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Narrativa

El radio Westinghouse

'En ese momento el olor del café recién colado se expandía por todos los espacios de la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones': un fragmento de novela.

Santo Domingo
Orquesta Aragón.
Orquesta Aragón. Deezer

Aurelio encendía el radio Westinghouse quince minutos antes para que se le fueran calentando las bujías. Era un milagro que ese aparato aún se oyera. Dos años atrás, un rayo lo dejó echando humo. Quedó todo chamuscado, pero mi abuela Atlántida lo tapizó con dos retazos de tafetán y de lejos parecía como nuevo.

El aparato tenía una enorme aguja en su centro. Dándole pequeños golpes hacia delante y hacia atrás, mi abuelo lidiaba con la estática y los kilohercios. Si en el televisor debíamos suponer los colores, en la radio teníamos que imaginarlo todo. Una vez despejados los ruidos, se escuchaba un contrabajo.

—En el bajo, Joseíto Beltrán —empezaba a decir el animador.

Parecería que la voz del animador les gustaba a los bichos de la luz. En cuanto anunciaba al primer músico, ellos empezaban a dar vueltas alrededor de los bombillos. Muchos amanecían muertos y los sobrevivientes permanecían posados alrededor de la bombilla de la puerta de la calle.

Atlántida aún estaba en el comedor, recogiendo la loza con sus manos finas y estrujadas. Mi abuelo le daba pequeños golpes a la aguja para limpiar un poco más el audio y vigilaba a las moribundas bujías, ahora que el violonchelo era el que se escuchaba.

—En el chelo, Tomasito Alejandro Valdés.

Siempre me sentaba en una banqueta a dos pasos de mi abuelo. Al decir algo, Aurelio levantaba sus manos y casi las detenía en la mitad exacta del gesto. Luego, cuando regresaban, eran inapelables. Por eso yo siempre trataba de evitar que, por mi culpa, aquellas manos se levantaran.

La banqueta en la que me sentaba a oír a la orquesta era del piano donde estaban los adornos más bonitos de la casa y el radio Westinghouse. Tenía una trampa donde todavía guardaban algunas partituras de mi prima Lucy. Todas tenían el cuño de la librería Dulzaides de Santa Clara.

El piano estaba viejo, desafinado y lleno de comején, pero Atlántida le sacudía el polvo cada mañana y lo dejaba "como se veía en la vidriera de El Encanto". Hablando de pianos, ese es el de la orquesta. Aurelio siempre decía que esa era la pieza clave en una charanga.

—En el piano, Pepito Palma Pereyó.

En las tardes de frío, mi abuelo y yo nos poníamos unas camisas de corduroy que Atlántida nos había hecho en su Singer. La de Aurelio era verde oscuro y la mía azul prusia. Cuando el aire frío de enero entraba por la ventana de la saleta, yo me arrimaba lo más que podía a mi abuelo. Él me abrazaba con una mano mientras tanteaba la aguja del radio con la otra.

Solo Aurelio sabía sintonizar bien las emisoras en el Westinghouse. Se inclinaba sobre el aparato y, con la punta del dedo, daba pequeños golpecitos en la aguja. Le costaba mucho trabajo, pero al final lograba que las emisoras se oyeran perfectas. Era un arte que solo él dominaba, sobre todo cuando tenía puesta su camisa de por las tardes.

—¡Vieja! —gritaba en dirección a la cocina— ¡Ya empezó!

El grito daba la impresión de que Atlántida estaba muy lejos, por lo menos en el antiguo trasbordador donde se llenaban los vagones de caña. Pero ella seguía fregando la loza y enjuagando la cristalería. De pronto los violines. Cada vez que los violines empezaban a sonar, Aurelio se arreglaba el cuello de la camisa.

—En los violines el maestro Ángel Barbazán, Celso Valdés, Dagoberto González y el director Rafael Lay.

—¡Vieja, vieja, ya empezó! —este grito era aún más alto, como si Atlántida estuviera en la curva donde se cruzan la línea de ferrocarril y la carretera de Cienfuegos a Esperanza.

El hilo de agua se oía caer debajo de la ventana de la cocina, sobre un monte de mariposas. La loza de la casa era la misma desde hacía veinte años, fue el último regalo de Navidad que pudieron hacerse los Odd Fellows. Toda una vajilla llena de azucenas, las flores preferidas de Aurelio.

Era el turno de la tumbadora, el güiro y la paila criolla. Su sonido ponía en movimiento los adornos que estaban encima del piano. Despacio, muy despacio, dejándose llevar por la reverberación, la bailarina de porcelana se iba acercando al pastor con las tres ovejas.

—En la batería Guillermo García, Panchito Arboláez y Orestes Varona Varona.

Como las únicas flores que le gustaban a mi abuelo eran las azucenas, quitaba de su vista el búcaro con las mariposas que Atlántida le ponía a sus muertos. Luego se enjuagaba las manos en el aire, se recostaba en el sillón y cruzaba los brazos para regocijarse con cada sonido.

