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Crítica

A un cuarto de siglo de 'La isla que se repite'

En 1998, la catalana Editorial Casiopea publicó la edición definitiva del libro de Antonio Benítez Rojo; narrador, ensayista, editor y profesor que murió en el exilio.

Miami
Obra de Michelet Edward, Haití.
Obra de Michelet Edward, Haití. Artquid

En 1998, hace un cuarto de siglo, la catalana Editorial Casiopea publicó la edición definitiva de La isla que se repite, de Antonio Benítez Rojo; narrador, ensayista, editor y profesor que como tantos intelectuales cubanos murió en el exilio, en 2005, a los 73 años. Entonces, desde La Habana, publiqué en la cubano-hispana revista Encuentro de la Cultura Cubana, la reseña que a continuación ofrezco como homenaje a una persona cuya honradez y talento enorgullecen a los que disfrutamos de su amistad.

Su amistad en La Habana me abrió la posibilidad de publicar en la editorial de la Casa de las Américas —de la que Benítez Rojo era director—. La primera colaboración fue el prólogo y una selección de ensayos del intelectual  venezolano Mariano Picón Salas, bajo el título de La conquista del amanecer. Después publiqué una antología del conocido poeta venezolano Aquiles Nazoa; y la primera edición anotada fuera de Argentina del Martín Fierro de José Hernández, que por poco no sale publicada porque Mario Benedetti, entonces director del Centro de Investigaciones Literarias de la Casa de las Américas —con el silencio cómplice de Roberto Fernández Retamar– objetó que citaba y mencionaba demasiadas veces a Jorge Luis Borges en la introducción.

La edición cubana pudo aparecer gracias a Benítez Rojo, que defendió mi texto ante la imposibilidad de ignorar los estudios de Borges sobre el tema y su enorme relevancia como intelectual. Él asumió la responsabilidad por la "herejía", lo que tranquilizó a los funcionarios, al desplazar la culpa. Anécdota que cito como ejemplo de su valentía, honradez intelectual y amplitud de miras, lo que poco después lo llevaría a exiliarse en un viaje a Alemania y terminar de profesor en el prestigioso y exclusivo Amherst College, en Massachusetts.

Allí y en la casa de Miguel Ángel Sánchez —el biógrafo del ajedrecista José Raúl Capablanca— tuvimos nuestras últimas, grávidas conversaciones, donde la animadversión a regímenes totalitarios como el castro-comunismo y filosofías cerradas de la modernidad como el marxismo-leninismo, estuvieron  tan presentes como el multicultural y complejo rizoma del Caribe.

La isla que se repite se ha convertido hoy, en 2023, en un ensayo sencillamente imprescindible en los estudios sobre las culturas en el Caribe. No hay ni universidad ni centro de investigaciones culturales sobre el Caribe que no lo  lea, cite, consulte… Sus tesis e hipótesis exegéticas, junto a los análisis de obras que allí ofrece como ilustraciones, continúan provocando asentimientos y polémicas entre los que nos ocupamos del tema. En mi reciente novela Diarios para Stefan Zweig doy cuenta del supersincretismo caribeño que también —y tan bien— aprendiera leyendo La isla que se repite. Me honra reproducir la que fuese la primera recensión cubana:     

No creo en versiones definitivas, pero hasta las próximas —esperadas— reflexiones de Benítez Rojo sobre la apasionante maquinaria del Caribe, contamos ahora con esta excelente, hermosa y cuidada edición que engrandece el joven prestigio de Casiopea, de Marta Fonolleda. Tampoco Benítez Rojo cree, y menos aquí, en lo definitivo. Las aventuras que sus meditaciones nos sugieren se caracterizan, felizmente, por huir de las conclusiones, por saberse libres de las axiologías que pretendieron cerrar el juego, borrar el arcoíris, detener el ritmo. La dinámica de su prosa ensayística, favorecida por el narrador, jerarquiza precisamente lo cuestionable, lo discutible, lo que carece de final.

Desde tal mérito espiritual se desenvuelve La isla que se repite. Allí se halla —contra los prontuarios y catecismos que nuestra región ha padecido— su axis filosófico. Volumen que navega nuestro Caribe mulato, su eclecticismo crítico logra, sobre la erudición que sabiamente evade las pedanterías, un texto fuerte, de esos que como La voz y su huella de Martin Lienhard o como El ingenio de Manuel Moreno Fraginals, entran en lo canónico. Dar cuenta de sus méritos es de esos raros placeres intelectuales que exigen controlar el entusiasmo apreciativo, poner coto a los asentimientos, buscar el diálogo. Y encontrar, desde luego, puntos susceptibles de disidencias.

