primero hay que derrocar a los líderes burgueses de Punto Cero y liberar a los secuestrados, algo que sin una intervención militar parece más lejano que una invasion extraterrestre.
Después no sera necesaria tanta redundancia profesoral, bastara con desmontar las prohibiciones y controles totalitarios, legalizar la propiedad privada a todos los niveles y abrir la nación a las inversiones.
Los emprendedores en libertad, esos que crean puestos de trabajo y riquezas, no los académicos ni los burócratas, son los que traeran la hasta ahora esquiva prosperidad de la nación cubana.
Esto parece ciencia ficción.
El Dr. Antonio Jorge se pasó la vida, junto con otros, repasando las fórmulas que, como son en abstracto, en abstracto se quedan. Ejercicio inútil de ver cómo se va a repartir el pastel sin saber aún cómo va a cocinarse.