Durante los últimos días hemos escuchado voces que insisten en alentar u oponerse a lo que muchos llaman los "diálogos" de Oslo. Eso siempre sucede. Nunca faltan personas cargadas de buenas intenciones que creen que "conversando se entiende la gente". Falso.
La conversación, el diálogo y la negociación son tres etapas y ejercicios distintos en los procesos de resolución y gestión de conflictos. No son términos equivalentes. Cuando las partes de un conflicto deciden sentarse a hablar puede ser por dos razones. Una de ellas es cuando han llegado a la conclusión de que deben explorar la posibilidad de avanzar hacia un acuerdo porque no intentarlo es muy riesgoso o costoso en imagen pública.
La otra circunstancia es que se decidan a hablar solo para, de forma deliberada, proyectar una imagen constructiva, ganar tiempo, explorar las divisiones y debilidades del adversario y, finalmente, clavar una daga en la espalda a los que vinieron a perder su tiempo de buena fe. Eso es lo que han hecho con la oposición, por muchos años y muchos cadáveres por medio, los capos de Cubazuela.
El presidente Guaidó ha declarado que sus representantes acuden a Oslo para conversar, puntualmente y de manera indirecta —a través de los noruegos—, sobre un solo asunto: la salida más rápida y menos violenta posible de Maduro. Así debe ser. Pero cada extensión de esas riesgosas conversaciones solo favorece la confusión que siembra en todo el mundo el aparato de desinformación cubano. Si se quería mostrar la flexibilidad de la oposición ante los representantes de un régimen narcotraficante, autoritario y criminal, ya se hizo bastante.
Esta vez han aparecido también otras voces que insisten en involucrar a La Habana como parte de cualquier negociación dirigida a garantizar una transición no violenta a la democracia en Venezuela. Algunos creen que si Cuba es parte del problema, bien podría convertirse en parte de la solución. Pero, desafortunadamente, la cosa no es tan simple.
Cuba es el problema, no un socio para buscar la solución
Hay tres razones clave que bloquean la posibilidad de obtener la sincera cooperación de Cuba en este asunto.
Primero: La lógica de Al Capone no era la de un diplomático, ni la lógica de Raúl Castro es la de un estadista democrático. Para él, Venezuela es una colonia donde implantó una economía extractiva y una plataforma logística extraterritorial para sus operaciones clandestinas y criminales. Desde la perspectiva de La Habana, Venezuela es el perímetro exterior de su sistema de defensa.
Venezuela no es un Estado independiente, soberano, pacífico, donde reina el Estado de derecho. No. Las elites del poder de los dos países se fusionaron en una empresa transnacional criminal (Cubazuela), abandonaron cualquier compromiso con las referencias ideológicas de la Guerra Fría y crearon una vasta red de alianzas con otros grupos criminales y terroristas, como Hezbolá, controlado por Irán, así como las FARC y el ELN colombianos. Su verdadero negocio ahora es la producción y exportación de drogas, extracción y comercio ilegal de oro, tráfico de armas y personas, así como el lavado de dinero.
¿Negociar la renuncia a todo eso de forma voluntaria? Raúl Castro aún cree que tiene una mejor alternativa a un acuerdo negociado: ordenar a Maduro que resista.
Segundo: Rusia e Irán no están interesados en que Venezuela se recupere como país exportador de petróleo. Eso haría bajar el precio por barril. En este momento, Irán tiene muchas preocupaciones de seguridad inmediatas, dentro y cerca de sus fronteras. Por otro lado, Rusia quiere que Caracas pague su deuda al Kremlin, pero también desea usar su presencia en Venezuela para hacer un juego geopolítico de contrapeso al apoyo de EEUU a Ucrania.
Pero para Cuba, la situación es diferente. Mantener su férreo control sobre Venezuela es una necesidad existencial. No solo por el petróleo. La Habana ha desplazado a Caracas la mayor parte de sus operaciones sucias (facilitando contactos y redes para el lavado de dinero y el narcotráfico) Ahora —a diferencia de 1989— las desarrolla principalmente desde territorio venezolano y desde los laboratorios situados en santuarios del ELN y las FARC en esa nación.
Si Cubazuela deja de existir, Castro tendrá que encontrar —mucho más que a un nuevo mecenas— a otro país que facilite sus operaciones clandestinas. La economía política cubana integrada al crimen transnacional escapa a la atención de los estudiosos de la otra economía cubana, la que es formal y legítima.
Tercero: La caída del régimen de Maduro tendrá un impacto desestabilizador económico y, aun más importante, psicológico sobre la población y las elites cubanas solo comparable al que tuvo la disolución de la URSS. Una profunda crisis de gobernabilidad sería entonces inevitable.
Si a Cuba se le permite participar en cualquier negociación sobre el futuro de Venezuela, su objetivo estratégico sería promover una "solución" que garantice el suministro de petróleo y conserve intactos los aparatos militar y de inteligencia venezolanos bajo mandos corruptos y procubanos. Mal negocio.
¿A inicios de la década de 1930 podría alguien haber esperado que Eliot Ness negociara exitosamente con Al Capone una fórmula para que se hiciera tranquilamente a un lado a fin de devolver la paz y prosperidad a Chicago? No es probable, ¿cierto? De la misma manera, Castro no tiene ningún interés en el bienestar y la prosperidad del pueblo venezolano o cubano, sino únicamente en preservar su máquina de poder para seguir haciéndose de dinero sucio.
Cubazuela no es un faro del socialismo, como puede creer un melancólico noruego desde un neblinoso fiordo, sino un peligroso narcoestado. El sueño de Pablo Escobar hecho realidad.