Sorprende, de entrada —y después de salida—, el instrumental de análisis. La nueva perspectiva científica del caos, que supone reiteraciones dentro de lo aparencialmente desordenado de la naturaleza, se une desde su irónica paradoja a la concepción de máquina, de movimiento perpetuo. Ajeno a las retóricas inculpadoras y a los mecanicismos positivistas, Benítez Rojo encara, es decir, se enfrenta a la célula o nebulosa primigenia del Caribe actual, a la plantación como artefacto generador del tipo de sociedad que aún, descubierta o encubierta, experimentamos en la zona que nos tocó vivir. Y lo hace, alevosa y pícaramente, siempre huyendo de tonos magisteriales, como si fuera uno de los tantos aventureros que poblaron la curva de la Corriente del Golfo. Entre otras razones porque su punto de vista sabe poner entre paréntesis —como enseña la fenomenología— los discursos eurocéntricos, las hipotecas hermenéuticas que la caterva de miméticos locales aún estampa ante el espejismo de la búsqueda de la identidad y ante los irrefrenables deseos masoquistas de legitimación.

La gracia de este libro se abre, pues, sin buscar lo que ya tenemos. Las telarañas del léxico aldeano, aquellas envejecidas claves de Próspero y Calibán, brillan por su ausencia. Los derrumbes de la modernidad no se miran con ninguna nostalgia. Las viudas son compadecidas, pero sin concederle a los fallecidos otro mérito que el de la buena fe (aunque no siempre), el acopio de información y la obsesión que desentraña.  Su gracia es ruptura lúcida con las retóricas historicistas y con la demagogia patriotera, con el pensamiento que no concibe que dos más dos pueden dar cinco o cuatro o siete, con las euclidianas  pretensiones de estratificar coherentemente los supersincretismos caribeños sobre premisas que ya ni en sus contextos originales resultan útiles. Y muy especialmente con aquellos investigadores que buscan lo que desean encontrar, es decir, con los que consciente o inconscientemente  manipulan   la realidad —presente histórico— en busca de ilustraciones, ejemplos, justificaciones voluntaristas de su ideario.

Pero la formulación es más saludable realizarla en términos positivos. La apertura  de La isla que se repite es  caos como modo y máquina como objeto, es encuentro con una frase clave: "De cierta manera" y con dos sustantivos simbólicos: "actuación" y "ritmo". Como participante activo, su caracterización del interplay de dinámicas del Caribe busca la coexistencia, halla el reto de una performance que se sabe mítica y oracular, científica y hagiográfica, siempre simbiótica y por naturaleza transculturada. La visión poética que en La expresión americana de Lezama Lima o en el Canto general de Pablo Neruda advirtieron a favor de la metáfora activa, desentrañadora y caracterizadora, forma parte indisoluble de la indagación, remite su código a una clave plurisémica donde el ritual que ensambla el libro aprovecha las virtudes ficcionales, las premoniciones de la imago, las intuiciones etimológicas. El conjunto polirrítmico que es objeto de reflexión también es método de reflexión: el Caribe que se medita también es el Caribe con que medita. Tal vez este aparente equívoco sintetice la clave de su éxito.

Así lo constato cuando la relectura me verifica la argucia que confunde procedimiento con asunto. Pero la repetición, como bien se advierte, nunca es la misma. El título del libro incluye la intertextualidad que nos remite a la filosofía presocrática, a la dialéctica del cilindro de Anaximandro y del río de Heráclito. Por ello las superposiciones que el performer Benítez Rojo nos muestra —siempre "de cierta manera", como corresponde a la cultura caribeña— oscilan entre lo premoderno y lo posmoderno, pero sin caer nunca de lleno en la modernidad avasalladora, unidimensional, alienada y alienante. Sus capítulos, en consecuencia, avanzan como una conga de carnaval —más allá de Bajtin.

Seguir lineal o aleatoriamente las páginas que se repiten y nunca se repiten —como las sabrosas congas carnavalescas— depara el encuentro con agudezas interpretativas y comentarios puntuales sobre las performances seleccionadas que bailan paródicamente como si una banda de tocadores de rumba, alentados por la trompeta china, festejara el Día de Reyes, el de la libertad, que desea convertirse en tiempo total, rítmico, caracterizador de una vida caribeña no mediatizada por ninguna fuerza exógena. En esa metáfora, por supuesto que digresiva y múltiple, improvisada y efusiva, desiderativa y gustosamente periférica, está el interplay permisivo que funda Benítez Rojo "en medio del ruido y la furia del caos", de las formas autoritarias que la plantación nos ha dejado en forma de estructuras feudales de pensamiento y acción, de poder contra masa —como enseña Elías Canetti— y de indefensión ante la cibernética globalización uniformadora.

La trivialización del Caribe recibe una deliciosa burla cuando la búsqueda de "regularidades dinámicas" no desecha sino incorpora estereotipos folklóricos, etiquetas pintoresquistas y membretes neobarrocos por su valor deconstructivo, por lo que generan a favor de recepciones plurales, sean "unificadoras" como la de Labat, "diferenciadoras" como la de Froude o "tipo Vía Láctea de Caos" como la que ahora se propone. La actitud ecléctica favorece, como el comercio de rescate a partir del siglo XVI, el contrabando de paradigmas, la prosperidad subversiva de nuevas ideas y caracterizaciones.

