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Narrativa

Gabinete de dragones

'El alfabeto de aromas le resultaba infinito, pero perseguía con ahínco el olor a perro mojado, el agrio tufo del sudor, el hedor de la sangre y de la comida descompuesta.'

Miami
Dragón en bronce chino antiguo.
Dragón en bronce chino antiguo. Formavacío

 

1

Llevo años buscando dragones. En los Anales del sendero de jade de Huang Shi está escrito que cualquier cosa, desde una pipa hasta una tetera, puede ser un dragón. Está escrito también que los dragones solo habitan en quienes los buscan. Desde que leí esas líneas temo mirarme en el espejo, temo ver en el reflejo el rostro aterrador del Dragón.

 

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Érase una nariz a un dragón pegada… Así principiaban los versos del poeta, pero eran inexactos, pues el dragón no era otra cosa que nariz, una nariz inmensa, una nariz superlativa. La nariz recorría las calles de San Petersburgo olfateándolo todo, pues se alimentaba exclusivamente de olores. Podía decirse que "metía la nariz en todo"… Los dulces olores que brotaban de los hornos de las pastelerías lograban saciarlo en pocos minutos. Las fragancias de las alcobas, unas veces acres, otras rancias, le proporcionaban los más voluptuosos placeres. Le fascinaba acercarse a las tabernas y cervecerías. El denso aroma de la levadura fermentada de la cerveza, la esencia afrutada y agria del vino, el vaho grasiento de las salchichas y la intensa miasma del pescado seco lo extasiaban. Sabía que en las tabernas se reunían escritores y poetas, y no tenía dudas de que el solo hecho de que fuera una nariz, les inspiraría grandes historias. La ciega y sorda nariz no podía ver ni escuchar a los poetas, pero en una ocasión olfateó el acerbo tufo de una taberna en la que Gógol y Pushkin hablaban de literatura, paladeaban una que otra salchicha grasienta y vaciaban copas de vino barato. Tampoco oía a las ancianas gritar horrorizadas en su presencia, mientras él aspiraba sus aromas a la vez almizclados y mustios, como los de las flores muertas. Y le parecían deliciosas las fragancias cítricas de las jóvenes que se desmayaban al verlo. El olor a humedad y a polvo de las bibliotecas le resultaba embriagador y lo hacía soñar con países y personajes imaginarios. El alfabeto de aromas le resultaba infinito, pero perseguía con ahínco el olor a perro mojado, el agrio tufo del sudor, el hedor de la sangre y de la comida descompuesta. Aunque muchos se aterraban al verlo, la nariz era absolutamente inofensiva, excepto cuando estornudaba.


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Como surgido del añil de la madrugada, el dragón es de un azul profundo y acuoso. Aunque puede escupir fuego y posee unas alas magníficas, su cerebro es tan diminuto e insignificante que solo es capaz de comer y dormitar. Lleva horas durmiendo junto a un montón de desperdicios de pescado. El olor atrae a una mosca de alas iridiscentes que entra volando por el canal de sus fosas nasales. No se trata de una mosca extraordinaria, no es una mosca cernícalo, ni una mosca abeja, ni una mosca danzarina, ni una mosca holocélfala, ni una mosca hematófaga o chupasangre. Ni siquiera se trata de una mosca imaginaria como una mosca elefante, una mosca centauro o una mosca pulpo capaz de vivir bajo el agua y expulsar tinta. Es una mosca doméstica común (Musca domestica Linnaeus), una de esas cuyo aparato bucal termina en una especie de trompetilla con la que succiona los líquidos y descompone los sólidos y que tiene solo dos alas.

La banal mosca doméstica se aloja en su inmenso cráneo hueco. Desesperada, vuela sin encontrar una salida que la devuelva a cielo abierto. Aletea de un sitio a otro, tropezando una y otra vez contra las gruesas paredes del cráneo vacío, como si estuviese atrapada en la ruinosa cúpula de una catedral. La acústica del cráneo le devuelve el eco de sus zumbidos, y aunque es una mosca común, mientras revolotea sin descanso de un sitio a otro, el dragón sueña que vuela.

 

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Lagarto de jade me dicen unos, serpiente con alas suelen llamarme otros. Fogata voladora o volcán alado me apodan los más temerarios. Unos me consideran el más sofisticado de los depredadores, para otros no soy más que un carroñero despreciable. Hay quienes suponen que soy un carnívoro voraz; otros, sin embargo, aseguran que soy un tímido herbívoro. Abundan asimismo los que ven en mí a un omnívoro inescrupuloso e insaciable. Unos aseveran que soy mamífero, otros, en cambio, están convencidos de que soy ovíparo y que pertenezco al grupo de los reptiles. Muchos razonan que soy mitad reptil y mitad ave, existen incluso quienes sostienen que tengo algo de ser anfibio y de pez. Algunos certifican que soy una especie de saurio cuyo desarrollo se frustró, y no falta quien declare que me extinguí tras alcanzar la cima de la evolución. La mayoría, sin embargo, opina que no soy más que un mito altanero y engreído. ¿Cómo —se pregunta una y otra vez el dragón en la oscuridad de su gruta— puedo ser a la vez tantas cosas y ninguna?


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En el otoño de 1642, durante un suntuoso banquete de nobles caballeros, Sir Francis Blake declaró a viva voz que los dragones no existían y que no eran más que una ilusión. Sin embargo, fue engullido por un enorme dragón escarlata en la primavera de 1643, a la cinco y diecisiete minutos de la tarde, que es la hora en la que mueren los caballeros incrédulos.

Ahora, cada vez que me preguntan cuál fue el motivo de su muerte, les respondo que Sir Francis Blake murió por causa de una ilusión.

Diario de John Locke (agosto de 1667)


Estos fragmentos pertenecen al libro de relatos de Alejandro Robles Gabinete de dragones (Ediciones Eolas, León, España, 2022), con prólogo de Fernando Iwasaki.

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