Me pidió ser dispersada en Cuba.
Me lo pidió no una vez, sino una decena de veces.
Me lo hizo jurar poniendo mi mano
sobre el cuenco de cuarzo.
Cuando tuve conmigo la pequeña urna
donde se agrupaban sus cenizas
blanquísimas como la cal,
miré adentro para tener una idea
de lo que seremos al final;
entonces recordé que no tenía credenciales válidas
-ese pasaporte infatuado-
para regresar a mi país, el de ella.
Fue entonces que me iluminé,
mientras hacía vibrar el cuenco y pensaba en sus cenizas,
como si se tratara de un rito de pasaje.
Recordé ese amigo que vivió por un tiempo en una Cuba
que no era la nuestra, sino de Kansas.
Y he ahí que encontré que hay varias Cubas:
en Minnesota, en Missouri, en Alabama.
Hay Cuba en Illinois, en New México, en New York,
en Wisconsin, y por supuesto, en Kansas.
Esta última la descarté por el miedo a los tornados.
No me gustaba la idea de ver sus cenizas volando en torbellino.
Con tantas Cubas para escoger me quedé pasmada
porque escoger no es propio de nuestro sino.
Con gusto la llevaría a Minnesota,
donde hay más de veinte lagos cerca,
y donde hay lagos debe haber buen pescado.
Me tienta también la Cuba de New York
con su museo del queso, antro de tentaciones,
pero recordé que este no es un viaje gourmet.
Está también el pueblito de New Mexico,
rodeado de montañas, ganado y atardeceres hermosos,
según descripciones que reuní.
Al final creo que tomé la mejor decisión llevándola a Ohio:
en esa Cuba se da la mejor manzana roja,
y el periódico local se llama Cuba-Free Press.
María Cristina Fernández nació en Santiago de Cuba, en 1970. Sus últimos libros publicados son P (Ediciones Furtivas, Miami, 2020) y Miracle Mile (Editorial Casa Vacía, Virginia, 2021). Este poema pertenece a Mandorla, un libro de poemas inédito.