Otorga esperanzas pensar que siendo el Caribe la antítesis del inmovilismo y de la rigidez, casi la patria de lo subversivo por su implícita condición de sitio para confluencias, pueda soportar mucho tiempo estructuras anquilosadas, cerrazones. Muy pertinente resulta que un cubano sea el que ilumine hoy la porosidad de nuestra cultura. Aunque el espíritu de plantación favorece la servidumbre, no es menos cierto que siempre hemos tenido un secreto, como el que cuenta Fernando Ortíz acerca del cinquillo en La africanía de la música folklórica de Cuba. Consciente de que nuestra percusión polirrítmica y polimétrica es muy distinta de las formas percusivas europeas, e "imposibles de pautar según la notación convencional", Benítez Rojo anima la posibilidad de lo insólito, recuerda que no hay nadie menos apocalíptico que un caribeño, alienta el cruce de ritmos, lo verdaderamente renovador.

Desde esa perspectiva penetra la escritura de Bartolomé de Las Casas y sus fabulaciones uncanny (que ilustra con el increíble pasaje de la plaga de hormigas, en el capítulo CXXVIIII del libro III de Historia de las Indias), la poesía de Nicolás Guillén y sus voces mestizas transgresoras de lo legitimado (como en Motivos de son) y controversiales ante el "hombre nuevo" (como en el poema “Confieso que no soy un hombre puro”, de 1968), las premoniciones posmodernas en las investigaciones de Fernando Ortíz con sus meditaciones sobre la "unidad" de su propio discurso (Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar) y su "suma heteróclita de ideologías" como reflejo del supersincretismo caribeño, la obra de Alejo Carpentier a partir de su propia paradoja marginal entre Cuba y Francia hacia su epifanía de "lo real maravilloso" (El reino de este mundo, Los pasos perdidos), la novela Palace of the Peacock (1960) de Wilson Harris con su viaje de re-auto-conocimiento a la selva guyanesa donde sitúa su Génesis, los conflictos de la piel a través de Los pañamanes (novela de la colombiana Fanny Buitrago) con sus melting-pot de razas y culturas...

Desde esta perspectiva —la que considera también que "todo caribeño es un exiliado de su propio mito y de su propia historia" y "de su propia cultura y de su propio Ser y estar en el mundo"— afirma la espectacularidad de nuestra narrativa. Desde ella abre Tres tristes tigres y Cien años de soledad, La guaracha del Macho Camacho y Paradiso... Verifica la doble perfomance, profana para Occidente y ritual para el Caribe. Y nos regala una rigurosa apreciación de "Viaje a la semilla" a partir del sueño carpenteriano de lograr estructuras musicales, similitudes encantadas, "un canon cancrizans de la escritura".    

La libido de esta —nuestra— historia se ilustra entonces con La noche oscura del Niño Avilés del puertorriqueño Edgardo Rodríguez Juliá. Ceremonia orgiástica y expiación, aquelarre y supersticiones, forman el sentido del contrasentido; aunque se recuerde, con toda razón, que "la cultura occidental excedió en irracionalidad a las culturas simbólicas de África", como documentara Fernando Ortiz en Historia de una pelea cubana contra los demonios. La transgresión como signo se enrosca en su opuesto. Benítez Rojo no deja de recordar que "las sociedades caribeñas son de las más represivas del mundo", porque —según su punto de vista– no habrían dado lugar a palenques y cimarrones, a éxodos y dictadores. El análisis se vuelve más abarcador y profundo, más caracterizador del rizoma Caribe, de la anomalía.

La gran paradoja (Parte IV) vuelve a Carpentier y sus oscilaciones, aventura frágilmente una tesis quizás en exceso lacaniana, pero muy sugestiva. Aunque no tanto como la que enseguida corresponde al agudo análisis del cuento "La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada", donde la ramera carnavalesca transgrede la mitología griega, escenifica un objeto-otro, macondea el leiv-motiv clásico. Adviene entonces la reflexión autobiográfica: las dinámicas del carnaval como ceremonia rítmica que expresa lo antirregimentado, que permite observar el Caribe "como un sistema turbulento bajo cuyo desorden hay regularidades que se repiten", es decir, como complejo interplay paradójico.

Los ritmos cierran y abren La isla que se repite. Son su marca musical y danzaria, su centro irradiante hacia la conga infinita. ¿Existe una estética caribeña?

Sí —responde y argumenta el escritor.

Sí, decimos sus lectores, aunque su única ley sea el cambio. De ahí su universalidad creciente, su salsero guaguancó cuya frase rítmica carece de epílogo irrefutable, de conclusiones, de Benítez Rojo que con ironía se sabe entre un acá y un allá, entre sí mismo. Y al que le agradecemos su sabiduría con la paradoja de irnos para volver.

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