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Memorias

La pícara insolencia de Juan Guerra

'El Nueva York de esa época era un sitio de abisales diferencias donde las grandes fiestas a las que acudían celebridades de todo pelaje contrastaban con la presencia de miles de indigentes...'

Madrid
Hotel Plaza, Nueva York.
Hotel Plaza, Nueva York. NYCgo

Poco tiempo después de la trágica muerte de Natalie Wood, el Public Theater de Nueva York (prestigiosa institución creada por Joseph Papp) presentó una retrospectiva de su obra cinematográfica. Entre los títulos se encontraba, como es de suponer, Rebelde sin causa, que ella protagonizara con James Dean y Sal Mineo en los años 50.

Pese a que en la Cinemateca de Cuba, en La Habana, habían exhibido en varias ocasiones la película, yo nunca la había visto. Seducido por los comentarios de la crítica, que la consideraban un icono de cierto cine de moral ambigua (De repente en el verano, Una gata sobre el tejado de zinc caliente), fui a verla con demorado entusiasmo. Era una manera de recobrar la belleza y la gracia juvenil de Dean, cuya súbita y extemporánea muerte había dejado un regusto de frustración en los que entonces éramos todavía niños.

La película era casi convencional. No es este el sitio para una crítica que siempre sería injusta. A la salida (había bastante frío) me dirigí a una cafetería que recientemente habían abierto en Astor Place. Creo que aún se conserva, pero entonces relucía de nueva. Me senté en la barra para pedir un café: precisaba de algún calorcillo en medio de la noche helada. A un par de asientos de por medio, estaba un joven rubio de singular belleza. Esa belleza, a la que se agrega la fuerza de unos rasgos, siempre ha sabido debilitar mi corazón. El muchacho me miraba a través del espejo del bar y sus miradas eran prometedoras, pero yo decidí resistir. La contemplación de su rostro me exaltaba el espíritu, mas no conseguía hacer mella en mi carne. Era un lindo regalo del invierno neoyorquino, no mucho más.

El muchacho terminó de consumir lo que estaba bebiendo casi al mismo tiempo en que yo terminaba mi café y ambos  abandonamos el lugar. Él iba delante y cruzó la calle para entrar en una de las dos casillas de teléfono que había en la esquina. Yo también crucé la calle, obnubilado aún por su visión, pero sin ninguna intención persecutoria, y me dispuse a cruzar la avenida para entrar en la boca del metro. De la otra casilla de teléfonos acababa de emerger un hombre opulento de mediana edad que llevaba un abrigo ribeteado de piel y que exudaba arrogancia. Ambos nos detuvimos un momento a la espera de que cambiaran las luces del semáforo. Entonces, movido por un genuino entusiasmo, le pregunté en inglés:

—¿Ha visto al chico? (refiriéndome al muchacho que acaba de entrar en la cabina que quedaba justo al lado de la que él había salido).

—¿Qué pasa con el chico? —me respondió con tono grave y gesto adusto.

—Que es de una belleza casi perfecta. ¿No ha reparado en ello?

—Pero no para mí —me dijo con cierta brusquedad.

Pensé que había incurrido en alguna incorrección y que había lastimado los criterios un poco pacatos de un burgués.

Un momento después, ambos cruzábamos la avenida y entrábamos en la boca del metro. En el momento de comprar las fichas en la caseta, me pareció oportuno ofrecerle a aquel extraño alguna explicación:

—Oiga, la admiración de la belleza no tiene nada que ver con las preferencias sexuales. ¿Entiende Ud. eso?

—Sí —me respondió aquel sujeto extraño—. Sucede que a mí me gustan morenos y con bigotes.

El individuo me desarmaba de entrada. Mientras esperábamos la llegada del tren, proseguimos nuestra conversación que, hasta entonces, se había desarrollado en inglés. Cuando caímos en cuenta de que éramos cubanos, pasamos con alivio a hablar en español. Él, acaso por los años que había estado viviendo en España, hacía gala de un acento algo peninsular, aunque a veces colocaba las zetas donde no iban (por ejemplo, podía decir "Zevilla"). Se llamaba Juan Guerra y se autotitulaba dramaturgo, aunque yo nunca vi en escena ninguna de sus obras.

