Señor, he encontrado un razonamiento idóneo para usted, pero no me considero en la obligación de encontrarle también un sensato entendimiento.
Samuel Johnson
Se está contra Samuel Johnson cuando deja de advertirse el ridículo narcisismo que padece cierta literatura actual, sobre todo en poemas donde la autorreferencia sin logros expresivos —metafóricos, estructurales, ingeniosos…— escala zonas francamente triviales, hasta versos en los que la abuelita se sopla la nariz y el niño hace caca verdosa porque comió berro. O cuando no se comenta que la autoficción suele ser la cueva donde se refugian autores tan atiborrados de angustias como carentes de talento.
Se ha ido contra el doctor Johnson cuando a un novelista, por ser negro y pobre, no se le argumenta que su novela es más aburrida que una caravana de camellos por el Sáhara; cuando a una escritora no se le convence de que ser lesbiana, de la Generación Z, natural de una ignota capital de provincia y sin una gota de pudor, nunca la convertirán en poeta; cuando a un ensayista, por tener premios internacionales, medallas conmemorativas, diplomas excelsos, no se le desnudan sus lugares comunes y casi plagios, encubiertos tras una capa de tecnicismos y citas; cuando a un político que no revela el nombre del ghostwriter que le escribió sus memorias, porque pretende hacer creer que es de su autoría, no se le suelta una carcajada de payaso, no se le regala una trompetilla.
Se es cómplice de faltarle al respeto a autores cáusticos como Samuel Johnson, cuando se genera una pueril resignación ante la vigorosa hipocresía —cuando no oportunismo—que exhibe una porción de la actual crítica literaria, en correspondencia con los libros que valora y con un trozo de sus receptores. Complicidad que no es, sin embargo, un círculo vicioso. Es algo más, aunque a la vez sea tan círculo como tan vicioso. Que es —-¿negligencia, apuro, apatía?— un pozo que no se ha eludido lo suficiente, a veces por temor a represalias de soberbios autodidactos, a granjearse enemigos políticos nada gratuitos, al odio de rencorosos merodeadores de las editoriales.
Se lastima la memoria del doctor Johnson cada vez que se acepta el relativismo de los gustos como axioma, como patente de corso de las vanity press. Cuando se calla ante un ignaro —puede tener un doctorado en Filología y asiento con letra en la Academia— que supedita la valoración de un texto artístico a rasgos sintácticos y almacenes léxicos; que pretende incorporarse al canon por exégesis lingüísticas. Se le hiere al aceptar frases del corte de "todo es del color del cristal con que se mira", que son el caldero donde se hincha la mediocridad. Como si no hubiese una escala de valores que distingue a Raymond Chandler entre los autores de novelas negras, a Federico García Lorca entre los poetas españoles de la Generación del 27, a Edwar Albee entre los dramaturgos estadounidenses… Se va en contra de la memoria de Samuel Johnson cuando se asiste en noches de viernes —entre otras lindezas kitsch— a los recitales espesos de poemas, cometidos por espesos declamadores para espesos auditorios.
Se ofende a Samuel Johnson cuando se ignora la peor de las pandemias literarias —disentería versal— que abarata la poesía, el género literario más preciado, el que suele servir para la definición de los quehaceres artísticos con la palabra. Cuando se acepta que la poesía sea arada-arrasada por cientos de "inspirados", "iluminados" por el verbo divino… Y no se deja constancia de abundantes especímenes —con independencia de sus gustos sexuales o de género— que muestran con menos recato que una actriz porno lo que llaman poemas.
De estar vivo, Samuel Johnson hubiera condenado la aceptación de tales bardos, favorecidos por el hipersónico abaratamiento de las comunicaciones que la electrónica hoy ofrece. Él hubiera rechazado el silencio ante los peligros de internet. Ante hijos y nietos que hoy alimentan un irrefrenable y tumultuoso deseo de teclear para Facebook, Google, Twitter, Instagram, blogs personales o colectivos. Tecleo que paradójicamente despedaza la capacidad de concentración, destreza imprescindible de la memoria, clave acompañante del éxito profesional.
Él estaría avergonzado —tal vez sin generar insultos— contra esa porción de la crítica literaria en 2023 que a veces está cubierta de una polvareda críptica, derridaniana, ininteligible; que —por ejemplo— alimenta tales garabatos de "poemas" gracias a su complicidad por emisión u omisión; calzada por profesores haraganes —prepararon sus clases en el primer año de su ejercicio docente—, negligentes —les da igual Shakespeare que un saltimbanqui del metro londinense— o tan vanos como los doctores cuyas tesis fueron otorgadas por cansancio, compromisos multiculturales, intereses universitarios de inflar resultados para obtener créditos y mantener subvenciones. O por la arrogancia de historiadores carentes de sensibilidad poética, que se autorizan —frente a sus egos con estrellitas— a emitir juicios sobre obras literarias que para ellos son documentos políticos, actas notariales, investigaciones epistolares, planillas calendarizadas, chismografías… Quizás imprescindibles para el rigor y la modulación de los estudios de historia, pero prescindibles en la literatura que hoy necesita —más que nunca antes— la higiene de calificarla de artística por sus méritos artísticos; valga el énfasis.
Es un infracción contra doctores como Samuel Johnson, no burlarse públicamente de conocidos y reconocidos escritores, a los que Clayton Eshleman ridiculiza con una aguda cita de Havelock Ellis: "La extrema claridad de un artista puede deberse no a su maravilloso poder de iluminar los abismos de su alma, sino simplemente al hecho de que no hay abismos que iluminar". Entre tales bluffs destacan los que se creen realmente que sus "claridades" —pura trivia— apenas son la puntica de un enorme iceberg conceptual, imposible de ver en la superficie. Tales globos hasta presumen de sugerencias filosóficas, cuando en realidad —como dice Ellis— no hay absolutamente ninguna invocación de la muerte detrás de su luna llena en el horizonte. Ningún abismo se avizora dentro de sus referencias a Periquito y Menganito porque están de moda en la universidad. Mucha estafa hay en sus rompimientos de ilusiones "realistas" en las narraciones, porque dicen que no plagian sino que homenajean a Joyce…
Se participa indirectamente en los agravios contra el célebre filólogo inglés y lo que él representa, cada vez que para evitarse nuevos enemigos, por urbanidad o por simple pereza, se hace silencio ante burócratas del sector cultural: funcionarios sacados de un relato de Kafka, pícaros sacados de una novela de Quevedo o políticos sacados de un ensayo de Canetti… Los que por la red internáutica, por la televisión o por la antigua prensa sobre papel, argumentan que en las encuestas de popularidad un autor o una obra, caerían en picada si no hacen concesiones a los analfabetos funcionales; mayoritarios en aplausos, en comprar libros-chatarra.
Le reconocemos a Harold Bloom que argumentara por qué Samuel Johnson (1709-1784) es —quizás entre otros pocos, muy pocos— el más importante crítico literario de habla inglesa de todos los tiempos, aunque muchos intelectuales —incluyendo ingleses— se empeñen en subestimarlo, hasta en ignorarlo.
Puede ser que tales figurantes se hayan sentido aludidos, humillados, cuando alguna víctima de los padecimientos aquí expuestos les sopló al oído la conocida frase del doctor Johnson: "No tengo ningún deseo de entablar diálogos con quien haya escrito más que leído". Que tal cortés segregación de los no enviciados con la lectura cierre este apunte.