A María Zambrano
Intentaré relatar algunos claros de mi bosque, tras incursionar por la acogedora metáfora que les diera María Zambrano en 1977; cuando da a conocer Claros del bosque y muestra allí su trayectoria ontológica tras Heidegger, cuya obra conocía como pocos, lo que a partir de su sensibilidad poética —enriquecida por su amistad con José Lezama Lima— fragua sus razones del corazón.
"El claro del bosque —dijo la irradiante filósofa— es un centro en el que no siempre es posible entrar; desde la linde se le mira y el aparecer de algunas huellas de animales no ayuda a dar ese paso. Es otro reino que un alma habita y guarda. Algún pájaro avisa y llama a ir hasta donde vaya marcando su voz. Y se la obedece; luego no se encuentra nada, nada que no sea un lugar intacto que parece haberse abierto en ese solo instante y que nunca más se dará así". Y añade con su habitual modo donde la sencillez del lenguaje exalta —en las antípodas de petulancias crípticas— la profundidad de las ideas: "No hay que buscarlo. No hay que buscar. Es la lección inmediata de los claros del bosque: no hay que ir a buscarlos, ni tampoco a buscar nada de ellos".
Aprendí en el Curso Délfico —aquel privilegio fraguado hace casi medio siglo— que la poesía es la mejor reveladora del ser. Gnóstica y órfica, la experiencia poética parece encantar, ser el perfume de cada claro del bosque. Allí donde se oyen las conversaciones y susurros entre los misterios de la memoria y los enigmas de la existencia, entre los sonidos y las furias de incógnitas ontológicas y metafísicas que parecen jugar al escondido.
Dios es el claro del bosque. Mi agnosticismo es la mejor prueba de mi ignorancia. Las astucias que despliego cuando digo que creo en todo, no son más que caretas, desde el cilindro de Anaximandro y el Tao hasta el Tarot y la numerología, desde la transmigración y el espiritismo hasta Yemayá y Palas Atenea... Trato de hacerme el gracioso conmigo mismo, pero ni a mí me engaño, mientras el prójimo se burla o es indiferente —no tolerante— ante otro congénere que resbala al ridículo.
La repetida frase de que Dios tiene razón de ser y no causa de ser, junto a los consejos teológicos de que tratar de entenderlo es tan absurdo como llegar al origen o al borde del universo, recuerdan a San Agustín y la tan citada parábola de su encuentro en la playa con un niño. Se relata que el genial pensador cristiano paseaba por la playa cuando de pronto le animó la curiosidad ver a un niño que había excavado un hoyo en la arena y corría hacia el mar con una concha, la llenaba de agua y regresaba corriendo a verter el agua en el hueco. Entonces le preguntó qué pretendía y la respuesta del niño fue que deseaba vaciar el mar en aquel hueco. San Agustín, desde luego, sonrió al decirle que era imposible. Pero el niño —antes de esfumarse— tuvo una sonrisa más ancha cuando enseguida le contestó que era igual a comprender el misterio de Dios.
Aunque referida a que la Trinidad cristiana —Padre, Hijo y Espíritu Santo— forman un único Dios, lo cierto es que el notable teólogo recibió una lección clave para evitar reflexiones analíticas respecto de los Claros del bosque, tomado el título del libro como sinécdoque, todo por la parte. Nosotros —siguiendo la parábola— somos seres finitos, en consecuencia nunca podremos llegar por ese camino del análisis a un ser infinito. La diferencia entre creencias —"Creo en Dios"— e ideas —"¿Existe Dios?"— clausura cualquier cavilación, vierte agua salada en el abismo. De ahí que lo esencial sea vincular su presencia con sus dones éticos. En otras palabras, porque "Dios es amor", se acepta su amor por fe (1 Juan 4:8). O no se acepta.
Me concedo la licencia del énfasis: el primer claro del bosque es aceptar a Dios. Lo demás, los otros claros, parecen figuras liliputienses ante Él, con mayúscula. Porque cualquier otro grupo de reflexiones, por trascendentales o singulares que sean, dependen de asociar o no el enigma del universo a un acto de fe.
El enigma del universo y el de uno como partícula perecedera dentro de él, conduce por trillos más o menos regidos por arboledas y climas diferentes, hacia claros personales. Elijo referirme a tres de los que he vivido el espejismo de considerarlos únicos, de apreciarlos como de mi privilegiada propiedad: el amor, la amistad y la lectura. De ahí que como seguidamente cometo la arrogancia de sustituir los artículos por pronombres posesivos —en alarde de exclusividad—, me adelanto a tal dislate con la advertencia de que tengo cierta conciencia —muy cierta— de que apenas soy un usuario más.
Mis dos hijas: Mape y Ariadna, son un claro de mi bosque. Me enorgullece que se quieran como si fueran hijas de la misma madre. Construir esa relación fraternal ha sido un proyecto desde que nació Ariadna. Serán íntimas amigas. Se querrán para siempre porque no voy a fracasar en un empeño que nunca ha descansado; para el cual jamás he escatimado tiempo, esfuerzo, sacrificio gustoso. Mi amor paterno se desgrana en las sonrisas de cada una. Tenerlas juntas es el premio que me da ese ánimo que arañamos a la vejez para conjurar nostalgias, melancolías, achaques, dolencias del corazón.
La amistad me ha conducido a otro decisivo claro del bosque. Tengo la virtud de nunca haber traicionado a nadie, aun bajo aquel régimen que todavía oprime a Cuba, donde entre el fanatismo y el miedo, el oportunismo y la picaresca, tienen a delaciones, silencios cómplices y murmullos aquiescentes como parte de la diaria rutina de la sobrevivencia. Además, he tenido —tengo— la satisfacción de haber disfrutado la amistad como parte íntima e intransferible de un bosque donde la relación es breve, pero de una calidad excepcional. Nunca he dejado de tener amigos y de que ellos sepan que me tienen.
Mi hábito de leer —sobre todo poemas— es el claro final de mi bosque que aquí enuncio. Desde niño supe que la lectura —más que escribir— era mi vocación voraz, inclaudicable. Una adicción placentera, aunque peligrosa en sociedades como la cubana, donde se reprime la libertad de expresión; o en otras donde la trivialización acecha y muerde, aplaude y encaja una felicidad televisiva, internáutica. Leer me define profesionalmente. ¿A qué se dedica? A leer. Lo que he escrito apenas complementa lo mucho que he leído, entre Cervantes y Shakespeare, desde el canon y el agón.
Me gustaría que cuando el carretón de Oyá y Proserpina pasen a recogerme, me sorprendan leyendo. Y si se me permite exagerar el ruego, releyendo "Rapsodia para el mulo", el más autobiográfico de los poemas de José Lezama Lima. Declamando el verso que me guía: "Paso es el paso, del mulo en el abismo".
En Aventura, Domingo de Resurrección, abril y 2022