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Ensayo

Elogio de la inconsecuencia

'Algunas de las apasionadas cartas que se cruzaron María Casares y Albert Camus son maravillosamente inconsecuentes.'

Miami
María Casares y Albert Camus.
María Casares y Albert Camus. Radio Duna

 

                                                                                                            Para M. R. G. E.

 

"El único que no se asfixia es el inconsecuente, el que se imparte órdenes que luego esquiva", escribe Elías Canetti. Y en otro apunte de los recogidos en El corazón secreto del reloj se sincera y dice: "Uno solo puede vivir no haciendo con mucha frecuencia lo que se propone". Los párrafos subsiguientes tratarán de ilustrar tan sabias reflexiones del autor de Masa y poder, libro decisivo para destrozar los voluntarismos cerrados de las hoy ya antiguas filosofías sociales de la modernidad. Sus elogios de la inconsecuencia son de inapreciable valor contra las entelequias y maniqueísmos que exaltan una coherencia absurda, irreal. Le ponen un sonoro cascabel a cualquier alabanza a ser siempre consecuente, esa farsa.

Calvino nos hubiera odiado, al no admitir ni siquiera la confesión de pecados ni las formas de las penitencias católicas como modos para redimirse de inconsecuencias. Nietzsche antes de enloquecer también hubiera condenado a cualquiera que admitiese las ventajas de la informalidad, negadoras del superhombre. Estaríamos apestados en las escuelas militares, en regímenes de disciplinas draconianas, bajo estructuras verticales de poder atentas a las manecillas del reloj. Tales especímenes se escandalizarían si oyeran que ni el  trabajo hizo al hombre —porque sin el ocio creador no hubiéramos inventado la rueda o descubierto la escritura demótica—; ni la congruencia ha pasado de ser una peligrosa —cuando no demagoga— característica de mentes agendadas, bajo planes en almanaque y organigramas plausibles dentro de El proceso de Franz Kafka.

Claro que exagero. Las hipérboles ayudan a celebrar las inconsecuencias, a sentir una mayor intimidad con nuestros prejuicios, al parecer los únicos juicios de los que somos realmente propietarios. Porque aún bajando tonalidades es sensato acariciar ciertas inconsecuencias, como las tres que seguidamente intentaré contar, en la inteligencia de que hallaré uno que otro cómplice.

Algunas de las apasionadas cartas que se cruzaron María Casares y Albert Camus son maravillosamente inconsecuentes. Quizás los dos sabían que la informal relación que mantenían aciclonaba los deseos. Destrozar las monotonías era también respetar las respectivas vocaciones, la teatral de quien llega a ser una de las más relevantes actrices francesas de su época y la literaria del más valeroso y perspicaz autor existencialista. Escribirse juramentos de eterna convivencia cotidiana era una inconsecuencia mutuamente compartida por la emancipada, hermosa y temperamental franco-gallega y el padre de familia que nunca se divorciaría de Francine Faure, madre de sus mellizos Catherine y Jean, convaleciente de depresiones. Las promesas entre los amantes eran inconsecuentes hipérboles, entremeses para próximos encuentros y nuevas cartas, hoy cuidadosamente publicadas, lo que añade otra inconsecuencia. Muy lógica, ligeramente vanidosa.

"La pobreza irradiante" es la frase más inconsecuente de José Lezama Lima. ¿Quién que conozca su vida y obra puede creerle semejante frase populista, digna de la teleológica visión expiatoria de la historia de Cuba, aderezada de aforismos de José Martí, de su romántica exaltación del pobre en los Versos sencillos? La inconsecuencia de Lezama pasó de la resignación al elogio, trató de conjurar su necesitado día a día cuando ya la revolución de 1959 imponía libretas de racionamiento, tiendas vacías de sábanas y zapatos, como los que Lezama tuvo que pedir que se los mandara de Miami a su hermana Eloísa o a Severo Sarduy desde París… ¿Qué irradiaciones podía tener la pobreza que sufría en Trocadero 162? La inconsecuencia de la frase con los lamentos y quejas que le oíamos, abre una zona de Lezama que al excluir hagiografías, aprecia un acto desesperado, la patética ironía de nombrar a un té ruso de los Urales, el único que se conseguía en las farmacias habaneras,  "Bigote de Dragón", metáfora que disfrutamos gracias a su inconsecuencia.

La tercera inconsecuencia es conmigo mismo. Cometo un acto de masoquismo intelectual cuando dejo de creer momentáneamente en que la historia de Cuba solo ha ido "de fracaso en fracaso" —como sostuvo José Triana—. Mis "razones del corazón" —diría María Zambrano— arman esos minutos donde desaparece el fracaso, donde La isla en peso quiere romper el maleficio. Pero qué va. La inconsecuencia gana la partida.

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