Juan me dijo que había nacido en Cacocún, un pueblo aledaño a Holguín, en el oriente de Cuba, aunque para ese entonces puede que, en su imaginación, se hubiese transformado en una aldea de Extremadura. Teníamos  algunos amigos en común y pasamos a hablar de ellos, bien y mal, como siempre ocurre. En un momento me invitó a continuar la plática en un bar que él conocía y que se encontraba, si bien recuerdo, en el sótano de un teatro hispano que, al cabo de los años, no soy capaz de identificar. Estuvimos bebiendo y conversando animadamente hasta pasadas las dos de la mañana, hora en que Juan, sin la menor vergüenza, me dijo:

—Yo te invité, pero la cuenta debes pagarla tú, porque ando sin plata.

Lo tomé por una ordinariez y un abuso de confianza. Por suerte, el consumo no ascendía a mucho dinero y yo lo tenía. Pagué y nos despedimos amablemente, pero empecé a urdir una venganza atroz.

Mientras me dirigía al estudio en que entonces vivía en Washington Heights, fui concibiendo un castigo ejemplar para aquel pícaro insolente que acababa de conocer: lo invitaría a cenar en el Edwardian Room del Hotel Plaza, uno de los restaurantes más exquisitos y caros de la ciudad y, al tiempo de los postres o el coñac, me levantaría con el pretexto de ir a los lavabos y desaparecería por la otra puerta. Me divertía de antemano pensar en el horrible aprieto en que pondría a aquel pobretón de empaque distinguido.

Pero, pasaron los meses y fui aplazando mi venganza. No recuerdo ahora cuántas veces más me encontré con Juan Guerra en la primavera y el verano del 82, tiempo que coincidió con un par de viajes míos a la República Dominicana como parte de la tarea de escribirle un libro exculpatorio a un prófugo de la Justicia venezolana que persistía en probar su inocencia.

El Nueva York de esa época era un sitio de abisales diferencias donde las grandes fiestas a las que acudían celebridades de todo pelaje contrastaban con la presencia de miles de indigentes que ofendían con sus andrajos y hedores las fachadas más nobles y las calles más céntricas. Los sitios en que vendían adminículos para el consumo de estupefacientes y materiales pornográficos, donde también traficaban con drogas y donde se ejercía libremente la prostitución a la vista indiferente de la policía, coexistían con espléndidas  funciones de ópera, glamorosos bailes de debutantes y exposiciones  de artistas del momento. Acaso nunca antes, al menos en lo que duraba el siglo XX, se habían visto tales extremos en el ámbito de la gran ciudad. Los ricos se movían protegidos tras los vidrios de sus limusinas. El resto, los peatones y los usuarios del transporte público, se veían diariamente asediados por una ola delictiva cuya erradicación aún tardaría más de una década. Yo no conseguí quedarme al margen de esa violencia:

En octubre de 1982, luego de que unos negros, por puro odio racial, me rompieran la boca a puñetazos, Juan vino a visitarme. Con gran regocijo, era portador de un librito (que aún conservo), los Sonnets from the Portuguese de Elizabeth Barrett Browing, algunos de cuyos poemas ya me eran familiares. Ese gesto le ganó mi perdón, aunque él murió sin saber el castigo que yo le reservaba ni que hubiera desistido de él. Los versos de la célebre poeta romántica inglesa fueron el sello de una amistad que duraría por unos pocos años hasta su muerte.

A partir de entonces, nuestros encuentros se hicieron más asiduos, casi siempre para cenar, ocasiones en que no me importaba cargar con la cuenta: la compañía de Juan era, de suyo, festín suficiente. Había salido de Cuba para Europa, apenas un par de años después del triunfo de la revolución y entre Madrid y París había ido reconstruyendo su biografía, que consistía en una deliciosa impostura, sostenida, ciertamente, por sus muchas lecturas. Gracias a ellas se había ido edificando su trayectoria de gran señor venido a menos que sus modales, su arrogancia y su desdén completaban a la perfección. Nunca llegue a leerme ninguna de sus obras de teatro, pero no dudo en afirmar que su mejor obra fue la de este personaje que le fabricó su imaginación, que se impuso tener y al que le fue fiel hasta el último día.