—La gran flauta, ahora viene la gran flauta —decía Aurelio señalando la bocina del Westinghouse.

Repetía eso cada noche antes de recostarse aún más en el sillón y recalcaba que, en toda Cuba, solo había tres hombres capaces de cantar detrás de esa flauta. Entonces mencionaba los apellidos de otros grandes flautistas cubanos, sobre todo de antiguas orquestas de danzones. Pero como esa, insistía, ninguna.

—¡Richard y su flauta!

—¡Vieja, vieja, ya empezó —gritaba—, oye la flauta de Richard Egües!

El sonido del agua y el tintineo de los platos eran la única respuesta de Atlántida. Nunca dejaba nada sucio para el otro día, la cocina tenía que quedar "como un espejo". Los platos eran guardados en el gabinete. Los calderos Bolinaga iban debajo de la meseta, uno dentro del otro, como una matrioska.

El sartén y el calderito de freír se quedaban con sus fondos de manteca en el horno. Los cubiertos, después de ser secados, eran guardados en una de las gavetas del gabinete. Menos el tenedor de Aurelio, que iba bajo llave y envuelto en un paño dentro del olor a cedro del aparador.

Los trapos, el delantal y el mantel, tendidos uno al lado del otro, repetían su blancura a lo largo del cordel. Resuelto todo eso, Atlántida destapaba las latas del café y el azúcar, encendía por última vez la estufa y, de paso, echaba los tres quilos de vuelto del pan en un viejo envase de Kresto.

En ese momento el olor del café recién colado se expandía por todos los espacios de la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones. De la cocina pasaba al comedor, de ahí al cuarto de mis abuelos, la oficina, el salón de espera, el expreso, mi cuarto, la sala, la saleta y el último cuarto, donde el arroz y el maíz se guardaban en tanques de 55 galones.

Me encantaba la cara que ponía Aurelio cuando los violines entraban de nuevo. Era algo muy breve, un pequeño pasaje para que al fin se escucharan los cantantes: "¡No me interesa que me critiquen cuando me escuchen cantar ritmos de antaño!".

—Las voces de los maestros cantores —decía el animador en tono de broma—: Felo "Hermético" Bacallao… ¡Hum! Y José Antonio Olmos. ¡Ellos integran la orquesta cuarentona de Los Araaagones! ¡Aahhh!

Este grito del animador hacía que la tumbadora, el güiro y la paila hicieran reaccionar a mi abuelo, que ya presentía otro ruidito y se abalanzaba sobre la aguja del radio. Como yo había visto a la orquesta por televisión, cerraba los ojos para imaginármela: "¡Aragón! ¡Aragón! ¡Aragón!"

—¡Vieja! ¡Vieja! —Aurelio voceaba como si Atlántida estuviera por lo menos en el cañaveral, donde estaba el caboose abandonado en el que vivía el Ruso— ¡Ya empezó la orquesta a tocar de verdad, ya están todos!

"Si tú oyes tu son sabrosón, ponle el cuño... ¡Orquesta Aragón! Si tú escuchas un rico danzón, ponle el cuño... ¡Orquesta Aragón!". Nunca vi a Aurelio moverse al ritmo de ninguna música, su sentido del baile se reducía a pequeños golpes de sus dedos sobre el brazo del sillón.

—¡Ah, cará! —exclamaba. Estaba tan contento, que a duras penas lograba mantenerse en los límites del enorme sillón de majagua—. ¡Busca a tu abuela, que ya están todos!

En el momento en que iba a salir corriendo, Atlántida aparecía en la puerta de la saleta con su eterno suéter azul pálido. El suéter de mi abuela era una de las cosas que más había visto en mi vida. Además de que ella siempre lo tenía puesto, a mí me encantaba mirarlo. Tenía más olor a Atlántida que Atlántida misma.

Cuando la orquesta por fin entraba en el primer danzón del programa, Aurelio se volvía a arreglar el cuello de la camisa de corduroy. Entonces extendía el brazo para volver a tantear la aguja. Y como el sonido en ese momento ya era inmejorable, se ponía a oler el café recién colado.

—Esto sí es un café —susurraba—, y eso sí es una orquesta.

Oíamos a la orquesta Aragón tocar sus grandes éxitos hasta que López Gómez le deseaba una feliz noche a toda Cuba: "¡Los espero mañana, a la misma hora, con las melodías de siempre!". Número a número, la oscuridad se convertía en una fiesta que solo alcanzábamos a escuchar. 

Cada vez que los violines volvían a sonar, mis abuelos hacían un recuento de sus vidas y el tiempo de antes se nos venía encima. Podía empezar de cualquier modo, pero siempre terminaba en el momento en que Aurelio desconectaba el radio y la noche se apagaba.


Camilo Venegas nació en Paradero de Camarones, Cienfuegos, en 1967. Sus libros publicados más recientes son Afuera (2007), ¿Por qué decimos adiós cuando pasan los trenes? (2012) y la novela Atlántida (Libros del Fogonero, República Dominicana, 2023), a la cual pertenece este fragmento.
 

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