"¿Hasta qué punto puede el crítico incidir en el gusto del público en relación con uno u otro poeta, con uno u otro periodo de la literatura del pasado?", se preguntaba T. S. Eliot en To Criticize the Critic.
Revivo la pregunta porque ahora resultan escandalosos los gravámenes, no que enmarañan —nada más antiguo en los circuitos intelectuales—, sino que logran astillar gustos, modas y cánones de las literaturas, incluyendo —por supuesto— la escrita en español por autores cubanos.
El fenómeno debe observarse sin alarmismos, pero con premeditada, tenue ironía de nosotros los falibles, ajenos a la petulante "verdad". Actitud que los psiquiatras recomiendan para los escritores cubanos de hoy, dispersos por el mundo o dentro del caldero del insilio. La mayoría alejada de aquellos sectarismos que nos separaban hasta hace pocos lustros, donde solían ponerse apellidos políticos, sexuales, geográficos, raciales…, a autores que cuando valen es por la indubitable calidad artística de sus escritos. No por etiquetas exógenas.
Se entiende que el gusto no cae como un meteorito. A las programaciones genéticas se añaden ingredientes familiares, escolares y socioeconómicos —aunque huelan al alcanfor marxista—, que en singulares mezclas cocinan cada gusto. La moda, el otro borde, no solo es efímera, casi siempre cíclica, sino que suele convertir la novedad en dogma. Los disparates de la novolatría suelen competir con rancios críticos —o historiadores metidos a críticos literarios—, algunos poseídos por egos aferrados a una mal entendida tradición carcelaria, que ni saca del canon obras menores ni permite disidencias —gustos diferentes— sobre algún autor u obra.
Se experimenta que el juego dialéctico entre gusto y moda es por lo general injusto. Pero tal clisé no clausura ni las caracterizaciones ni las sobrevivencias, que para las obras de arte literario escritas por cubanos comienzan por el virus político, los éxodos, los derrumbes materiales unidos a la devastación espiritual del país.
El gusto suele sobrevivir mejor que la moda. Ambos están a la intemperie, sujetos a un tal Cronos —generaciones biológicas— y a variaciones inducidas por la publicidad comercial y la academia. O sencillamente por el azar; que en el rizoma cubano tiene aún la plomiza carga oficial, que afecta a aquellos que sobreviven dentro del país porque son excepciones "patrióticas", entraron en la tercera edad, carecen de temperamento laboral y coraje o sus situaciones familiares les impiden emigrar.
Quizás conocer la tradición de obras y autores nacionales desde Espejo de paciencia (1608) fragüe los cimientos de gustos y modas, donde juzgar las preferencias de cada generación necesita apoyarse y expandirse al ámbito caribeño, latinoamericano, español y de otras lenguas. Mucho más en nuestra era digital, donde se aprecia una decena de autores cubanos de relevancia, considerados entre los mejores en cada uno de sus géneros literarios en español.
Además, es válido y normal —por ejemplo— que hoy se lea más a Albert Camus que a Jean-Paul Sartre. Y por supuesto que ciertos autores del pasado tienen más afinidades con nosotros que otros. Nos sucede con Frank Kafka, cuyo centenario del fallecimiento estamos conmemorando, distinguiendo lo kafkiano de lo orwelliano en la nación cubana.
Famosos ciclos novelísticos en sus épocas ahora duermen un espeso sueño entre los círculos de lectores, como los Episodios nacionales de Benito Pérez Galdós, a pesar del esfuerzo de Mario Vargas Llosa por revivirlo. Hasta se pudiera llegar al punto —más por simpatía o comuniones políticas que por méritos artísticos— de situar a un poeta menor, digamos a Homero Aridjis, por encima de otro de mayores intensidades expresivas, como José Emilio Pacheco; a Ángel González por encima de Jaime Gil de Biedma… En los poetas de la llamada Generación del 50 en Cuba —consenso aún polarizado por el virus político— no acaban de situar a Heberto Padilla como su figura cumbre, no solo por Fuera del juego sino por el conjunto de su obra.
También —nadie lo niega— se producen afinidades o rechazos por motivos que se relacionan con la idiotez o la pobre formación del lector o sencillamente porque su psique —¿talante?—, lo mantiene aferrado a clichés como las alusiones de género o raza; a ofuscaciones —por lo general producto del oportunismo— que priorizan a su generación sobre las anteriores; a un leitmotiv como el elogio de la vida campestre o el amor filial, la vulgaridad léxica o la mal llamada autoficción; a una determinada opción estilística, como la neobarroca contra la neocoloquial en poesía.
Si se añaden las afinidades electivas, la relación gusto-moda se vuelve más boxística, incitadora de trifulcas. Los morrocotudos cambios de óptica —de colaboradores y desde luego textos— tras los cambios en la dirección de la revista española Cuadernos Hispanoamericanos, ofrecen una cercana ilustración. Otras excederían un megabytes.
¿Cuál formulación literaria es sensata cuando se trata de una nación quebrada como Cuba, que bracea en el Caribe supersincrético? ¿Cuál moda sirve dentro del siempre fiero temperamento latino, de una especie que nunca hemos cesado de progresar entre exterminios? Tal vez una absurda moda que se ría de generalizaciones inconmovibles, apoyada en que al parecer hoy solo han quedado dos novelistas geniales en el siglo XX: Franz Kafka y Marcel Proust; con James Joyce ahora situado por la crítica en el cercano peldaño de narradores imprescindibles: Virginia Woolf o Yasunari Kawabata, William Faulkner o Mario Vargas Llosa, Thomas Mann o Gabriel García Márquez, Joao Guimarães Rosa o Robert Musil… Lo que muestra que el canon puede alterar sus bordes, marcar curvas de apogeo y perigeo en las recepciones, pero no borrar por mucho tiempo obras relevantes en ninguno de los géneros literarios.
¿Cuál gusto podría ahogar definitivamente los poemas de Emily Dickinson? Las modas ceden ante las grandezas artísticas de Julián del Casal y José Martí en nuestro modernismo, de Virgilio Piñera y José Triana en nuestro teatro… El canon cubano del pasado siglo en cuanto a novelas no podría excluir, aun intentándolo, a El siglo de las luces, Paradiso-Oppiano Licario y Tres tristes tigres. Aunque algún esnobista —especie insumergible— relativice a su favor modas y gustos para justificar su insignificancia, palpitar su mediocridad.
¿Moda contra gusto, gusto contra moda? T. S. Eliot sonreiría, porque quizás he cometido un enfrentamiento digno de las aporías griegas… Ninguno de los dos —podría haber dicho Ezra Pound— llega primero a la meta. Ni gusto ni moda porque ambos a la vez son Aquiles, porque ambos son tortuga.
La aventura sin fin. Ensayos
T.S. Eliot
Edición de Andreu Jaume
Traducción de Juan Antonio Montiel Rodríguez
Lumen