Los que le recuerdan de Cuba ya admiraban sus conocimientos, aunque lo tenían por un impertinente. Aún no había adquirido la corpulencia que habría de caracterizarlo después. Era un flaco de pelo pringoso que no se cohibía de expresar un montón de opiniones heterodoxas. Algunos íntimos le apodaron "Avechuchi" por ese aspecto algo siniestro de ave de rapiña que merodeaba en los círculos intelectuales. Ya entonces aspiraba al reconocimiento, pero el medio no le era propicio. En Cuba, el despiadado escarnio puede hacer trizas cualquier ego. Él pronto aprendería a enmascarar su orfandad provinciana y a protegerse con una desmedida insolencia que afincaba en un saber libresco y mundano a un tiempo. Sus pocos amigos de esa época no tenían idea donde había adquirido ese saber, que era bastante sólido y diverso. Sin duda, se trataba de un autodidacta, pero su aprendizaje, que debe haber empezado en el ambiente cuasi rural de donde provenía, no podría tildarse de superficial: se expresaba con comodidad y suficiencia sobre literatura, historia, filosofía, política, religión… Para la época en que  vivía y medraba en La Habana estrenaba la implacable mordacidad que le servía para humillar la ignorancia de tantos burgueses y que habría de convertirse, con los años, en uno de los rasgos acendrados de su carácter.

En la España franquista encontraría la atmósfera adecuada para desarrollar su personaje de aristócrata decadente a quien una revolución innoble había privado de su patrimonio. Su gula ayudó a que adquiriera el peso que suele acompañar ese empaque de altivez derrotada. Orlando Jiménez Leal, que lo conoció en Cuba, recuerda haberse sorprendido cuando, a mediados de los años 60, se lo encontró en Madrid como una reencarnación de Ramón Gómez de la Serna, salvo que no escribía greguerías, sino que las decía: había pulido y afilado su ingenio. Para entonces el personaje había logrado suplantar del todo a la persona.

No sé qué lo llevó a abandonar Europa por venir a Estados Unidos, acaso la tentación de un subsidio más jugoso de la Seguridad Social, aunque nadie lo recordaba dedicado a ninguna labor productiva. Cuando lo conocí percibía una pensión del Estado, si bien tenía poco más de 50 años. Ya entonces era un salonnier y un sablista, que creía que no debía ni tenía que trabajar por el resto de su vida, si es que alguna vez lo había hecho.

Todas las noches se enfundaba en su smoking impecable y, con el porte de un gran duque, frecuentaba las fiestas más elegantes y exclusivas de Nueva York. A veces gestionaba el acceso con auténticas credenciales de prensa, si bien otras eran falsificadas. En una ocasión me confió cómo operaba uno de sus trucos para introducirse en la alta sociedad: se encontraba, por ejemplo, con la condesa de Romanones a la salida de una exposición de pintura y no vacilaba en interpelarla:

—Señora condesa, ¡qué gusto de verla! Soy Juan Guerra, ¿se acuerda que nos conocimos hace un tiempo en Marbella?

La condesa no podía acordarse porque no había visto a Juan en su vida, pero incapaz de admitir ese olvido, le respondía:

—Claro que me acuerdo. Estuvo usted tan simpático en aquella velada.

Juan argüía que la próxima vez que se encontraran, sería la condesa la que se adelantaría diciéndole:

—¡Qué pronto nos hemos vuelto a encontrar de nuevo, Juan! Celebro el verlo. Siempre me acuerdo de aquella noche memorable en Marbella.

Para entonces, el pícaro de Juan ya estaba bien asentado en el recuerdo de la condesa de Romanones, lo cual serviría para abrirle a él nuevas puertas.

En septiembre de 1983, cuando se conmemoraban dos siglos del fin de la dominación inglesa en Nueva York (la última plaza fuerte de los británicos en las Trece Colonias), se celebraron grandiosos festejos con el nombre de Britain Salutes New York , en que la aristocracia británica acudió en masa a innumerables cócteles, banquetes y exposiciones. Juan no faltó a ninguno de estos eventos, incluso a razón de tres por día. A veces se infiltraba por las cocinas, otras apelaba a sus credenciales de prensa de un espurio diario brasileño, otras bastaba su presencia para que le abrieran las puertas. Como bebía bastante, en ocasiones se excedía, atreviéndose a sentarse a la mesa presidencial de alguna gran cena y tocaba a los ujieres sacarlo a empellones mientras él reclamaba a grandes voces su derecho:

Brazilian press, Brazilian press!!

Pero, la mayor parte de las veces tenía éxito. Era dueño de una gran facundia y de una cortante ironía que le habría dado un sitio en el salón de Scarron o de Mme. de Staël. Se trataba de un ingenioso seductor, aunque estoy seguro de que habría muchos que pondrían en duda sus nobles antecedentes, pero a quienes divertía su trato y fingida mundanidad.

