Cargado de años y dueño hasta el final de una memoria extraordinaria —con la que no cesaba de evocar el país que perdió— ha muerto Pedro Yanes en Miami, luego de más de 60 años de exilio. A los que le conocimos y quisimos (conocerlo y quererlo era una secuencia inevitable) nos sorprende su óbito, acaso porque, inconscientemente, teníamos la esperanza de que había pactado con la inmortalidad y que siempre podríamos contar con su afecto sin doblez y su sólido saber de la intrahistoria de Cuba, en particular de las tres décadas que preceden a nuestra gran tragedia.
Aunque periodista de profesión, carrera que ejerció durante algunos años en Cuba y en EEUU, su vida no tardó en orientarse hacia el mundo del comercio del libro en español, noble quehacer que ejerció con devoción y dedicación notables, y en el que cualquier empeño de lucro se veía subordinado a su voluntad de servir y brindarle un sitial de prestigio a la cultura que se divulgaba en lengua española en Nueva York. Este sitial era la librería y casa editorial Las Américas, que sería durante años el obligado referente y punto de reunión de cualquier escritor de habla hispana que pasara por la ciudad: Rafael Alberti, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Guillermo Cabrera Infante, Manuel Puig, Heberto Padilla, son algunos de los nombres que descuellan en una larga lista de poetas, narradores y ensayistas de nuestra lengua. Las Américas terminó por convertirse en una verdadera institución en la cual Pedro ejercía el altruismo de su ministerio.
Pero si, los libros —en su carácter de librero, editor y lector— llegaron a convertirse para él en una gran pasión (de aquel que vive en un mundo cuya identidad se define en la palabra impresa), no fue menos auténtico y raigal el amor por el país que se vio obligado a abandonar para nunca volver. Cuba dejó de ser la realidad opresiva que impuso desde el primer día el régimen castrista para convertirse en un perenne y minucioso ejercicio de rememoración, en que no solo salían a relucir los episodios destacados de nuestra breve existencia democrática, sino también multitud de otros hechos nimios que servían para prestarle colorido al inmenso mural de lo cubano que atesoraba su mente con una prodigiosa precisión.
Los que no tuvieron el privilegio de contar a Pedro como interlocutor se han perdido una singular experiencia: el diálogo con un hombre tierno y afable, dispuesto a compartir una riquísima trayectoria vital, pero presto también a escuchar y a aconsejar. Tengo por gran fortuna el haber sido su amigo por más de 40 años, amistad que no hizo más que acendrarse y que derivó en un diálogo casi diario en que volvíamos una y otra vez sobre los mismos temas, quizás con la secreta y fútil esperanza de que ese recuento de nuestro pasado nacional pudiera llegar a alterarse para que estos largos años de diáspora hubiesen sido diferentes. Percibía que ambos éramos cómplices de ese improbable ejercicio de historia contrafactual.
Había nacido en la ciudad de Sagua la Grande en 1927 cuando gobernaba Gerardo Machado, de cuyo derrocamiento en 1933 se acordaba con bastante claridad, pese a que solo tenía entonces seis años. Su infancia en un hogar educado y piadoso habría de marcar el resto de su vida. Aunque la fe —inculcada en la casa y reafirmada en el colegio de los jesuitas donde cursó la enseñanza primaria— terminaría por desertar de él con los años, no así la práctica del amor al prójimo, que también aprendió de los suyos y que siempre lo puso a disposición de los más desvalidos y necesitados. Cuando ya había dejado de frecuentar la iglesia, seguía yendo a asilos y hospitales (sobre todo los días de Acción de Gracias y Navidad) para ayudar a bañar y alimentar a los impedidos. De esto no presumía, era más bien el cumplimiento de un discreto deber.
Su adolescencia se vio marcada por el ingenuo activismo revolucionario de los años 40. Aunque nunca fue un hombre violento, llegó a creer, como tantos cubanos de ese tiempo, que era menester una brusca sacudida que saneara la corrupción política y administrativa que aquejaba el panorama nacional. En ese tiempo, cuando cursaba el bachillerato, se destacó como líder estudiantil, vocación que se fue serenando a partir de su ingreso en la Universidad de La Habana cuando empezó a cobrar conciencia de las hipócritas posturas de los más exaltados, a quienes movía una desmedida ambición y muy poco amor patrio. Fue así que se fue haciendo escéptico de las fórmulas radicales que siempre elevarían a los peores y que terminarían por hacer naufragar el proyecto de una nación moderna.
Es difícil admitir que la muerte haya silenciado a Pedro Yanes y que los que disfrutamos de su amistad y su conversación —de la cual apenas quedan rastros en alguna entrevista— tengamos que conformarnos ahora con nuestro recuerdo de este excepcional ser humano cuyo trato sirvió para enriquecer nuestras vidas y hacernos mejores. Que no descanse en paz el amigo querido, el hombre bueno, el conversador inteligente, sino que siga viviendo por muchos años entre los que no podremos olvidarlo.
EPD estuvieran cubano y patriota
Un buen cubano, por supuesto. Lástima que no hubo suficientes, o que hubo demasiados malos.
Es que muchos malos fueron gente normal que se pudrieron por contaminación ...