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Narrativa

Galletas de la fortuna

'El cliente había escrito una novela de 549 páginas y, después de pagarle una fortuna, le había pedido que imprimiera la novela, para distribuirla línea a línea en las galletas de la fortuna.'

Miami
Galletas de la fortuna.
Galletas de la fortuna. Ocado

Voy con mucha frecuencia al Dragón de Humo, un restaurante de comida china. Soy amigo del dueño y hoy se ha sentado a mi mesa para contarme que su más asiduo cliente está obsesionado con las galletas de la fortuna que se hornean en el propio restaurante. Parece incapaz de sustraerse al encanto que las sentencias impresas en las tiras de papel le producen. Mientras degusta las galletas, lee y relee las breves máximas que atesoran en su interior. Lo más extraño es que para él, las delgadas tiras de papel, más que sentencias con vago carácter filosófico, llevan impresas premoniciones y anuncios del porvenir. El cliente había escrito una novela de 549 páginas y, después de pagarle una fortuna, le había pedido que imprimiera la novela, para distribuirla línea a línea en las galletas de la fortuna que ofrecía a sus clientes. Me quedé atónito. No sabría decir si ese hombre era un demente, un genio o un estúpido. Quizás había desarrollado tal sentido del humor que había perdido todos los demás, incluyendo el sentido común. Pero el solo hecho de que hubiese escrito una novela para dinamitarla más tarde y distribuirla línea a línea en el interior de galletas de la fortuna, me parecía una idea tan descabellada y temeraria como atractiva. Hice mis cálculos: una novela de 549 páginas a razón de 30 renglones por pliego implicaría un promedio de 16.470 líneas, de manera que para ser distribuida se necesitaba un número idéntico de comensales y el transcurso de varios meses e incluso años.

Una novela policíaca a la manera de Wilkie Collins, Conan Doyle, Agatha Christie o Raymond Chandler resultaban impensables. ¿Cómo sostener una intrincada trama policiaca si se desgaja para diseminarla en el interior de esas crujientes golosinas? Pensé que quizás Agatha Christie o Conan Doyle no eran demasiado populares entre los nipones, pues en Japón los libros se leen de atrás hacia delante, de manera que el lector sabría, desde el principio, quién era el asesino. Mi absurda ocurrencia me hizo sonreír. Era posible que lo mismo sucediera al dispersar una novela policiaca en galletas de la fortuna. El lector podía tener la "fortuna" de ser favorecido por el azar y dar en la primera galleta con la identidad del asesino. Semejante dispersión anularía también el horror gradual de las novelas de Lovecraft, Stoker o Machen. Fulminaría asimismo los insospechados avances y retrocesos de Tolstoi, Flaubert, Proust o Dostoievski. Pulverizaría las aventuras de Cervantes, Dumas, Salgari, Conrad, Verne, Kipling, Stevenson y Melville. Eclipsaría el fervor y la furia de las tragedias de Shakespeare. Demolería los tortuosos laberintos de Kafka… eso y todo lo demás. Quizás me apresuraba a emitir un juicio y aquel cliente había logrado la proeza de concebir sagas y epopeyas con las dimensiones de un epigrama; quizás cada una de sus líneas era una novela enclaustrada, un opúsculo, una miniatura cargada de epifanía, una bofetada en prosa, un roble hecho palillos de dientes. Quizás el mundo estaba ante un verdadero acontecimiento literario, una novela invertebrada que no estaba regida por un orden, sino por el caos y el azar. Quizás había nacido el nuevo Raymond Roussel, el nuevo Raymond Queneau, el nuevo Félix Fenéon o el nuevo Georges Perec. Una novela que conjuraba la destrucción de la trama y el triunfo del estilo. Novela fragmentada en sentencias cargadas de vaticinios y predicciones. Novela a cuentagotas, gigantesco puzzle indescifrable; y si para leerla era necesario romper la galleta, era porque esa fractura anunciaba ya la fractura misma de la novela. Y después de leer cada línea qué quedaba: un estuche roto y un centro vacío.

Terminé de comer y rompí mi galleta de la fortuna, extraje la delgada tira de papel y leí: "Todo está por suceder. Lleva una falda negra y una blusa roja, da las gracias y se marcha". Justo en ese instante, una atractiva mujer con falda negra y blusa roja entró al restaurante a recoger su pedido, dio las gracias y se marchó. Pensé en la frase: "Todo está por suceder" y salí disparado tras ella.


Alejandro Robles nació en Halle, Alemania, en 1962. Ha publicado los libros de relatos Gabinete de dragones (Eolas Ediciones, León, España, 2022) y El cuchillo de Lichtenberg (Eolas Ediciones, León, España, 2024) al que pertenece este texto.

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