Tampoco hay que subestimar la ingenuidad de los ricos. Poco tiempo después de que nos conociéramos había logrado fundar, con un grupo de damas neoyorquinas, la Sociedad de Amigos de la Ópera Española que, como sabemos, no tendría ninguna necesidad de existir, pues la ópera española no pasa de ser una especulación. Gracias a este ardid, Juan se convirtió en el darling de este grupo de solteronas adineradas que no cesaban de agasajarlo como a un auténtico líder social.

Entre estas fans se destacaba una mujer de estatura y corpulencia impresionantes que respondía al nombre de Patricia Wagner y que podría haber pasado por una valquiria avejentada de una de las óperas de su homónimo alemán. Una vez fui invitado a asistir a un cumpleaños de Juan en casa de Patricia (un gigantesco apartamento en Central Park West donde corría el champaña y el caviar de beluga brindado por obsequiosos camareros). Ese día, Juan estaba en el ápice de la felicidad y de la autorrealización que coincidía también con el de su soberbia. Se sentía por encima de todo y de todos, mientras se paseaba por los salones de la Sra. Wagner como podría haberlo hecho un príncipe del Renacimiento, sin poder ocultar el desprecio que le producía toda aquella caterva de viejas ricas y obsecuentes que se encargaban de mantenerlo provisto de excelentes vinos y licores en el ático donde vivía en la Avenida York y que, justo es decir, mantenía con decoro impecable.

Recuerdo particularmente una noche en que me invitó a cenar junto con Carlos Perellón a este sitio donde ocultaba su modestia. No tengo memoria de una cena más diversa y magnífica en toda mi vida: desde el ceviche peruano que nos ofreció de entrante, más otros cuatro o cinco platos, cada uno de los cuales iba acompañado de un vino diferente, sin contar  la variedad de quesos, el champaña a los postres y un aromático licor austríaco de almendras en la sobremesa. Unas monísimas presillas de plata tenían escritos nuestros nombres y aún conservo el menú manuscrito en francés por él para la  ocasión. Fue una velada mágica, estropeada tan sólo por la grosería de Juan al decirle a Carlos —que le llevó de regalo un libro muy lindo— que ya lo tenía, algo que posteriormente supimos no era cierto.

No dudo en creer que los cubiertos de plata con que nos servimos esa noche eran hurtos de los muchos banquetes y cócteles a los que asistía, piezas que otras veces solía revender en el mercado de pulgas, pero que, llegado el momento, manejaba con gracia señorial.

Tal vez había nacido en la pobreza, en la más oriental de las provincias de Cuba (conforme a la división política de entonces), pero había querido ser un aristócrata y, en gran medida, lo había conseguido con esa mezcla de finura y desdén con que se protegía. A solas con él, la conversación era en extremo grata, pero apenas estaba presente una tercera persona se tornaba insolente, como fue el caso en que lo invité a cenar junto con Orestes Matacena, sobrino nieto de Orestes Ferrara —gentilhombre italiano y prócer de la independencia de Cuba de quien su pariente no había heredado, al parecer,  ni una neurona—. Juan no hizo otra cosa que burlarse de la estulticia de nuestro contertulio quien, por demás, no parecía inmutarse, acaso porque era dueño de un pene descomunal que, según un amigo común, es facultad que suele proporcionar una seguridad inconmovible.

Era, pues, hiriente y procaz cuando contaba con espectadores. Con la incultura y la falta de modales no tenía piedad. Solía burlarse cruelmente de la torpeza ajena que él debió haber superado en su empeño por fabricarse un escaño social. Su única aspiración real fue la de ser un señor, a la que se supeditaban todos sus otros saberes y ademanes. Vivía para ese rol y logró desempeñarlo bien hasta el final, que sobrevino de súbito. Los médicos le habían dicho que tenía bloqueadas las arterias coronarias y que debía someterse a una urgente operación del corazón. Él rehusó aduciendo no sé cuáles santidades del cuerpo. Tal vez quería morir íntegro y debía parecerle una indignidad que lo abrieran en banda como a un cerdo. Esa tozudez la pagó con la vida varios meses después. Tenía sólo 55 años cuando lo hallaron muerto.

Había venido a verme unos días antes, al enterarse del fallecimiento de un amigo con quien compartía el piso. Nos fuimos luego a cenar en un restaurante cercano, pero yo tenía necesidad de hacer otra gestión y lo dejé  a la mesa degustando jubilosamente su copa de vino. Esa es la última imagen que tengo de él, la del consumado sibarita que no teme burlarse de la muerte que acecha.

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