Cuento por primera vez una historia que aún me abochorna. Confieso mi turbación de entonces y de ahora mismo. Resulta que enamoraba a una condiscípula y cometí el error de inventarle que yo era poeta. Horror: me exigió un poema como prueba de mi amor por ella y no vulgar macho por su carne. Horas y horas, madrugada en vela y ni un octosílabo.
Entonces busqué algunos poemas entre los que admiraba. Armé un Frankenstein con versos de aquí y de allá. Y logré mi objetivo. Salvo un detalle. La susodicha le mostró a un primo el poema y este, profesor de literatura no sé dónde, de inmediato identificó versos de César Vallejo, Pablo Neruda, Octavio Paz… Fin del final. Me ruboriza repetir lo que me dijo para borrarme hasta en pintura rupestre, litografía, editorial patico.
Nunca más he cometido un plagio. Tampoco he insistido a la caída de un domingo en consumar un poema. Me he contentado con ser lector y eso sí, perpetrador de críticas literarias, donde por lo general trato de favorecer la lectura. Por aquello tan obvio de que no hay escritor sin lector, como enseñó Émile Faguet, en su olvidado L’Art de Lire, hace más de un siglo, en 1920. ¿No afirmaba Borges que su vocación se caracterizaba por leer y leer?
Bien cerca tenemos que los escritores cubanos en 2024 coinciden en sentirse lectores que ocasional, aunque inexorablemente, tienen que escribir, entrar en aprietos por lo general tan complejos y difíciles como los derivados de la lectura. Un sondeo lo demostraría. Mis conversaciones con muchos también lo avalan. Hasta me atrevería a afirmar —desde Harold Bloom— que un autor donde la escritura supere a la lectura sería disparate o mentira. O peor: bluff proveniente de la política. Mientras obtengo cariñosas maldiciones de quienes se resisten a mi elegante silencio ante sus bodrios, verifico en el día a día que casi ninguno de los no lectores ha escrito un renglón valioso.
Lo triste —da lástima— es observar una paradoja: cientos de supuestos escritores éditos —con libros publicados gracias a las baratas posibilidades actuales— que no leen a sus coetáneos y contemporáneos. Los datos de ejemplares vendidos son escalofriantes, sobre todo de libros de poesía. Hasta el punto de que la broma quevedesca llega a afirmar que aquí en Miami hay más poetas que lectores de poesía, por citar un infortunio que se repite en cualquier ciudad. Si se registran 100 "poetas" de habla hispana, por lo menos debieran venderse 100 ejemplares entre los dos formatos, la clásica versión en papel y en la económica versión digital. Situación de aprieto que desnuda varios monstruos: quienes escriben para oír que les llaman poeta, quienes sociabilizan y declaman en talleres literarios, quienes sustituyen al psiquiatra con una introspección en versos… Casi ninguno cree que la lectura podría resultarle más fructuosa.
¡Ah!, y cuán alejados se hallan tales autores de la agrafía. Escriben tanto o más que Honoré de Balzac. La noción de prolífico les queda chiquita… Para colmo no pasan por una crisis existencial que los lleve al aprieto del silencio. ¡Qué va! Hasta se molestan y te maltratan cuando dejas de leerlos, huyes de sus presentaciones y recitales; cuando osas comentar que se trata de una obra menor, sin aprietos. Porque suelen tener un amigo listo a promocionarla con adjetivos trascendentales, aderezados con gestos de inspiración-expiración, de elogios que escalan esa cima.
¡Cuántos aprietos a saltar, a evadir! A los que se agregan los más comunes en las historias de las obras de arte literario, desde el lugar común hasta la trivialidad, el anacronismo de llegar tarde con un tema ya tratado en otra obra, el didactismo por suponer que la explicación era críptica… O los terribles que suelen causar con alevosía errores disímiles —históricos, psicológicos, estilísticos— y pérfidas erratas. Junto a los que compartimos con la especie: enfermedades, pobrezas, guerras, conflictos familiares… Más los aprietos ontológicos derivados de la certeza de que el suicidio es el tema central de la filosofía. Por lo que poco resta para odas a la quejumbre bajo el signo de la inutilidad, leída en Le Mythe de Sisyphe de Albert Camus.
Sé —pura obviedad— que desde siempre hay una elite entre los círculos literarios que sabe combinar el placer de leer con el derivado de la creación; sin que garantice mecánicamente obras de calidad artística y resonancia estética. Sé que aprietos como con la joven habanera apenas me sirvieron para apretones y no insistir en inanidades, en ridículos desnalgados, en creerme poeta. También que el aprieto entre modas y trascendencias apenas es una mueca, por lo general azarosa.
Sin embargo, en el argot popular cubano de mi juventud, el verbo apretar incorporó un delicioso significado, que añado para mitigar muecas. Se decía que una pareja estaba apretando en un banco del parque Mariana Grajales o en la cueva del cine Negrete, en el Malecón hacia la curva del Hotel Riviera rumbo al túnel del río Almendares o en la boca de lobo del Club Turf en Calzada y F en El Vedado.
Para apretar los adolescentes siempre encontrábamos un sitio, temerario como una escalera, fatigoso como una arboleda de gajos espesos y hasta una saleta alejada del comedor donde la familia veía la telenovela y la pareja se mantenía alerta para cuando llegaran los anuncios, finalizara el capítulo de esa noche.
"¡Apretaste!" también se usa para indicar éxito. Viene del latín pecho, se entiende que uno estrecha contra el pecho. Ciñe, estruja… Lo que permite usarlo contra un texto endeble. Uno lo aprieta para quitarle la hojarasca, para que suelte lo superfluo. De ejercer presión deriva el significado popular que acabo de contar, pero también se refiere a ropa muy ajustada, a zapatos que te aprieten, a prosa seca, que trinca, que de tan concisa ciñe al infeliz lector. Define amistades que son de apretones, porque sueltan, se olvidan. Los jinetes, además, también aprietan a los caballos con las piernas para no espolearlos. Jineteras —también hay jineteros— llaman a las trabajadoras sexuales que aprietan para apurar. Sirve para crecer en tirantez, cuando la conversación diplomática o familiar de pronto aprieta levemente con ironías puntuales, ciñe la atmósfera anímica. Un apretón de mano puede sellar un acuerdo. Apretados señala que a la hora pico vas apretujado, hacinado… Pueden pedirte que aprietes como forma de atizar una crítica u opinión; aunque si se trata de un ruego no suele apretarse, presionar, hostigar. Sustituye a urgir. Aprietas el botón del ascensor, del intercomunicador, del ya inexorable laptop. Pero me quedo —confieso sonrojado— con el apretón de aquella condiscípula que soñaba ser novia de un poeta.
Porque muchísimo importa —sea dicho de una vez— que los escritores se la pasen de aprieto en aprieto, incluyendo los económicos. Es que apretar fuerte —nunca debe olvidarse— puede cambiar hasta el destino.